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Concordato entre el Estado español y la Santa Sede de 1953



El concordato entre el Estado español y la Santa Sede de 1953 fue firmado en la Ciudad del Vaticano, el 27 de agosto de 1953 por el secretario de Estado de la Santa Sede Domenico Tardini, Alberto Martín Artajo y Fernando María Castiella y Maíz, embajador de España ante la Santa Sede.[1]

La política laica de la Segunda República (1931-1939) llevó a la Santa Sede a considerar el Concordato de 1851 firmado durante el reinado de Isabel II de España —el cual restableció las relaciones Iglesia-Estado— por derogado. Tras la Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista (1939-1975), las negociaciones para una renovación concordataria fueron arduas y largas; de hecho se fueron firmando una serie de acuerdos parciales (provisión de las sedes episcopales, 1941; provisión de los beneficios no consistoriales, 1941; seminarios y facultades eclesiásticas, 1946; elección de un vicariato castrense 1950) mientras las negociaciones se prolongaban. La firma del concordato definitivo solo se alcanza el 27 de agosto de 1953.

La promoción del concordato corresponde a Franco, quien aprovechando los 100 años del anterior Concordato de 1851, escribió en 1951 a Pío XII solicitando un nuevo concordato.

Francisco Franco escribió:

El intento del Régimen de Franco en este asunto no era nuevo, se arrastraba desde el fin de la guerra civil española. El papado, que notaba el peso de sus anteriores concordatos con Mussolini con los Pactos de Letrán y con Hitler con el Reichskonkordat, se mostró reticente. Tuvieron que pasar dos años más desde que Franco enviara su escrito a la Santa Sede hasta poder finalmente alcanzar un acuerdo.

Tras un largo proceso de negociación impulsado, como hemos visto, por el gobierno español y encabezado por el ministro Alberto Martín-Artajo y los embajadores ante la Santa Sede Joaquín Ruiz-Giménez y Fernando María Castiella, el concordato fue rubricado en agosto de 1953. La firma del mismo se llevó a cabo «de forma discreta, incluso podríamos decir casi clandestinamente» a instancias de la Santa Sede, que temía las posibles repercusiones internacionales que podría atraerse por la legitimación de un régimen antidemocrático y aislado exteriormente como era el caso de la dictadura franquista, así como la posible reacción de la democracia cristiana italiana ante dicho acuerdo.

De la documentación interna de los representantes españoles se desprende la desigualdad de los esfuerzos realizados por ambas partes, siendo el Gobierno de Franco quien accedía a numerosas concesiones a cambio del único objetivo perseguido por el régimen: lograr su reconocimiento internacional como Estado católico.[2]

La buena acogida del acuerdo por parte de Pío XII —que concedió ese mismo año a Franco la máxima condecoración vaticana (Suprema Orden de Cristo)— ha llevado a historiadores como Guy Hermet a interpretar el concordato como «la última debilidad» de este pontífice con el franquismo.[3]​ Por el contrario, para Pablo Martín de Santa Olalla el pacto supuso un problema más que una solución debido a su poca viabilidad a largo plazo; hecho confirmado, en su opinión, por el Concilio Vaticano II celebrado una década más tarde, que terminaría destruyendo las bases sobre las que se asentaba este concordato.[4]

Si bien el Estado se comprometía a sufragar los gastos de las actividades de la Iglesia, a cambio Franco obtuvo la posibilidad de participar en el nombramiento de los obispos mediante el llamado derecho de presentación —concedido tradicionalmente a las monarquías absolutas del Antiguo Régimen—. Franco se aseguró el control del nombramiento de los obispos y el apoyo de la Iglesia católica, mientras esta última recibía importantes privilegios legales, políticos, económicos y fiscales.

Las concesiones a la Iglesia más importantes fueron: la consagración de la unidad religiosa, el otorgamiento a las órdenes religiosas de un estatus jurídico, una importante dotación económica para el clero, competencia de la Iglesia en las causas matrimoniales, el control de la enseñanza, la prohibición de manifestarse públicamente a los otros cultos, el tomismo como base filosófica de la ciencia, etc. El acuerdo terminó de legitimar moralmente al régimen ante la comunidad internacional.[5]

El concordato de 1953 otorgó, por tanto, a la Iglesia católica un extraordinario conjunto de privilegios:

Asimismo otorgaba, en relación con otras religiones e iglesias:

Estas disposiciones fueron muy controvertidas fuera de España, básicamente por la falta de reconocimiento de los derechos de las iglesias protestantes.[6]​ El presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, emitió una queja sobre la falta de libertad religiosa en la década de 1940, si bien en la década de 1950 se fueron estableciendo mejores relaciones con Estados Unidos con objeto de establecer una influencia sobre España durante la Guerra Fría (acuerdos de Madrid de 1953).[7]

Confirmó la confesionalidad del Estado y el más completo reconocimiento de la Iglesia católica en España. Se completó la restauración de los privilegios del clero, que habían sido eliminados en una parte mediante políticas liberales. La Iglesia estaba exenta de toda censura en su literatura, y sus grupos de Acción Católica podrían ejercer en el territorio español libremente. Asimismo, aseguraba la independencia de la Iglesia y garantizaba el aspecto jurídico de la misma. También se confirió el derecho de presentar los obispos por parte del Jefe del Estado, y la validez del matrimonio canónico.[8]

Se logró lo que deseaba Franco, el reconocimiento internacional de su Régimen por algún Estado.[8][9]​ Ese mismo año se firmó el Pacto de Madrid de 1953 entre España y los Estados Unidos.

A raíz del Concordato de 1953 entre España y la Santa Sede, los límites de las diócesis experimentaron profundos cambios. El artículo 9.1 disponía que para "evitar, en lo posible, que las diócesis abarquen territorios pertenecientes a diversas provincias civiles", ambas partes "procederán, de común acuerdo, a una revisión de las circunscripciones diocesanas. Asimismo, la Santa Sede, de acuerdo con el Gobierno español, tomará las oportunas disposiciones para eliminar los enclaves", esto es, territorios de una diócesis situados dentro de otra. En efecto el Decreto de la Sagrada Congregación Consistorial Caesaraugustanae et aliarum —Zaragoza y otras— del 2 de septiembre de 1955 afectó profundamente a las diócesis de Aragón, Cataluña y Navarra. Entre las muchas modificaciones la de Zaragoza incorporaba Santa Engracia —un enclave de la diócesis de Huesca— y las poblaciones de Mequinenza y Fayón (hasta entonces de la diócesis de Lérida), Arens de Lledó, Calaceite, Cretas y Lledó (a pesar de pertenecer a la provincia de Teruel) y perdía Cortes (Navarra) en favor de Pamplona. Posteriormente, el Decreto de la Sagrada Congregación Consistorial De mutatione finium Dioecesium Valentinae-Segorbicensis-Dertotensis, de 31 de mayo de 1960, modificaba especialmente el territorio de la Diócesis de Tortosa (en favor de Segorbe-Castellón) y la diócesis de Segorbe en favor de la Archidiócesis de Valencia.[8]

El Concordato de 1953[1]​ continúa en vigor[10][11][12]​ ya que no existe formalmente la firma de un nuevo concordato que lo derogue ni ha sido legalmente revocado. Sin embargo su contenido se considera sustancialmente modificado tanto por el acuerdo de 1976 como por los cuatro acuerdos firmados el 3 de enero de 1979.[13]

Para Carlos Corral Salvador el paso del régimen autoritario de Francisco Franco a un régimen democrático —que culminó con la Constitución española de 1978—, exigía una transformación del Concordato de 1953 ya que en la Constitución se proclamaban dos nuevos principios que obligaban a dicho cambio:[13]

El régimen concordatario en España está compuesto por un Acuerdo entre el Estado y la Santa Sede de 1976, y por cuatro acuerdos, negociados en secreto durante la elaboración de la Constitución por el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja y el secretario de Estado de la Santa Sede Jean Villot, que conforman los denominados Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede de 1979 firmados el 3 de enero de 1979 —cinco días después de la entrada en vigor de la Constitución española de 1978 que lo hizo el 29 de diciembre de 1978:[11]



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