San Hugo en el refectorio de los Cartujos (Sevilla, Museo de Bellas Artes ), es un cuadro de Francisco de Zurbarán, realizado en el año 1655.
En esta composición Zurbarán nos sitúa frente a una vasta naturaleza muerta. Las verticales de los cuerpos de los cartujos, de san Hugo y del paje están cortados por una mesa en forma de L, cubierta con un mantel que casi llega hasta al suelo. El paje está en el centro. El cuerpo encorvado del obispo, situado delante de la mesa, a la derecha, y el ángulo de la mesa, evitan el sentimiento de rigidez que podría derivarse de la austeridad de la composición.
Delante de cada uno hay dispuestos los platos de barro que contienen comida y unos trozos de pan. Dos jarras de loza talaverana, un cuenco boca abajo y unos cuchillos abandonados, ayudan a romper una disposición que podría resultar monótona si no estuviera suavizada por el hecho de que los objetos presentan diversas distancias en relación al borde de la mesa.
La iconografía del cuadro no es muy habitual. Cuenta la historia de los siete primeros cartujos, entre los que se encuentra san Bruno, (el fundador), cuando fueron alimentados por san Hugo, por aquel entonces obispo de Grenoble.
Un domingo, este último envió a los monjes carne. Los monjes vacilaban entre contravenir sus reglas o aceptar esa comida y mientras debatían sobre esta cuestión,cayeron en un sueño extático. Cuarenta y cinco días más tarde, san Hugo les hizo saber, por medio de un mensajero, que iba a ir a visitarlos. Cuando éste regresó le dijo que los cartujos estaban sentados a la mesa comiendo carne, estando en plena Cuaresma. San Hugo llegó al monasterio y pudo comprobar, por sí mismo, la infracción cometida. Los monjes se despertaron del sueño en que habían caído y san Hugo le preguntó a san Bruno si era consciente de la fecha en la que estaban y la liturgia correspondiente. San Bruno, ignorante de los cuarenta y cinco días transcurridos le habló de la discusión mantenida acerca del asunto durante su visita. San Hugo, incrédulo, miró los platos y vio cómo la carne se convertía en ceniza. Los monjes, inmersos en la discusión que mantenían cuarenta y cinco días antes, decidieron que, en la regla que prohibía el comer carne, no cabían excepciones.
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