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Batalla de Somosierra



La batalla de Somosierra fue un enfrentamiento entre las tropas españolas y las fuerzas francesas del Grande Armée de Napoleón durante la Guerra de la Independencia Española. La batalla tuvo lugar el 30 de noviembre de 1808 en el puerto de Somosierra, en la sierra madrileña de Somosierra.

Durante su avance hacia Madrid, las fuerzas de Napoleón se vieron bloqueadas en el valle de Somosierra por unos 9000 españoles, procedentes de algunas divisiones de los ejércitos de Extremadura, Andalucía y Castilla,[1]​ recién incorporados al Ejército del Centro y bajo el mando del general San Juan.

Para defender Madrid ante el avance de los 45 000 hombres del Grande Armée, la fuerza armada más poderosa del mundo, el militar encargado con la defensa de Madrid, el general Eguía,[2]​ disponía de unos 21 000 hombres con poca experiencia o disciplina. Eguía envió a San Juan al mando de unos 12 000 hombres al puerto de Somosierra, la entrada más directa a Madrid. A su vez, San Juan envió a 3000-3500 hombres a Sepúlveda, a 30 kilómetros de Somosierra, y estableció otra barricada, formado por unos cientos de milicias en Cerezo de Abajo, a unos 10 km de Somosierra. A lo largo de un camino ascendente habían sido situadas cuatro baterías de cuatro cañones de 12 libras cada una para batir a la infantería francesa durante el ascenso hacia el puerto de montaña. Por otra parte, Eguía envió unos 9000 hombres del Ejército de Extremadura, bajo el general Heredia, a proteger el puerto de Guadarrama, unos 100 kilómetros al oeste, otra eventual vía del Sistema Central por la que Napoleón podría avanzar hacia Madrid.[2]

Napoleón ordenó al mariscal Victor, al mando de la vanguardia que atacara el puerto al amanecer del día 30. La mañana trajo una densa niebla que no se levantaría hasta mediodía. El desigual duelo artillero que se trabó en las primeras horas de la batalla puso de manifiesto que el fuego francés de contrabatería era algo completamente ineficaz a la hora de tomar la posición española. Las baterías españolas, además de bien servidas, eran muy superiores en alcance y potencia a sus contrapartes francesas, que solo contaban con artillería de campaña de un calibre de 6 y 8 libras. No obstante, la posición de las baterías españolas no se había protegido por obras, tierra, parapetos, caballos de frisia, cestones, ni ninguna otra previsión que pudiera estorbar un avance directo y decidido hacia ellas, lo que luego se demostraría clave en el desenlace de la batalla.

Ante las evidentes dificultades al flanqueo de la posición gracias al buen trabajo de la infantería española, apoyada por guerrillas y milicias, Napoleón, impaciente, ordenó avanzar por el estrecho desfiladero a sucesivas columnas de infantería de línea, que fueron martilleadas por el constante fuego de las baterías españolas causando la metralla una auténtica carnicería que obligó a retroceder una y otra vez a los regimientos de línea franceses. El estrecho puente que necesariamente tenían que cruzar los franceses antes de poder desplegar sus regimientos en línea de fuego hacía muy dificultoso el avance bajo el fuego de la artillería española. Decididamente San Juan había elegido un terreno excelente para plantear una batalla defensiva. La jornada avanzaba, eran las 11 de la mañana y al levantar la niebla Napoleón constató lo difícil y costoso que estaba resultando el ataque. Como era típico en él, ordenó otro ataque frontal, en este caso una carga a la compañía de Cazadores a Caballo que lo acompañaba como escolta. Esta carga fue deshecha por la artillería española a poco de comenzar, con grandes pérdidas. Es entonces que al parecer se recurrió al Tercer Escuadrón del Regimiento de Caballería Ligera Polaca de la División de Caballería de Lasalle, ese día de servicio junto al emperador.

Eran 150 jinetes liderados por Jan Kozietulski, que recibieron la orden de tomar a toda costa las posiciones fortificadas de artillería española. Napoleón dio la orden a pesar del distinto parecer de sus asesores, que juzgaban imposible tomar la posición con una carga directa. Los polacos, deseosos de demostrar su valía ante el emperador, se lanzaron a la carga a través del puente, y después por un camino ascendente de fuerte pendiente. A pesar de la pérdida de dos tercios de los jinetes, éstos consiguieron que los españoles perdieran su posición defensiva y los obligaron a retirarse del paso con ayuda de la División de Dragones de La Houssaye, que cargó en apoyo de los polacos.

Se cuenta que fue tal la proeza que la caballería polaca llevó a cabo aquel día que el propio Emperador impuso al oficial al mando de la misma la Orden de la Legión de Honor en el mismo escenario del combate, e incluso hoy el lugar de la batalla es recordado con una placa conmemorativa colocada por la República de Polonia y por otra placa que recuerda a todos los caídos en esta batalla, españoles y polacos, en la ermita de la Soledad, que hoy se levanta en el lugar donde concluyó la batalla con la clamorosa victoria francesa.

Desde el punto de vista del análisis de la táctica militar, es difícilmente comprensible que el ejército español perdiera de esa forma una batalla en una posición tan ventajosa. La carga suicida de la caballería polaca (posteriormente lanceros, pero entonces todavía armados con sables) contaba con pocas posibilidades, a poco que la posición se hubiera apoyado algo más decididamente con defensas pasivas, unidades de infantería de línea o unidades ligeras de caballería. Según testimonios de los jinetes, aun a pesar de que la carga alcanzó las piezas de la primera batería, los polacos dudaban de continuarla al comprobar el coste en vidas que habían tenido que pagar y lo terrible de la carnicería. No obstante, los supervivientes dijeron que la alocada huida de los españoles les animó a proseguir hasta que, sorprendidos, se vieron dueños de toda la posición artillera. Sin duda, las tropas españolas que fueron desplegadas en Somosierra no eran las mismas de la jornada de Bailén, y se ha comprobado que en gran medida estaban compuestas de soldados sin la debida instrucción y de voluntarios: San Juan disponía de seis batallones de tropa regular, dos batallones de milicias y siete batallones de hombres de alistamiento.[2]​ Igualmente, la moral de los españoles estaba bajo mínimos debido a la escasez de medios, las derrotas de fechas recientes, el aura de la presencia de Napoleón en persona y la desunión del mando propio. Muchos factores que influyeron en que una acción con tan pocas probabilidades acabara teniendo tan rotundo éxito. No obstante, ni siquiera estos factores eximen de responsabilidad a los mandos españoles, que con mayor previsión habrían podido evitar una acción que no volvió a intentarse en la historia militar hasta la batalla de Balaclava en 1854, donde a pesar de lo épico de la carga de caballería británica, la lógica se impuso y esta no tuvo éxito.

Por la parte francesa, la medida puede considerarse igualmente precipitada pues lo más probable es que aumentando la presión sobre los flancos españoles, estos habrían terminado por ceder ante las más numerosas y más disciplinadas fuerzas francesas. Pero Napoleón era impaciente por naturaleza y ante todo no deseaba prolongar la batalla ni mucho menos permitir que la llegada de la noche permitiera a los españoles reforzar la posición.

Ya desde el mismo siglo corrían diferentes versiones sobre lo ocurrido allí como se refleja en los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.



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