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Batalla de los elefantes



La batalla de los elefantes fue un enfrentamiento militar ocurrido en el año 275 a. C. entre los ejércitos del Imperio seléucida, dirigidos por el rey Antíoco I, y los gálatas. El encuentro se saldó con una gran victoria seléucida.

Tras haber sido rechazada su invasión de los Balcanes, los gálatas de Comontoris, uno de los generales de Breno, se establecieron en Tracia, donde fundaron una ciudad-estado llamada Tilis,[1]​ que no sobrevivirá al siglo III a. C. Estaban ocupados los celtas en el asedio de Bizancio (277 a. C.) cuando una delegación bitinia los invitó a pasar al Asia Menor para asistir a Nicomedes en la guerra civil contra su hermano Cipetes, que usurpaba una parte del reino.[2][3]​ Tras ser provistos con los medios adecuados para atravesar el mar de Mármara, los gálatas, liderados por Leonorio y Lutario, desembarcaron en la otra orilla del mar, y junto a Nicomedes, derrotaron y dieron muerte a Cipetes.

En vista de los resultados obtenidos por su vecino con ayuda de la fuerza extranjera, Mitrídates I del Ponto, aliado del rey seléucida Antíoco I, se decidió a reclutarlos contra el rey egipcio Ptolomeo II en la Primera Guerra Siria. Pronto pudo saber lo acertada de su elección, pues sus nuevos mercenarios obtuvieron numerosas victorias en Capadocia. Eventualmente, y quizá como recompensa por sus servicios a Mitrídates, se les permitió asentarse en la región que posteriormente sería conocida como Galacia.[4]

Una vez establecidos en sus nuevos dominios, los gálatas fundaron pequeños reinos que periódicamente se coordinaban para proyectar expediciones de saqueo en los territorios limítrofes; que eran, sobre todo, las posesiones del Imperio seléucida en Anatolia occidental e incluso la lejana Pérgamo de Filetero y las ciudades jónicas, a las que extorsionaban bajo la amenaza de atacarlas.

Antíoco sucedió en el trono seléucida a su padre Seleuco I Nicátor en 280 a. C. cuando se vio acosado por una severa crisis en su reino: estalló una revuelta en Siria (probablemente instigada por Ptolomeo II), las satrapías del norte de Asia Menor se independizaron y se inició una guerra contra Ptolomeo Cerauno, rey de Macedonia y asesino de su padre. Al año siguiente, los galos invadieron Grecia y, a pesar de ser rechazados, casi arruinaron a Ptolomeo, lo que le obligó a firmar con Antíoco un armisticio prometiendo no interferir en los estados del otro. En 277 a. C., sin embargo, una fuerza de alrededor de 20.000 galos penetró en Asia Menor, y los reinos del norte de la península los contrataron para sus intereses.[5]​ Asentados en Galacia, los gálatas (como los llamaban los griegos) lanzaban razias contra los dominios de Antíoco en busca de botín, lo que llevó al rey seléucida, una vez fue reprimida la revuelta siria en 275 a. C. a encararse a los invasores.[5]

Se dispone de poca información acerca de la batalla, ignorándose el lugar del encuentro y la composición de los ejércitos enfrentados. Si se conoce, en cambio, que en el combate participaron el propio Antíoco I y elefantes de guerra de la especie asiática en el bando seléucida,[5]​ detalle este último que además de dar la victoria a los griegos hizo que la batalla fuera conocida como la batalla de los elefantes.[3][6]

Tras el triunfo sobre los invasores bárbaros, Antíoco I fue adorado como una deidad. Fue durante las celebraciones cuando las ciudades-estado jónicas, a las que había salvado de los estragos de los galos, le impusieron el epíteto «Sóter» (griego: salvador).[5][7]​ Al acabar con el problema gálata, los seléucidas quedaban con las manos libres para continuar su lucha contra los egipcios, a los que, ayudado por Ariobarzanes del Ponto, sucesor de Mitrídates, arrebató la costa de Siria y el sur de Asia Menor.

Los gálatas, por su parte, continuaron sus chantajes a naciones débiles, al menos contra Pérgamo, hasta que fueron derrotados en la batalla del Caico por Atalo I. Continuarían además ofreciéndose como mercenarios, siendo admitidos incluso en el ejército seléucida.[7]​ A pesar de que al parecer, se unían para la guerra, los Estados celtas mantuvieron su independencia y la consolidaron durante los reinados de los sucesores de Antíoco.





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