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Afrancesamiento



La denominación «afrancesados», desde el siglo XVIII, se aplica en España de forma peyorativa a los seguidores de los franceses, bien sea en cuestiones frívolas o importantes (como las ciencias naturales y sociales). El mismo origen de la Real Academia fue depurar el idioma español de la invasión de galicismos que se había intensificado con la llegada de la dinastía Borbón al trono de España (1700, con Felipe V).[cita requerida] La oposición entre castizos y afrancesados pasó a tener valor político con la Ilustración, y exacerbarse con escándalos puntuales, por ejemplo, el que acompañó a la L'Encyclopédie (o Enciclopedia francesa, 1751) y su ambiente intelectual: el enciclopedismo, el más claro elemento disolvente del Antiguo Régimen y todas sus estructuras (régimen señorial, sociedad estamental y monarquía absoluta).

La Revolución francesa (1789) y la guerra de la Convención (1793-95) excitaron los sentimientos antifranceses entre el pueblo, sobre todo gracias a la activa implicación del clero y la Inquisición (en una de las últimas funciones históricas de ésta). La posterior alianza con Napoleón impulsada por Godoy (Príncipe de la Paz) no cambió los sentimientos populares ni la explotación de ellos por parte de las élites antiilustradas. El gran fracaso hispano-francés en la batalla de Trafalgar (1805) y las extrañas consecuencias del tratado de Fontainebleau de 1807 (una masiva entrada de tropas francesas que teóricamente solo deberían ir de paso hacia Portugal) culminaron en el motín de Aranjuez y el levantamiento del 2 de mayo de 1808 que inició la Guerra de Independencia Española (denominada coloquialmente la francesada).

Cuando la mayor parte los secretarios, miembros de los Consejos, la burocracia y la aristocracia juraron fidelidad al rey José I, hermano de Napoleón e impuesto por este tras la renuncia al trono de Fernando VII y Carlos IV; el término afrancesado se aplicó de forma extensiva, y con el valor de traidor (o, como se diría en otros casos de ocupación extranjera: colaboracionista), a todos aquellos españoles que, durante la ocupación francesa, colaboraron con la misma o con la Administración del rey José, ya fuese por interés personal o por la creencia en que el cambio de dinastía redundaría en la modernización de España. Los antiguos admiradores de lo francés que optaron por el bando denominado patriota (la mayor parte amigos personales de los del bando afrancesado, y con ideas muy similares) formaron el grupo de los liberales en las Cortes de Cádiz.

Se suele considerar a estos acontecimientos de rechazo a lo francés y los procesos históricos y culturales en los que se inscriben como el origen del nacionalismo español.

La mayor parte de los afrancesados salieron de España con el derrotado ejército francés en 1814, formando el primero de los grupos de exiliados españoles que se repetirían sucesivamente a lo largo del siglo XIX con motivo de los cambios políticos, y que llegarían hasta 1939 (véase emigración española).

Con posterioridad a la Guerra de Independencia, para hablar del partidario de Francia o de lo francés (por ejemplo, durante la Primera Guerra Mundial) se usa más bien el término francófilo, desprovisto de las connotaciones negativas de las que el término afrancesado no se ha desprendido todavía.

En general, su nivel de instrucción media era muy elevado: la gran mayoría de los afrancesados constituía la clase intelectual y pensante del país. Muchos de ellos participaron en la elaboración de la Estatuto de Bayona de 1808 y un grupo de unos pocos era de ideas abiertamente revolucionarias, por lo que a este sector dentro del afrancesamiento se les llamó jacobinos.

Ya en tiempos de Carlos III se había acuñado el término «afrancesado» para designar a quienes seguían las costumbres y modas francesas, lo que era habitual. Tras la Revolución francesa el término adquirió connotaciones políticas y una mayor vinculación al pensamiento revolucionario. El apoyo de los intelectuales y funcionarios a José I intensificó el uso peyorativo durante la guerra de Independencia.

El rey José I se encontró con un pueblo que no aceptaba la invasión ni el cambio de dinastía, que consideraba un atropello la ocupación por tropas francesas y que estaba dispuesto a luchar. El nuevo rey era un hombre convencido de ser capaz de llevar a cabo una reforma política y social de España, trasladando parte del espíritu de la Revolución a la sociedad española, aún anclada en el Antiguo Régimen. Los intelectuales y funcionarios mejor preparados creían en esa misión regeneradora de José I, que eliminaría el absolutismo y el oscurantismo que habían caracterizado a la sociedad española de fines del siglo XVIII. El famoso dramaturgo Leandro Fernández de Moratín animaba a José Bonaparte para construir una sociedad basada en la «razón, la justicia y el poder».

Durante la guerra de la Independencia, los afrancesados trataron de hacer de puente entre los absolutistas y los liberales, tratando de conciliar sus ansias de transformación política con la defensa de los intereses nacionales, pero se granjearon el odio de ambos bandos: unos los menospreciaban por "franceses" y los otros por "españoles". En sus escritos los afrancesados dejaron manifiesto el deseo de recoger el espíritu revolucionario francés a la par que querían alejar al país de las guerras imperiales. De hecho, en 1809 los afrancesados se enfrentaron con la división administrativa que Napoleón impuso en España y se opusieron a la anexión francesa de Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya, sin conseguir resultados favorables. Más tarde los afrancesados intentaron mediar con las Cortes de Cádiz para llegar a un acuerdo que superase las diferencias con la Constitución de Bayona, pero fueron rechazados igualmente.

En ambos casos los afrancesados hallaron que sus proyectos de utilizar el liberalismo francés para modernizar España carecían de posibilidades de éxito: postular la transformación política era tachado de traición por los absolutistas españoles, que ahora gozaban del apoyo de las masas gracias al odio contra el invasor francés. Por otro lado, el régimen napoleónico en España exigía a los afrancesados apoyar la plena sujeción del país al rol dependiente y subordinado que se le había reservado en el sistema continental regido por el Imperio francés, de modo que los planes ilustrados para modernizar España eran rechazados completamente por los franceses, interesados solo en el aprovechamiento económico del país.

Las Cortes de Cádiz, en 1812, aprobaron dos resoluciones en las que se confiscaban todos los bienes de la corte de José I y de aquellos que hubiesen colaborado con la administración josefina. Tras la caída del rey en la batalla de Vitoria a mediados de 1813, toda la corte pasó a Francia, y con ellos fueron camino del exilio los que, de una u otra manera, habían colaborado con el régimen. Entre ellos se encontraban eclesiásticos, miembros de la nobleza, militares, juristas y escritores. Cabe destacar a Juan Sempere y Guarinos, a los periodistas Javier de Burgos, Sebastián de Miñano, Alberto Lista, José Mamerto Gómez Hermosilla, Manuel Narganes y Fernando Camborda; los escritores Juan Meléndez Valdés, Pedro Estala, Juan Antonio Llorente, Leandro Fernández de Moratín, José Marchena y Félix José Reinoso; los eruditos José Antonio Conde, Martín Fernández de Navarrete y Francisco Martínez Marina, y Mariano Luis de Urquijo, exministro, los obispos auxiliares de Zaragoza y Sevilla, el general Gonzalo O'Farril, el coronel Francisco Amorós y muchos otros. También partieron hacia Francia, aunque no exactamente como exiliados, quienes habían sido presos bajo el reinado de José I y a quienes trasladaban al territorio galo.

Se calcula que más de 4000 españoles se encontraban en Francia en el momento álgido de la emigración, aunque otras fuentes cifran este número en 12 000. Toda su confianza se depositó en Fernando VII, que había firmado con Napoleón un acuerdo por el que nadie que hubiera servido a José I sería represaliado y seguirían gozando de todos los derechos y honores a la vuelta del nuevo rey a España.

Fernando VII se encontraba en el dorado exilio de Valençay. Mientras unos iban camino del ostracismo, él regresó a España y el 4 de mayo de 1814 decretó la suspensión de las Cortes de Cádiz, limitó la libertad de imprenta y ordenó la persecución de todos los afrancesados (incluyendo a los liberales no colaboracionistas con el régimen napoleónico)[1]​ que vivían en territorio español, violando los acuerdos de 1813. A partir de este momento las instrucciones del gobierno fueron contundentes, con expedientes de depuración en toda la administración, confiscación de bienes y detenciones masivas que llevaron a muchos acusados a los penales de Ceuta y Melilla. En concreto Fernando VII adoptó cuatro disposiciones con sus correspondientes castigos, que perseguían a aquellos que reuniesen alguno de los siguientes requisitos: los colaboracionistas, servidores de la ocupación francesa; los que habían obtenido prebendas u honores bajo el régimen de José I; los funcionarios cooperantes que eran aquellos que se hubiesen mantenido en su puesto de trabajo aunque no hubiesen participado activamente en el gobierno; y por último los que simplemente hubiesen recibido una propuesta para ocupar un puesto, aunque la hubiesen rechazado.

Por otro lado, Luis XVIII, cuando ya ostentaba la corona francesa, no quiso mantener un número tan alto de españoles con ideas liberales exiliados en Francia y, tras varios intentos, esperó al indulto que permitiese el regreso del exilio, hecho que ocurrió en 1820 tras el levantamiento de Cabezas de San Juan y la reinstauración de la Constitución de Cádiz que marcaría el comienzo del trienio liberal. Evaristo Pérez de Castro decretó la amnistía para todos ellos. Alrededor de tres mil regresaron. La situación, sin embargo, se complicó con el retorno del absolutismo en 1823, cuando muchos de los afrancesados, ahora acusados de liberales, volverían a cruzar la frontera.

Los novelistas de España en aquellos años, en su mayoría afines al régimen de Fernando VII, satirizaron en numerosas ocasiones la figura del afrancesado comparando a estos con don Quijote, por considerarlos tan faltos de cordura como al protagonista de la novela cervantina. Surgieron, de este modo, varias imitaciones del Quijote cuyos protagonistas, en lugar de estar inspirados por los libros de caballería, se encontraban motivados por textos franceses de autores como Rousseau o Voltaire, los cuales los llevaban a adquirir una actitud alocada y censurable.[2]

Los afrancesados representaban, en muchos sentidos, una buena parte de la cultura y la inteligencia españolas de la época. Algunos de ellos fueron colaboradores por puro interés en alcanzar cargos dentro del reinado de José I; otros creían firmemente en las ideas liberadoras que significaba la Revolución francesa, y vieron una oportunidad para la caída del absolutismo.

Sus inquietudes fueron insatisfechas en España, pero también en Francia. Todo su trabajo quedó oscurecido por las idas y venidas de una situación política, la española y francesa de 1812 a 1833, tan turbulenta, perjudicando sus aportaciones. Su situación en la nación gala era jurídicamente extraña. No existía una regulación para la acogida de los refugiados políticos y, en muchos casos, se les aplicó la condición de apátridas. El 21 de abril de 1832, por ley, se les conminó a abandonar Francia o, en su caso, a permanecer en determinadas localidades. Proliferaron las traducciones al español de Voltaire y Montesquieu, se tradujo al francés una parte de la obra jurídica española, se realizaron estudios sobre la implantación del papel moneda y se continuó con la labor de la ilustración.

Se trata, posiblemente, del primer exilio masivo por motivos políticos que ha ocurrido en España a lo largo de la historia.



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