Las galeras era una pena que se imponía a ciertos delincuentes y que consistía en remar en las galeras del rey. Se imponía por la comisión de delitos denigrantes o por reincidencia que no podían hacer prever la rehabilitación del condenado (según la teoría de la pena vigente).
La legislación de la época establecía que la pena de muerte impuesta por delitos calificados, robos, salteamientos en caminos o campo, fuerzas y otros delitos semejantes a éstos o mayores o de otro tipo debían conmutarse por la de galeras por más o menos tiempo, no siendo menor de dos años, atendiendo a las circunstancias de los hechos o a la condición de la persona, pero siempre que los delitos no fuesen tan graves que fuera imprescindible la imposición de la pena de muerte (leyes 1.ª, 2.ª, 4.ª y 6.ª, tít. XK, lib XII de la Novísima Recopilación).
Los hombres condenados a las galeras eran denominados galeotes y como norma se asignaban cinco hombres para bogar en cada remo. La gente de remo o chusma estaba formada por condenados por sentencia judicial o esclavos turcos y berberiscos, aunque también hubo remeros voluntarios o buenas boyas que solían ser galeotes que, una vez cumplida su condena e incapaces de encontrar otro trabajo, volvían a la boga a cambio de una paga.
Desde los inicios del siglo XVI las necesidades de los monarcas españoles fueron fundamentalmente militares. Junto a las empresas de conquista y colonización, la vigilancia y defensa de las costas meridionales y del levante español ocupó un lugar destacado. En principio, las galeras se nutrieron de culpables de crímenes capitales, aunque pronto la servidumbre penal en el trabajo forzado se introdujo como forma alternativa de castigo corporal. Las necesidades crecientes de la monarquía hicieron necesaria la existencia de un gran número de galeras y, con ellas, de una gran cantidad de bogadores. La empresa se complicaba aún más ante las dificultades de hallar remeros voluntarios a sueldo, pues el duro trabajo a realizar y su escasa remuneración disuadían incluso a los más desesperados. Junto a la función militar, las galeras desempeñaron un papel fundamental dentro de la historia penitenciaria española. Esta pena tuvo su origen en el intento de suministrar remeros forzosos para paliar la disminución de buenas boyas o remeros voluntarios. Así, el 31 de enero de 1530 se facultó a las justicias para conmutar penas corporales por la del servicio al remo y sin sueldo. Esta prioridad para procurar el armamento humano de las galeras produjo numerosos recordatorios y recomendaciones para el incremento de las condenas y el aumento de nuevas causas susceptibles para que las justicias pudieran condenar al remo. Muchas y muy variadas fueron las justicias que tuvieron en su mano los destinos de los hombres a quienes condenaron: alcaldes de Casa y Corte de Madrid, corregidores, alcaldes mayores, adelantados, jueces de rentas de tabaco, inquisidores, auditores de las mismas galeras, alcaldes del crimen de las chancillerías y demás jueces, compusieron un amplio abanico de tribunales capacitados para proporcionar mano de obra semigratuita a las galeras reales.
Entre una muestra de casi 1200 casos correspondientes a determinados años de la primera mitad del siglo XVIII, se puede apreciar el grado de incidencia de los delitos cometidos por los forzados de la escuadra de galeras del Mediterráneo. Más de la mitad de los condenados —55,4 %— lo fueron por haber atentado contra la propiedad, siguiéndoles aquellos que lo hicieron contra las personas —16,16 %—, el orden público —11,13 %— y contravenir medidas de prevención y seguridad —11,63 %—. Los restantes grupos de delitos alcanzaron valores mucho más bajos, salvo los que infringieron el fuero militar -6,95 %- y los que atentaron contra la religión y la moral —4,6 %—.
La duración de las condenas abarcaba, por regla general, de dos a diez años. La pragmática de 1530 estableció que no fueran inferiores a los dos años, ya que un forzado necesitaba al menos uno para convertirse en un buen bogador, por lo que no se consideraba práctico libertar a un hombre en el momento en que podía prestar su mejor servicio. En cuanto al límite máximo, se establecieron los diez años de condena, a pesar de que algunos jueces continuaran dictando sentencias perpetuas. La razón de este límite superior fue también utilitarista, ya que tras diez años de condena, un forzado había envejecido notablemente y había perdido su eficacia como remero, por lo que podía convertirse en un estorbo y un gasto innecesario para la Real Hacienda. Para acabar con las condenas perpetuas se dieron diferentes órdenes, la primera en un Real Despacho de 1653, donde se ordenaba que la pena de galeras de por vida se entendiera “solamente por diez años”, siempre y cuando el reo no tuviera otras condenas accesorias, lo que también ocasionó nuevas confusiones y motivó una nueva aclaración, esta vez mediante despacho de 12 de mayo de 1663, por el que se precisaba “que los forzados, además de su primera condenación, cumplan las que por nuevos delitos se le impusieren”.
Una vez el galeote llegaba a su destino, se iniciaba la rutina de siempre. En primer lugar se le hacía un reconocimiento médico a todos aquellos que alegaban estar enfermos o impedidos. Tras el reconocimiento, se les inscribía en el libro general de forzados. Precediendo al registro de todos los componentes de la remesa recién recibida, se anotaba como cabecera los datos de la collera: origen, número de forzados o esclavos que la integraban, incidencias durante el camino, así como fecha y lugar en que fueron recibidos sobre determinada galera. Ya en su asiento individual, junto al nombre se incluía su descripción física, las particularidades penales y penitenciarias, su lugar de origen, nombre del padre y edad. En el margen izquierdo, se señalaba el tiempo que debía cumplir de condena, dejándolo en blanco si no había traído testimonio de ella. A continuación se anotaban las diversas incidencias que le iban sucediendo durante su servicio al remo, tales como hospitalizaciones o recargo de condenas por diversas circunstancias. Además, tras toda esta información, se señalaba su cambio de condición a “buena boya” y su suerte final, bien fuera la fuga, la libertad o la muerte.
La distribución del trabajo en galeras no distinguió entre esclavos y forzados. Ambos se distribuyeron al remo en función de su fuerza física y no por su status. Remaron codo con codo, nunca mejor empleada esta expresión, sin distinciones en la alimentación, vestido y cuidado sanitario. A los galeotes se les afeitaba la cabeza para que fueran identificables en caso de fuga, aunque a los musulmanes se les permitía llevar un mechón de pelo, ya que según su creencia, al morir Dios les asiría del pelo para llevarlos al Paraíso. La ración diaria de alimentos suministrados a los galeotes consistía en dos platos de potaje de habas o garbanzos, medio quintal de bizcocho (pan horneado dos veces) y unos dos litros de agua. A los buenos boyas se les añadía algo de tocino y vino. Cuando se exigía un esfuerzo suplementario en la boga dura por el estado del mar o en vísperas de batalla, se daban raciones extra de legumbres, aceite, vino y agua.
En una galera corriente la chusma estaba formada por unos 250 galeotes, a los que se les sumaba la gente de cabo, dividida a su vez en gente de mar y gente de guerra. La gente de mar eran marinos encargados de gobernar la nave y artilleros encargados de manejar las piezas de a bordo, incluidos entre la gente de mar y no de guerra. Estos últimos eran soldados y arcabuceros mandados por capitanes y por nobles e hidalgos, cuya misión era el combate. Sumando galeotes, marinos e infantes, una galera alistada podía sobrepasar ampliamente los 500 hombres, "acomodados" en buques de 300 a 500 toneladas.
Una galera solía tener unos 50 metros de eslora por 6 de manga con una obra muerta de apenas metro y medio. Disponían de una sola cubierta sobre la que la pasarela de crujía, construida sobre cajones de un metro de altura, comunicaba el castillo de proa y el de popa. En el interior de este cajón se estibaban palos, velas y caballería. El cómitre y sus alguaciles recorrían continuamente la crujía, encargados de marcar el ritmo de boga con tambores y trompetas y fustigando con los rebenques a los galeotes. A ambos lados de la crujía estaban los talares, cubiertas postizas de 3 a 4 metros.
Tras la extinción de la primera etapa de la escuadra de galeras en 1748, se ordenó que los reos que hubieran sido condenados a la pena de galeras fuesen destinados a los arsenales de Ferrol, San Fernando y Cartagena, de modo que la pena de arsenales vino a sustituir a la de galeras. Por la Real cédula de 16 de febrero de 1785, se restableció la pena de galeras y de nuevo se ordenó que se destinara a su servicio a los presos que lo mereciesen, pero por Real Orden de 30 de diciembre de 1803 se dispuso que nadie fuese condenado a galeras por no hallarse éstas en estado de servir.
El reglamento provisional de 26 de septiembre de 1835, al clasificar las penas corporales, cita en el art. 11 la de galeras, mas no por esto puede deducirse que aún entonces estuviese en vigor, sino únicamente que el objeto de dicho artículo era enumerar todas las penas corporales ya estuvieran en uso o hubieran caído en desuso.
El contenido de este artículo incorpora material del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano del año 1892, que se encuentra en el dominio público
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