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Exordium



El exordio (del latín exordium: comienzo; en griego: προοίμιον / prooímion, «preludio») es, en retórica, la primera de las cinco partes canónicas del discurso.[1][2][3]

El exordio, del cual muchas veces depende el éxito de todo el discurso, tiene por objetivo captar la atención del auditorio sobre el tema a tratar, y de obtener su buena voluntad y benevolencia. Esta introducción permite al orador justificar por qué está haciendo uso de la palabra, mostrando que el interés del público se une al suyo propio, en relación a los tópicos y a los enfoques que van a ser desarrollados. Es aquí, en esta parte, que quien habla debe desplegar sus mejores cualidades, para asegurar una buena acogida a sus argumentaciones y a sus eslabonamientos de la presentación, y mostrando modestia, prudencia, probidad, autoridad y dominio de la temática.

El exordio es el triunfo de lo que los antiguos llamaron "costumbres" o "precauciones oratorias", o sea, las disquisiciones hábiles a través de las cuales, tanto el orador como el escritor, suavizan lo que podría parecer atonante, ese arte de eludir la opinión contraria y los sentimientos hostiles, y en cierta medida de asociarse incluso con los prejuicios y con los intereses que se van a combatir.

El exordio reposa mucho en la alusión: el orador evoca a grandes rasgos el marco de la temática a tratar o las circunstancias que la rodean. El exordio también puede presentar brevemente algunos puntos-clave, en favor de la posición a la que se está orientado a defender. En muchos casos, aquí el orador intenta hacer comprender al auditorio que no saben todo sobre el tema que se va a desarrollar, y que por lo tanto es mejor tener una posición prudente y expectante; a veces es mejor sugerir o insinuar que afirmar. En esta parte, el orador debe ser tan breve, conciso y claro como pueda, y es recomendable en este preámbulo usar pocas imágenes o figuras de estilo.

En otros tiempos se distinguían tres tipos de exordios: los exordios simples, los exordios por insinuación, y los exordios bruscos o de tipo ex abrupto. Y la elocuencia cristiana agregó un cuarto tipo: los exordios majestuosos. Muchos escritos sobre retórica dan la definición de esta última clase de exordio, así como ejemplos de los considerados más ilustres. Es claro que la elección y el empleo del exordio depende sobremanera del sujeto actuante, o sea del orador, y también por cierto del auditorio, del tiempo o época, del lugar, de las disposiciones de espíritu producidas o generadas por las circunstancias, etcétera.

El exordio ex abrupto, por ejemplo, necesita tanto habilidad como pasión, y además, la pasión desarrollada de ninguna manera debe ser desordenada o ciega, ya sea que se trate de Jacques Bridaine intentando plasmar un sermón, o del propio Cicerón concretando una catilinaria; la elocuencia de la pasión vehemente siempre debe tener en cuenta la benevolencia y el estado de ánimo de la gente sobre la que estalla y a la que se dirige.

Según la retórica, las otras partes que siguen al exordio o prólogo son: la proposición (frase-lema, tema a tratar), la división (ordenamiento y enumeración de partes), la narración (fundamento-desarrollo de contenido), la argumentación, y la refutación (responder contrariamente a otro concepto o explicación; convencer). El discurso finalmente debe terminar con la peroración (redondeo de ideas).[4]​ Entre las diversas partes del discurso establecidas por la antigua retórica (la dispositio), [5]​ el exordio es una de las más esenciales, y también una en la que las circunstancias de tiempo y lugar influyen de manera más importante.[6]



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