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Pedro Pablo Abarca de Bolea



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Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximenez de Urrea, x conde de Aranda (Siétamo, 1 de agosto de 1719-Épila, 9 de enero de 1798) fue un noble, militar y estadista ilustrado español, presidente del Consejo de Castilla (1766-1773) y secretario de Estado de Carlos IV (1792).

Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximenez de Urrea nació en el castillo de Siétamo en el seno de una ilustre familia aragonesa. Se educó primero en Zaragoza[1]​ y más adelante en Italia, en el Seminario de Bolonia y en Roma. Siendo muy joven realizó muchos viajes por toda Europa recibiendo una sólida y liberal formación que pronto hizo que se le identificara con los filósofos y enciclopedistas.

En 1740, consolidada su vocación militar, entró a servir en el ejército con el conde de Montemar y el conde de Gages. Más tarde se trasladó a Prusia, donde conoció a Federico el Grande; residió en París, visitó brevemente Londres y regresó a España.

Por su trabajo, y gracias a la protección de Ricardo Wall el rey Fernando VI le designó embajador en Lisboa (1755-1756); comenzaba así a tener influencias poderosas y a ganar popularidad. Reinando Carlos III fue nombrado embajador en Varsovia y obtuvo el grado de capitán general, con el cual encabezó el ejército español que invadió Portugal en 1762, con resultados desastrosos, pues durante la llamada Guerra Fantástica, el ejército capitaneado por Aranda sufrió 20 000 bajas, fracasando en su intento por capturar Lisboa. Luego fue nombrado gobernador de Valencia, cargo al que tuvo que renunciar para presidir en 1765 el Consejo de Castilla y para ser capitán general de Castilla la Nueva (11 de abril de 1766).

Durante el reinado de Carlos III, tres hechos, en los que el conde de Aranda participó activamente, marcaron su línea y su capacidad política. Fueron: el motín de Esquilache, la caída de los jesuitas y su etapa como embajador en París.

El conde de Aranda pasó a ocupar la presidencia del Consejo de Castilla a raíz del motín de Esquilache. El motín había finalizado gracias a las concesiones arrancadas a Carlos III, que el pueblo consideraba como una victoria. El espíritu de sedición se había extendido produciendo sangrientos episodios en Zaragoza (abril de 1766) y, más tarde, en Cuenca, Palencia, Ciudad Real, La Coruña y Guipúzcoa.

Apoyado por abogados como Miguel de Múzquiz, Campomanes y Floridablanca, y en nobles aragoneses como Manuel Roda y Juan Gregorio de Muniaín, Aranda realizó la difícil misión de abolir hábilmente las irrealizables concesiones otorgadas por el rey. Se trataba de consolidar la autoridad real sin excitar pasiones que pudieran dar paso a nuevos motines. Lo logró con mucha profesionalidad, pues supo aprovechar su popularidad entre la clase media y los artesanos, a los que se dirigía más en forma de súplica que de imposición.

Consiguió que fuese sustituido el chambergo y la capa larga por el tricornio y la capa corta. La guardia valona regresó a Madrid, y el Consejo de Castilla proclamó una sentencia en la que declaraba nulas las principales demandas otorgadas a los autores del motín de Esquilache.

Aranda quiso culminar su obra pacificadora y propuso el regreso del rey que, inseguro en Madrid, se había trasladado al Palacio Real de Aranjuez. Carlos III se resistió, pero luego aceptó volver.

Durante los años que estuvo al frente del Consejo de Castilla, instauró una política reformista basada en los principios de la Ilustración con la que consiguió el aprecio popular y el elogio del mismo Voltaire.[2]​ Para llevar a cabo las reformas contó con la colaboración de Campomanes, persona de máxima influencia del rey durante la época. Las reformas se centraron en la cuestión agraria; colonización de sierra Morena, en las medidas regalistas, en el apoyo a las Sociedades Económicas de Amigos del País y en la elaboración del llamado Censo del Conde de Aranda (1768-1769), el primer censo de población que se hizo en España.

La consecuencia casi inmediata del motín de Esquilache fue la expulsión de la Compañía de Jesús, uno de los hechos más controvertidos del reinado de Carlos III. En efecto, Aranda, apoyado por Campomanes, abrió una pesquisa secreta a fin de recoger pruebas que testimoniaran la intervención de los jesuitas en el motín de Esquilache. El marqués de la Ensenada, el abate Gándara y el abate Hermos o fueron desterrados o encarcelados. El rey acabó por firmar el decreto de expulsión de los jesuitas en febrero de 1767; este decreto contaba con la aprobación de las cinco sextas partes de los prelados españoles.

Asimismo se aprovechó para abolir el fuero privado de los eclesiásticos que intervinieran en algaradas y se prohibió la posesión de imprentas en los institutos de clausura o en los lugares que gozaran de inmunidad eclesiástica.

Los jesuitas fueron acusados, entre otras cosas, de tener un proyecto de erigir un imperio en Paraguay, así como de estar en relación con los ingleses cuando éstos se apoderaron de Manila y de defender el concepto de tiranicidio, que sus enemigos traducían como regicidio. Por último se acusó al general de la Compañía, Lorenzo Ricci, de poner en duda el derecho de Carlos III al trono, por ser hijo sacrílego y adulterino.

Se ha dicho que si el rey tomó esa decisión fue por influjo de hombres como Aranda, de quien se llegó a decir que "sólo cifraba su gloria en ser contado entre los enemigos de la religión católica". A su vez Voltaire decía que "con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada".

En 1773, el papa Clemente XIV expidió la bula de extinción de la Compañía en toda la cristiandad.

Las tensiones producidas por la ocupación de las Malvinas por los ingleses enfrentaron al ministro de Negocios Extranjeros, Grimaldi, con el conde de Aranda. Este era partidario de una intervención armada, solución que no resultó favorecida por la coyuntura internacional. España perdió Port Egmont, lo que significó una derrota para el partido aragonés, encabezado por Aranda. Este se vio obligado a abandonar la presidencia del Consejo de Castilla para pasar a ser embajador en Francia en 1773.

Una fallida expedición de castigo a Argelia dio pie a Aranda para preparar, desde París, el desquite del partido aragonés, relegado a un segundo plano desde su fracaso con la política de las Malvinas. El conde de Aranda consiguió el apoyo del príncipe de Asturias, y pronto lograron ver la caída de Grimaldi como ministro de Estado. Sin embargo, Aranda no fue nombrado para sucederle; en su lugar fue designado el conde de Floridablanca, adversario desde hacía muy poco tiempo de Aranda.

Su tiempo en la embajada francesa no fue en vano. Entre otros éxitos figura el pacto con Inglaterra por el cual Menorca fue devuelta a España (1783), consiguiendo así el tratado de paz con Gran Bretaña, el cual puso fin a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de América. Por el tratado España también obtuvo la devolución de la Florida oriental y occidental, así como parte de las costas de Nicaragua, Honduras (la Costa de los Mosquitos) y Campeche y la colonia de Providencia. No obstante, tiene que reconocer la soberanía inglesa de las Bahamas y no logra recuperar Gibraltar.

Su cargo en París duró diez años, durante los cuales conoció a los enciclopedistas y las ideas ilustradas. Aranda regresó a Madrid en 1787. Se rodeó de militares y nobles descontentos de la gestión de Floridablanca, cuyo puesto deseaba.

Durante el reinado de Carlos IV, se produjo la Revolución francesa, hecho que significó el ascenso y la definitiva caída del conde de Aranda.

Tras la muerte de Carlos III, el 14 de diciembre de 1788, accedió al trono Carlos IV, el cual intentó mantener intacta la política y los ministros precedentes.

A partir de los hechos revolucionarios de Francia en 1789, el mayor esfuerzo de la política de Floridablanca se centraba en mantener en secreto los sucesos franceses en España, con el fin de que no se extendiera la revolución por el país. Para ello, contó con el apoyo del Santo Oficio y sectores importantes del clero. Aranda atacó esta alianza con el desprestigiado organismo inquisidor y, apoyado por su partido aragonés, logró que el rey destituyera a Floridablanca, cuyo puesto pasó a ocupar en febrero de 1792.

Meses después del ascenso, Aranda mandó encarcelar a Floridablanca en la fortaleza de Pamplona, al tiempo que se buscaban pruebas para poder acusarlo de abuso de poder. Aranda, tan pronto como tomó el poder, empezó a cambiar, en sentido contrario, el rumbo político de su predecesor. A petición suya, el rey abolió la junta suprema de Estado, a la vez que reaparecía el Consejo de Estado, baluarte de los grandes en tiempos anteriores.

Aranda suavizó la postura oficial hacia la revolución y redujo la vigilancia sobre los extranjeros, a la que tanta importancia había dado Floridablanca: toleró la distribución de diarios franceses, hasta que el encarcelamiento de la familia real francesa y la abolición de la monarquía dio pie a órdenes más estrictas en la inspección de todos los escritos procedentes de Francia. Al mismo tiempo, España se vio invadida por una ola de refugiados, la mayoría aristócratas y clérigos. A los clérigos refugiados se les prohibió predicar, así como dedicarse a la enseñanza, a la vez que se vieron obligados a no hacer mención alguna sobre los acontecimientos que se desarrollaban en Francia.

En noviembre de 1792, Aranda, demasiado comprometido con el reformismo y con los enciclopedistas —cuyas ideas fueron la base ideológica de la revolución—, fue sustituido por Manuel Godoy, un guardia de corps que se había ganado la confianza de la mujer del rey, María Luisa, al parecer como amante. Pocos meses después, el rey Luis XVI fue guillotinado y estalló la Guerra de la Convención. Aranda continuó siendo decano del Consejo de Estado, puesto desde el que agrupó a los enemigos de Godoy.

El 14 de marzo de 1794, en presencia del rey, Aranda atacó en el Consejo de Estado la decisión de Godoy de continuar la guerra con Francia. La dureza del ataque de Aranda fue aprovechada por el favorito Godoy para presionar al rey con la destitución de Aranda, la cual se produjo ese mismo día, en el que fue además desterrado a Jaén. Ya no regresaría nunca a Madrid.

Tenía una enorme visión de estadista debido al largo alcance histórico de sus observaciones, mismas que expuso ante el rey Carlos III como respuesta a la reciente independencia de las colonias británicas y el futuro furor independentista en Iberoamérica. En un texto muy conocido emitido en 1783, explica con una anticipación de cien años el surgimiento de Estados Unidos como potencia mundial y sus ansias de consumo y poder:

La solución que proponía, y que nunca fue escuchada, para neutralizar a esta nueva colonia fue la siguiente:

La falta de visión intelectual para con la sociedad española del siglo XVIII les impidió ver la necesidad de reformar su imperio. Aún con las ideas reformistas de los ministros, España se veía a sí misma como la “madre” de América y, por ende, con la tutela férrea sobre sus colonias, misma actitud que las reformas borbónicas acrecentaron. Esto llevó al choque de ideas con la aristocracia y sociedad criolla de los territorios ultramarinos: ellos pidiendo una representación justa en los asuntos del imperio, y los peninsulares guardando celosamente lo que creían eran sus fueros como “potencia europea” con posesiones imperiales. España quería evitar la pérdida de territorio, como ellos habían ayudado a Estados Unidos. No se concebía en las mentes europeas la idea de la mancomunidad, por decirlo en términos más actuales.

A la larga, la historia le daría la razón al conde de Aranda y a su visión de un Imperio federal.

Las crecientes tensiones que existían entre la colonia y la metrópoli. Con una creciente, formada, burguesa y liberal población colonial en contra posición de la población metropolitana conservadora y de marcada desigualdad de clases. Cultiva un caldo de conflictos mercantiles y sociales que agravados con la interferencias de Francia a favor de su independencia. Provoca una peligrosa guerra entre ellos que preocupa a España. Que en comparación con su socia familiar francesa sujeta a los pactos familiares, sale peor parada por su mayor exposición colonial a que sigan el ejemplo estadounidense y se provoquen conatos de independencia como posteriormente sucedió.

Este recelo por parte Española ocasionó una bruma de silencios y ocultaciones de negocios y tratados por la parte española que no perdió ocasión tampoco de erosionar a su rival inglés ayudando a los rebeldes. Este hecho llevó a contactos entre todas las partes y trajo a Europa a personajes de la talla de Benjamin Franklin para recoger apoyos a su causa independentista. Tal personaje tuvo relación directa con el propio Conde de Aranda como embajador en Francia y su conocida animaversión contra Inglaterra. En su prudencia puso el encuentro con este embajador en conocimiento de su rey.

El miedo inglés a su perdida de poder tras su fracaso en combate contra los rebeldes, ocasionó un tratado oculto a Francia y España con el que ponían su servicio a favor de la colonia para su reconocimiento por parte de las potencias europeas y la fijación de sus fronteras colindantes con España.Que quedaran sujetas en la paz con Inglaterra que se firmara con el tratado firmado como representante del rey por el conde de Aranda en el citado Tratado de Versalles de 1783.

El conde de Aranda encargó el diseño del Salón del Prado a José de Hermosilla, aunque fue finalmente Ventura Rodríguez quien ejecutaría este proyecto. Contribuyó a la creación de un convento adjunto a su palacio de Épila y una casona de verano en esta localidad zaragozana de Aragón. Pero también hizo de mecenas para ayudar en la obra más influente y fuerte de la acontecidas en su tiempo en Europa, fue el Canal Imperial de Aragón de Ramón Pignateli que en su origen uniría el Cantábrico con el Mediterráneo de modo navegable y se explotaría para usos agrícolas, repartiendo el agua por estos territorios y haciendo realidad un sueño del Reino de Aragón, para exportar sus materias primas de ganado, peletería, lana y hortofrutícola; aunque no se desarrolló en su totalidad por lo caro y complejo de su realización.

En 1765, cuando el urbanismo aún lo trazaban los ingenieros militares, Aranda dejó escrito un memorando de siete pliegos y medio, bajo el epígrafe de «Alicante», para Cartagena. En uno de sus párrafos se dice: «En la anchurosa calle que resultaría del abatimiento del muro antiguo, desde el torreón de San Francisco hasta el de San Bartolomé (es decir, la Rambla, y antes y sucesivamente, paseo del Vall, de Quiroga y de la Reina), se ha de formar un paseo con árboles y bancos que, sirviendo al propio tiempo para el tráfico y transporte, proporcione un paraje interior de concurrencia, para pasear a pie y tratarse las gentes decentes de la ciudad». No podía ser menos. Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, sabía muy bien la importancia y necesidad que para los ciudadanos tienen los parques, paseos y zonas verdes. No en balde, creó el Pardo, favoreció el Retiro y autorizó las fiestas de máscaras. El conde de Aranda envió su escrito, que se conserva en el Archivo Municipal, al gobernador y corregidor de esta plaza, Juan José Ladrón de Guevara, con una carta adjunta, en la que le advierte: «Señor mío: consiguiente a las ideas de ampliación del muelle y otras novedades útiles a la conveniencia y hermosura de esa ciudad que formé durante mi permanencia en ella, he formado el concepto y proposición de los puntos que se han de examinar y sobre que se ha de proyectar lo mejor, que incluye a VE una copia». Y agrega: «Pasará de un día a otro a esa ciudad, desde Cartagena, el coronel de ingenieros don Matheo Bodopich, para hacerse cargo de las especies promovidas y proyectar facultativamente sobre ellas, entendiéndose también con el comisario de Guerra don Gerónimo Ontizá que correrá a su tiempo con los intereses de las obras. VE, como gobernador, dará a ambos las luces y auxilios que necesiten y me dará particular satisfacción, en frecuentarme cuantas reflexiones le ocurriesen sobre el particular de que se trata». El conde de Aranda insistió en añadir nuevos espacios «al cuerpo de población, para que unida con el existente facilite, con sus construcciones, hermosura a ella y comodidad a sus habitantes».

Fue emprendedor en la modernización de la cerámica de Alcora que quiso ejercer en la fábrica que heredo de su padre. Este hecho se llevó a la ficción en la serie de RTVE El secreto de la porcelana, de 1999.

Es un personaje sobre el que recae una leyenda negra formada por las naciones extranjeras y sus enemigos nacionales, al igual que sobre otros personajes relevantes en su tiempo. Es importante conocer el contexto en el que se llevan estas acusaciones y el porqué de ellas.

El conde era una persona importante en su tiempo, sobre el que recaía un gran poder, con el cual hacía y deshacía a su gusto, solo corregido o ignorado por el rey. Este poder había sido arrebatado con astucia y tal vez con mentiras y traiciones a otro gran ilustre, Floridablanca, a la par caído en desgracia, como él posteriormente. Él polarizaba un sector amplio de la sociedad, confrontándose con los ideales del ilustrado aragonés. Así, Floridablanca supuso además de un escollo que superar un enemigo al que acallar en casa y le dejó un regalo envenenado de despedida, como fue el edicto de expulsión de los jesuitas de España, que él tuvo que efectuar y que le causó grandes críticas. Si bien en la expulsión intentó que ellos corriesen el menor riesgo posible y les adecentó lugares en donde poder desempeñar funciones; además, procuró que no hubiera altercados por parte de la plebe en contra de los jesuitas y suplió hábilmente su ausencia en la escuela, pues los maestros ocuparon sus puestos.

Otro punto a tener en cuenta es que el conde, con su posición, ideó soluciones a los problemas que la Corte tenía que resolver. Aunque no tuvieron a bien hacerse, despertaron en las naciones adversas, con informes de embajadores y espías, una animadversión grande y un interés creciente para deshacerse de este personaje influyente. A esto se sumaron los siguientes hechos:

Además de sus enemigos extranjeros, le tocó vivir a la sombra del favorito de la Corte, Manuel Godoy, que tardó menos de un año en suplantarlo.

En 1795, el rey Carlos IV le autorizó a residir en Aragón, y el conde de Aranda decidió entonces retirarse a vivir en el municipio zaragozano de Épila, donde falleció en 1798.

Su cadáver recibió primeramente sepultura en el monasterio de San Juan de la Peña y posteriormente fue trasladado al Panteón de Hombres Ilustres, situado en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Finalmente, en 1985, sus restos mortales fueron devueltos al monasterio de San Juan de la Peña. Actualmente descansan en el Panteón de Nobles del citado monasterio altoaragonés.

En 2014, el historiador epilense Pedro J. López, experto en su figura y descubridor también del testamento de Aranda, hizo un gran descubrimiento, el cual también publicó: en el palacio que sus parientes los duques de Villahermosa tienen en Pedrola, Zaragoza, halló las memorias escritas por el conde, donde se defiende y postula sus quejas por el trato recibido por el monarca y su segundón Godoy. En ellas, muestra su punto de vista acerca de los sucesos que acaecieron durante su destierro, el olvido de sus servicios a la corte y el imprudente menosprecio a sus ideas, adelantadas a su tiempo. Los sucesos posteriores demostraron su razón y valor.

El conde de Aranda es considerado como una de las personalidades más discutidas de la historia de España del siglo XVIII y puede encuadradarse en el grupo de personajes que representan el reformismo ilustrado español entre los que estarían José Nicolás de Azara, el marqués de la Ensenada, Campomanes, Floridablanca, el duque de Alba o Jovellanos.

Fue un hombre que dedicó su vida a la patria y al servicio de los reyes Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, planeando su ideología reformista ilustrada para el gobierno de la nación. Contribuyó en la mejora y cuantificación de la sociedad española de su tiempo, con su censo de población, uno de los primeros de Europa y su sociedad económica del Partido Aragonés, con el que colaboró en obras y desarrollo de Aragón y España. Amante de las obras de arte, introdujo en España la elaboración de porcelana, mediante una fábrica propia en Alcora, aprovechando unos hornos de vasijas y cántaros hederados.

En su villa preferida, donde residió y murió (Épila), dejó como testimonio de su vida, además de su palacio, su casona de verano en Mareca, su archivo personal, un regalo real de colección de trajes del rey de la pascua militar y un convento adjunto a este, heredado de la familia. Este convento fue perpetuado por el Conde lo que le permitió llegar hasta nuestros días. Su archivo familiar, cuidado y completo, es uno de los mejores sobre el reino de Aragón y España. Su descendiente, la duquesa de Alba, donó en parte el archivo al gobierno de Aragón, bajo beneficios fiscales. Todavía no ha sido alojado correctamente en un edificio acorde a su importancia y guarda el sueño de los justos, archivado en las dependencias provisionales.

También el sueño frustrado por su muerte y casi quiebra económica por su represión de Godoy de un teatro de alto rango en la excelentísima villa acorde con su estatus. Y la colección de trajes reales del rey Juan I de Castilla, que nació en esta villa y custodiaba con cariño el conde, hasta el desalojo y venta por ruina del palacio al ayuntamiento de la localidad. Los trajes, obras de arte, muebles, etc. se dispersaron entre los inmuebles de la duquesa de Alba.

Voltaire dejó dicho de él: "con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada". Pero lamentablemente parece que no fue posible hallar media docena como él.

Dentro del bicentenario acontecido en 1998 en Épila, el acto de homenaje al Conde de Aranda estuvo englobado en la cesión al pueblo del palacio por parte de su propietaria, la duquesa de Alba. Este acto, promovido y con eco social por este hecho, estuvo coordinado dentro de una exposición, bajo el título «El final de una vida se escribió en Épila». El acto de la apertura al público del palacio, que hasta entonces nunca lo había estado, fue armonizado por el propio Conde, que mediante la caracterización de un actor local y su séquito, mostró, explicó y guio por los entramados del palacio e indicó su vida en este. En verdad, se ha de contar que la actuación, caracterización, documentación e integración fue estupenda. Pero la visita a lo largo del palacio, curiosa al principio, se tornó triste, conforme las salas vacías y desvencijadas se mostraban ante los ojos. Las vitrinas de los trajes y biblioteca ostentaban lustrosas telarañas de su pasado glorioso y algunas dependencias mostraban en las paredes pequeños testigos de las celosías y baldosas que las vestían, que, al menos, el que las arrancó, tuvo a bien dejar para hacernos a la idea de cómo eran, para su restauración.

En las fechas del 6, 7 y 8 de noviembre de 2008, tuvieron lugar unas jornadas abiertas al público que, bajo el título que encabeza esta reseña, en la localidad de Épila, continuaron la senda abierta por las primeras jornadas acontecidas en Híjar y la creación de su Archivo Ducal. Hubo varias charlas con estudiosos, historiadores y archiveras y de esa familia tan importante en la historia española y aragonesa. Las del día jueves 6, a cargo del profesor Germán Navarro Espinach, de la Universidad de Zaragoza, trataron sobre la formación del Señorío-condado de Aranda; las del viernes 7, expuestas por el profesor, historiador y descubridor Enrique Galé Casajus, sobre la creación literaria en el seno de un clan familiar, así como la obra de Pedro Manuel de Urrea y su posterior presentación del libro sobre el libro de viajes de aquel noble, que se creían perdidos y que él recuperó con su investigación; por último, la del sábado 8, como clausura de las jornadas, bajo el título de El X Conde de Aranda y Aragón, llevada a cabo por José Antonio Ferrer Benimelli y una posterior ruta guiada donde otro historiador explicó los detalles y obras de arte que se guardan en el convento de las Concepcionistas y su relación con el palacio contiguo y con la familia del conde de Aranda.



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