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Cien sonetos de amor



Cien sonetos de amor es una colección de poemas (no son realmente sonetos aunque están formados por catorce versos endecasílabos de rima libre), escritos por el poeta chileno y Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda, publicada originalmente en Argentina en 1959. Dedicada a su amada esposa Matilde Urrutia, esta colección está dividida en las cuatro etapas del día: mañana, tarde, tarde noche y noche.

Estos poemas han sido traducidos al inglés numerosas veces por varios estudiosos. La traducción al inglés más extensa y aclamada fue hecha por Stephen Tapscott y publicada en 1986.[1]​ En 2004, Gustavo Escobedo tradujo los 100 sonetos para el centésimo aniversario del nacimiento de Neruda.

Matilde, nombre de planta, piedra o vino,

de lo que nace de la tierra y dura,

palabra en cuyo crecimiento amanece,

en cuyo estío estalla la luz de los limones.

En ese navío corren nombre de madera

rodeados por enjambres de fuego azul marino,

y esas letras son el agua de un río

que desemboca en mi corazón calcinado.

Oh nombre descubierto bajo una enredadera

como la puerta de un túnel desconocido

que comunica con la fragancia del mundo!

Oh invádeme con tu boca abrasadora,

indágame, si quieres, con tus ojos nocturnos,

pero en tu nombre déjame navegar y dormir.

Amor, cuántos caminos hasta llegar a un beso,

qué soledad errante hasta tu compañía!

Siguen los trenes solos rodando con la lluvia.

En Taltal no amanece aún la primavera.

Pero tú y yo, amor mío, estamos juntos,

juntos desde la ropa a las raíces,

juntos de otoño, de agua, de caderas,

hasta ser sólo tú, solo yo juntos.

Pensar que costó tantas piedras que lleva el río,

la desembocadura del agua de Boroa,

pensar que separados por trenes y naciones,

tú y yo teníamos que simplemente amarnos,

con todos confundidos, con hombres y mujeres,

con la tierra que implanta y educa los claveles.

En los bosques, perdido, corté una rama oscura

y a los labios, sediento, levanté su susurro:

era tal vez la voz de la lluvia llorando,

una campana rota o un corazón cortado.

Algo que desde tan lejos me parecía

oculto gravemente, cubierto por la tierra,

un grito ensordecido por inmensos otoños,

por la entreabierta y húmeda tiniebla de las hojas.

Pero allí, despertando de los sueños del bosque,

la rama de avellano cantó bajo mi boca

y su errabundo olor trepó por mi criterio

como si me buscaran de pronto las raíces

que abandoné, la tierra perdida con mi infancia,

y me detuve herido por el aroma errante.



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