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Contrato



Un contrato es un acuerdo legal, oral o escrito, manifestado en común entre dos o más personas con capacidad jurídica (partes del contrato), que se vinculan en virtud del mismo, regulando sus relaciones a una determinada finalidad o cosa, y a cuyo cumplimiento pueden compelerse de manera recíproca, si el contrato es bilateral, o compelerse una parte a la otra, si el contrato es unilateral.[1]​ Es el contrato, en suma, un acuerdo de voluntades que puede generar derechos, obligaciones y otro tipo de situaciones jurídicas relativas; es decir, que solo vinculan a las partes contratantes y, eventualmente, a sus causahabientes. Pero, además del acuerdo de voluntades, algunos contratos exigen, para su perfección, otros hechos o actos de alcance jurídico, tales como efectuar una determinada entrega (contratos reales), o exigen ser formalizados en documento especial (contratos formales), de modo que, en esos casos especiales, no basta con la sola voluntad. De todos modos, el contrato, en general, tiene una connotación patrimonial, incluso parcialmente en aquellos celebrados en el marco del derecho de familia, y es parte de la categoría más amplia de los negocios jurídicos. Es función elemental del contrato originar efectos jurídicos (es decir, obligaciones exigibles), de modo que a aquella relación de sujetos que no derive en efectos jurídicos no se le puede atribuir cualidad contractual.

En cada país, o en cada estado, puede existir un sistema de requisitos contractuales, diferente en lo superficial, pero el concepto y requisitos básicos del contrato son, en esencia, iguales. La divergencia de requisitos tiene que ver con la variedad de realidades socio-culturales y jurídicas de cada uno de los países (así, por ejemplo, existen ordenamientos en que el contrato no se limita al campo de los derechos patrimoniales, únicamente, sino que abarca también derechos personales y de familia como, por ejemplo, los países en los que el matrimonio es considerado un contrato).

En tanto el contrato es una categoría del acto jurídico, su validez y eficacia no solo están supeditadas a las reglas que regulan tales aspectos del contrato, sino también aquellas reglas relativas a los negocios jurídicos. Por tanto, toda causal de nulidad o anulabilidad de un acto jurídico, lo es también de un contrato.

Conceptualmente es un tipo particular de convención, desde la construcción doctrinal de derecho romano republicano; la doctrina clásica romana depuró su definición y se ha integrado en la práctica totalidad de las arquitecturas jurídicas occidentales (por no decir mundiales); evidentemente, existen algunos matices que no son ahora de interés referir, aunque sí el relativo a que, en propiedad, la construcción jurídica de contrato debe de entenderse como una forma particular de convención. Así, en el Digesto de Justiniano, se pone en autoría de Ulpiano la siguiente definición de convención: “Conventio (est) duorum, vel plurium in ídem placitum consensus de dando aliquo, faciendo, vel praestando” [la convención es el consentimiento de dos o más personas que se avienen sobre alguna cosa, que deben de dar o hacer], que debe de complentándose con la definición doctrinal romana de contrato, así: "contractus (est) conventio quae habet vel nomen, vel causam” [el contrato es la convención que tienen bien nombre, o bien causa]. El literal latino resulta explícito. Por efecto de la codificación acaecida durante el siglo XIX en Europa, se incorporó la definición sintética de contrato como convención a los cuerpos del distinto derecho civil nacional, sin que por ello se deba de considerar como novedad alguna, por cuanto que el Código justinianeo no dejó de ser derecho aplicable, directamente o por incorporación a otros repertorios nacionales, desde antes de los diferentes códigos de leyes modernos. Por lo tanto, no debe de entenderse, bajo ningún concepto, una creación propia del derecho francés o napoleónico; ni siquiera en el literal de la expresión, como queda demostrado por la fuente original del Digesto.

La mayoría de los Códigos civiles de los países cuyos ordenamientos jurídicos provienen históricamente del sistema romano-canónico y germánico, contienen definiciones aproximadas del contrato. La mayoría de ellos, siguen las directrices estructurales del Código civil francés, heredero del Código Napoleónico, cuyo artículo 1101 establece (repitiendo el literal del Digesto referido anteriormente) que el contrato es la convención por la cual una o más personas se obligan, con otra u otras, a dar, hacer, o no hacer alguna cosa.

El BGB, Código civil alemán prescribe por su parte que "para la formación de un negocio obligacional por actos jurídicos, como para toda modificación del contenido de un negocio obligacional, se exige un contrato celebrado entre las partes, salvo que la ley disponga de otro modo". Por su lado el Código civil suizo señala que "hay contrato si las partes manifiestan de una manera concordante su voluntad recíproca; esta manifestación puede ser expresa o tácita".

El Código Civil de la antigua Unión Soviética solo expresaba que "los actos jurídicos, esto es, los actos que tienden a establecer, modificar o extinguir relaciones de Derecho Civil, pueden ser unilaterales o bilaterales (contratos)".

El Código Civil español, en su art. 1254, como todos los de la Europa continental, sigue también el rastro marcado por el Corpus Iuris Civilis de Justiniano, como no podría ser de otro modo a tenor de las propias fuentes de derecho castellano o aragonés, ateniéndose a su propia tradición; si bien, los trabajos de codificación a lo largo del siglo XIX en España se ajustaron, entre otras recopilaciones propias, a la sistemática del Código Napoleónico. Por influencia directa del Digesto, se expresa la norma así: "el contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse, respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún servicio."[2]​ El Código Civil argentino, en su art. 1137, establece que "hay contrato cuando varias personas se ponen de acuerdo sobre una declaración de voluntad común, destinada a reglar sus derechos."[3]

Conforme al Código Civil del Uruguay (art. 1247), "Contrato es una convención por la cual una parte se obliga para con la otra o ambas partes se obligan recíprocamente a una prestación cualquiera, esto es, a dar, hacer o no hacer alguna cosa".

Influenciado por la evolución del derecho civil en Sur América, en la República del Ecuador en un similar sentido prescribe como contrato en el art. 1454 "Contrato o convención es un acto por el cual una parte se obliga con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa. Cada puede ser una o muchas personas"

El Código Civil de Bolivia (art. 450) indica, “Hay contrato cuando dos o más personas se ponen de acuerdo para constituir, modificar o extinguir entre sí una relación jurídica.”

En El Salvador su Código Civil ( art. 1309) lo define como “Contrato es una convención en virtud de la cual una o más personas se obligan para con otra u otras, o recíprocamente, a dar, hacer o no hacer alguna cosa.”

De entre los antecedentes remotos, sobre los que hay mayor grado de coincidencia en la doctrina, pueden citarse los siguientes:

En el Derecho romano el contrato aparece como una forma de acuerdo (conventio). La convención es el consentimiento de dos a más personas que se avienen sobre una cosa que deben dar o prestar. La consensualidad era el prototipo dominante.

La convención se divide en pacto (pactum) y contrato (contractus), siendo el pacto aquel que no tiene nombre ni causa y el contrato aquel que lo tiene. En este contexto se entiende por nombre la palabra que produce la acción (el pacto se refiere únicamente a relaciones que solo engendran una excepción). La causa es alguna cosa presente de la cual se deriva la obligación. El pacto fue paulatinamente asimilándose al contrato al considerar las acciones el instrumento para exigir su cumplimiento.

El contrato se aplica a todo acuerdo de voluntades dirigido a crear obligaciones civilmente exigibles y estaba siempre protegido por una acción que le atribuía plena eficacia jurídica.

Los contratos se dividen en verdaderos y en cuasicontratos. Eran verdaderos los que se basaban en en consentimiento expreso de las partes y eran cuasicontratos los basados en el consentimiento presunto.

A su vez los contratos verdaderos de dividían en nominados e innominados. Eran nominados los que tenían nombre específico y particular confirmado por el derecho (ej. compraventa) e innominados los que aun teniendo causa no tenían nombre. Los contratos inominados eran cuatro: "Doy para que des", "Doy para que hagas", "Hago para que des" y "Hago para que hagas". Lo característico de los contratos inominados es que en ellos no intervenía el dinero contado.

En el Derecho romano existían contratos unilaterales y bilaterales. Los contratos unilaterales obligaban solo a una de las partes (por ejemplo, el mutuo) y los bilaterales obligaban a ambas partes (como en el caso de la compraventa).

La acción (Actio) era el otro elemento esencial de los contratos en Derecho romano. Las acciones relativas a los contratos son actiones in personam en las cuales el demandante basa su pretensión en una obligación contractual o penal, las cuales podían ser Directas y Contrarias. Ejemplos de ellas son:

Algunos tipos de contratos en el derecho romano eran:

El Código de las Siete Partidas del Rey Alfonso X (1252-1284), de Castilla, ha ejercido, durante varios siglos, una enorme influencia jurídica en el derecho contractual de España y también de la mayoría de los países hispanohablantes de América. La Partida Quinta compuesta de 15 títulos y 374 leyes, se refiere a los actos y contratos que puede el ser humano realizar o celebrar en el curso de su vida (derecho privado). Trata del contrato de mutuo, prohibiendo el cobro de intereses o "usura"; de comodato; de depósito; de donación; de compraventa, con la distinción entre título y modo de adquirir (proveniente del derecho romano); de permuta; de locación o arrendamiento; de compañía o sociedad; de estipulación o promesa; y de la fianza y los peños (hipotecas y prendas). Se refiere, también, al pago y a la cesión de bienes. Asimismo, incluye importantes normas de derecho mercantil, referidas a los comerciantes y contratos mercantiles.

Interpretar un texto consiste en atribuir significado preciso a sus palabras. La interpretación de cualquier texto es fundamental, y especialmente lo es en materia de contratos, porque de ella depende la posterior calificación jurídica y determinación de los efectos que el ordenamiento asigna a la manifestación de la voluntad comprendida en sus términos. Tratándose de los contratos su interpretación tendrá en esencia que definir la causa, el objeto y las manifestaciones de voluntad con integración de aquello que, no siendo esencial, falte a su perfección (principio de integración del contrato). El problema de la incoherencia del contrato, en caso de discordia entre las partes, se traslada al juez, que aplicará las reglas interpretativas conforme al principio de legalidad.[4]

Existen varios métodos de interpretación que pueden variar según el Código Civil que rija.

Pero se observan básicamente dos corrientes, dos métodos de interpretación: el que propone analizar el texto (literalmente) y el que propone encontrar la intención común de las partes, o sea, qué fue lo que los autores quisieron decir. Varios autores entienden que llegar a conocer la voluntad común de las partes es muy complejo y aumenta la discrecionalidad del juez.

Según esta teoría, el juez debe buscar la solución basado en las intenciones que hayan tenido las partes al momento de contratar. La labor del juez consistiría, entonces, en investigar estas intenciones. Es la opción que siguen, entre otros, el Código Civil chileno (art. 1560) y el español (arts. 1281 y 1286).

El juez debe evaluar los datos objetivos que emanan del acuerdo para precisar cual fue la intención común de las partes. Es la opción que siguen, por ejemplo, el Código Civil francés y el del Distrito Federal de México.[5]

Las cláusulas susceptibles de dos sentidos, en uno resultase la validez, y en el otro la nulidad del acto, deben entenderse en el primero. Las cláusulas equívocas o ambiguas deben interpretarse por medio de los términos claros y precisos empleados en otra parte del mismo escrito. Los hechos de los contrayentes, posteriores al contrato, que tengan relación con lo que se discute, servirán para explicar la intención de las partes al tiempo de celebrar el contrato. Las cláusulas ambiguas se interpretan por lo que es de uso y costumbre en el lugar del contrato.

Las cláusulas ambiguas deben interpretarse a favor del deudor (favor debitoris). Pero las cláusulas ambiguas, u oscuras, que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad provenga de su falta de explicación. Lo anterior, recoge una antigua regla romana (interpretatio contra stipulator), su fundamento se encuentra en el principio de la responsabilidad, que impone la carga de hablar claro. Así la oscuridad del pacto debe perjudicar al declarante. La generalidad de las leyes de defensa del consumidor establecen que ante la duda debe interpretarse a favor del consumidor.

La teoría de la imprevisión también se aplica a los contratos, en caso que, por cambios radicales en las condiciones económicas generales, la satisfacción del contrato se le haga en exceso gravosa, y deban ajustarse las condiciones del contrato para que se asemejen a lo que las partes tuvieron en mente originalmente.

Se trata aquí de analizar aquellos actos, causas, hechos, requisitos y formas que, instantánea o sucesivamente, han de confluir para la perfección y cumplimiento del contrato.

El contrato necesita de la manifestación inequívoca de la voluntad de las partes que conformarán el acto jurídico. Así, cuando las partes contratantes expresan su voluntad en el momento que se forma el contrato, se denomina entre presentes. Cuando la manifestación de la voluntad se da en momentos diferentes, se denomina entre ausentes. La distinción es importante para poder determinar con exactitud el momento en que el contrato entra en la vida jurídica de los contratantes. El contrato entre presentes entrará en vigencia en el momento de la manifestación simultánea de la voluntad, mientras que el contrato entre ausentes solamente hasta que el último contratante haya dado su manifestación.

La vigencia obligatoria de la oferta varía en los distintos ordenamientos jurídicos. Para algunos, el oferente puede variar la oferta mientras ésta no haya sido aceptada; en cambio en otros la oferta debe mantenerse intacta por todo el período que, usual o legalmente, se reconozca al contratante para aceptarla.

Existen diversas teorías respecto al momento en que un contrato despliega sus efectos jurídicos cuando se trata de partes distanciadas físicamente entre sí. Confluyen diversas teorías:

El precontrato tiene como fin la preparación de un contrato futuro. Pueden identificarse tres diferentes tipos de precontrato:

El contrato tiene todos los elementos y requisitos propios de un acto jurídico que son los elementos personales, elementos reales y elementos formales.

Básicamente son tres, aquellos requisitos que, en casi todos los sistemas jurídicos, exigen las leyes, para alcanzar la eficacia del contrato: consentimiento, objeto y causa.

Es el elemento volitivo, el querer interno, la voluntad que, manifestada bajo el consentimiento, produce efectos en derecho. La perfección del contrato exige que el consentimiento sea prestado libremente por todas las partes intervinientes, por razón o efecto del principio de relatividad de los contratos. La voluntad se exterioriza por la concurrencia sucesiva de la oferta y de la aceptación, en relación a la cosa y la causa que han de constituir el contrato. Será nulo el consentimiento viciado, por haber sido prestado por error, con violencia o intimidación, o dolo, o por sujeto ajeno al objeto del contrato.

La ausencia de vicios en el consentimiento es imprescindible para la validez y eficacia del contrato, a cuyo fin se requiere que la voluntad no esté presionada por factores externos que modifiquen la verdadera intención. Los más destacados vicios del consentimiento se encuentran: (a) el error, (b) la violencia y (c) el dolo.

El error no debe ser de mala fe, porque de lo contrario, se convierte en dolo.

Pueden ser objeto de contratos todas las cosas que no estén fuera del comercio de los hombres, aún las cosas futuras. Pueden ser igualmente objeto de contrato todos los servicios que no sean contrarios a las leyes, a la moral, a las buenas costumbres o al orden público.

Normalmente, la normativa civil de los ordenamientos jurídicos exige que haya una causa justa para el nacimiento de los actos jurídicos. La causa es el motivo determinante que llevó a las partes a celebrar el contrato. Un contrato no tiene causa cuando las manifestaciones de voluntad no se corresponden con la función social que debe cumplir, tampoco cuando se simula o se finge una causa. El contrato debe tener causa y ésta ha de ser existente, verdadera y lícita.

El problema de la causa gira en torno a la 'causa fin'. Ha habido discrepancias y debates que aún permanecen activos acerca de si debía considerarse a la causa fin como un elemento esencial de los actos jurídicos. Al parecer por la redacción del Art. 944 del CC debería ser. Para quienes consideran que la causa fin no debe ser parte de los elementos esenciales del acto jurídico expresan que ésta se confunde con su objeto o con su consentimiento. Afirma esta postura que los elementos esenciales del negocio son: sujeto, objeto y forma. Pero para quienes consideran que la causa fin es parte del negocio jurídico distinguen:

Jean Domat fue el primero que desarrolló la teoría causalista de las obligaciones, este sostenía que la causa de las obligaciones residía en la contraprestación que ejercía una persona con relación a otra. Su doctrina fue seguida y difundida por su discípulo Robert-Joseph Pothier, y que luego fue recogido por el Código Civil Francés de 1804. Estos causalistas distinguieron los contratos sinalagmáticos de los contratos reales, unilaterales y los de títulos gratuitos. Domat y Pothier exigían como elemento para la validez de un contrato «una causa licita en la obligación».

Cuando estaba en su apogeo la doctrina francesa del causalismo, en 1826 aparece un ensayo del belga A.-N.-J. Ernst, titulado «Es la causa un elemento esencial de la obligación contractual».[6]​ Su idea se concreta en la siguiente hipótesis: «Si la causa en los contratos a título oneroso es lo que cada una de las partes debe respectivamente a la otra, se confunde con el objeto de la convención, y por lo tanto, de nada le sirve hacer de una sola y misma cosa dos elementos distintos y exigir cuatro condiciones: voluntad, capacidad, objeto y causa, cuando en realidad solo existen tres. Si en los contratos a título gratuito la causa reside en la libertad del benefactor, tampoco es cierto que ésta sea por sí misma una condición exterior de la existencia de tales contratos. No puede separarse un sentimiento que anima a la donante de la voluntad que expresa, para hacer de ella un elemento del contrato.

Planiol afirma que: «La causa es falsa e inútil». Es falsa porque si se dice que en los contratos bilaterales la causa de la obligación de una de las partes es la prestación de la otra, olvida que la prestación y la obligación nacen al mismo tiempo y no es posible que una cosa sea causa de la otra. A estas teorías se han volcado la mayoría de los causalistas franceses y europeos.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX han aparecido neocausalistas. Efectivamente, Henri Capitant, Jacques Maury y Louis Josserand han revivido las teorías de Domat y Pothier. Los neocausalistas eran objetivistas, sostenían que el elemento causa es esencialmente un factor psicológico, conciben la causa como el fin concreto, el propósito, el interés que induce a las partes a contratar, el fin inmediato y determinante que han tenido en mira. No existe una voluntad sin un interés. Los códigos modernos han suprimido la causa en sus legislaciones, otros en cambio lo han incorporado, pero existen un marcado interés en suprimirla de los códigos actuales.

En líneas generales podemos afirmar el Código Civil argentino alude a la causa, en su art. 417, cuando dispone que: Las obligaciones derivan de alguna de las fuentes establecidas por la ley. Como se podrá apreciar, en este artículo se halla incorporado una noción causalista de las obligaciones. Ahora bien, cuando hablamos de la causa en el nuevo código se puede decir que prácticamente no ha variado nada en relación a su antecesor, nos referimos al código de Vélez Sarfield.

Los sujetos del contrato pueden ser personas naturales (físicas) o jurídicas, con la capacidad de obrar en derecho, necesaria para obligarse. En este sentido pues, la capacidad en derecho se subdivide en capacidad de goce (la aptitud jurídica para ser titular de derechos subjetivos, comúnmente denominada también como capacidad jurídica) y capacidad de ejercicio o de obrar activa o pasiva (aptitud jurídica para ejercer derechos y contraer obligaciones sin asistencia ni representación de terceros, denominada también como capacidad de actuar).

Integran las denominadas prestación y contraprestación, o sea, la cosa o el servicio objeto del contrato, por un lado, y la entrega a cambio de ello de una suma de dinero, u otro acuerdo, por otro.

La forma es el conjunto de signos mediante los cuales se manifiesta el consentimiento de las partes en la celebración de un contrato. En algunos contratos es posible que se exija una forma específica de celebración. Por ejemplo, puede ser necesaria la forma escrita, la firma ante notario o ante notario y ante testigos, etcétera. En el caso de la forma escrita, el documento puede incluir las siguientes secciones: antecedentes o considerandos, declaraciones y cláusulas.

Son aquellos que las partes establecen por cláusulas especiales, que no sean contrarias a la ley, la moral, las buenas costumbres, o el orden público. Por ejemplo: el plazo, la condición, el modo, la solidaridad, la indivisibilidad, la representación, etc. En consonancia con la autonomía de la voluntad, los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por convenientes, siempre que no sean contrarios a la ley, la moral, los buenos usos y costumbres, o el orden público.

La forma puede ser determinante, a veces, de la validez y eficacia de los contratos. Los contratos pueden ser verbales o escritos; verbales, si su contenido se conserva solo en la memoria de los intervinientes, o escritos, si su contenido se ha transformado en texto gramatical reflejado o grabado en soporte permanente y duradero (papel, cinta magnética visual o sonora, CD, DVD, PD, etc.) que permita su lectura y exacta reproducción posterior.

Los contratos que tienen forma electrónica o digital (aquellos que no son firmados en papel) tiene igual validez que cualquier otro contrato según lo indica La Ley Modelo de la CNUDMI sobre comercio electrónico en sus artículos 5 y 11.[7]

Los contratos escritos pueden además ser solemnes o no, dependiendo de si deben formalizarse en escritura pública notarial, e incluso si la ley exige su inscripción en algún tipo de registro público (Registro de la propiedad, Registro mercantil, Registro de cooperativas, Registro de entidades urbanísticas colaboradoras, etc.). En los denominados contratos reales, la perfección de su forma exige además la entrega de la cosa (por ejemplo el préstamo, aunque se recoja en escritura pública, este no nace si no se entrega el capital prestado en el acto de la suscripción del contrato).

Citamos, a continuación, las clases más comunes, sobre las cuales la doctrina es coincidente, y que son:

Esta clasificación solo aplica en los contratos bilaterales.

Entre las características comunes de los contratos aleatorios destacan:

Es importante señalar que el Diccionario de la lengua española, define al término aleatorio, del latín aleatorius el cual significa, propio del juego de dados, adj. Perteneciente o relativo al juego de azar.

La regla de que lo accesorio sigue la suerte de lo principal, sufre en ciertos casos excepciones, porque no podría existir el contrato accesorio, sin que previamente no se constituyese el principal; sin embargo, el Derecho nos presenta casos que puede haber fianza, prenda o hipoteca, sin que haya todavía una obligación principal, como ocurre cuando se garantizan obligaciones futuras o condicionales.

Características de las ejecuciones son: La ejecución es autónoma de las demás, por lo que cada acto es autónomo. Existe una retroactividad por cada acto jurídico que se realice. Si se presenta un elemento antijurídico, lo que procede es anular alguna prestación ya realizada.

La distinción entre contratos formales y solemnes estriba en lo referente a la sanción. La falta de forma origina la nulidad relativa, o en su defecto la inoponibilidad ante terceros; la falta de solemnidad ocasiona la inexistencia.

Esta clasificación atiende a dos criterios bastante diversos:

(1) De acuerdo a la publicidad o intervención profesional en el contrato:

(2) De acuerdo a la calidad de los sujetos intervinientes:

Es importante mencionar que los contratos innominados no son los que no están previstos por el Código Civil, porque todos los contratos lo están; simplemente son los que no están expresamente definidos en sus artículos aunque, sin perjuicio de que las partes los definan expresamente en el momento de contratar, en el marco de su autonomía de la voluntad.

Son aquellos en los que solo se hace mención a la cantidad y calidad del objeto del contrato, por Ej.: La venta de 100 toneladas métricas de soya. Como se puede observar no se está indicando qué soya se vende, en este caso debe presumirse que la calidad es de término medio.

Es ilimitado el número de modalidades de contratos que puede ofrecer un sistema jurídico que cuente con libertad de contratación, como casi infinitos son los derechos y obligaciones que pueden crear las partes, incluyendo el hacerlo de manera pura y simple, o sometida a alguna modalidad. Sin embargo, la legislación civil de la mayoría de los países ha regulado los más importantes de estos, bien sea en sus respectivos Códigos Civiles, o bien en leyes especiales, creando un sistema de contratos típicos o nominados, cuya regulación esencial consta en la leyes y se halla sustraída a las partes del contrato, con fines de seguridad, protección y equilibrio entre los eventuales sujetos. La «tipicidad de los contratos» se hace efectiva mediante el «principio de integración del contrato», aplicado bien con arreglo a la formulación que las partes hubieren atribuido a su contrato, o bien conforme se deduzca del contenido de las cláusulas del texto, si fueren oscuros los términos en que el contrato se hubiese formulado por las partes.


"El contrato es ley entre las partes" es una expresión común (contractus lex). Sin embargo, esto no significa que los contratos tienen un poder equivalente al de las leyes. Los preceptos fundamentales nacidos de los contratos, que los intervinientes deben observar serán los siguientes: Las partes deben ajustarse a las condiciones estipuladas en el contrato (principio de literalidad). Las condiciones y los efectos del contrato solo tienen efecto entre las partes que aceptaron el contrato, y sus causahabientes (principio de relatividad del contrato). Los pactos contenidos en los contratos deben ejecutarse en los términos que fueron suscritos. Las estipulaciones de los contratos típicos, que fueran contrarias a la ley, se tienen por no puestas. Las disposiciones legales reconocen al contrato como fuente de obligaciones. Las obligaciones contractuales son obligaciones civiles, por lo que el acreedor puede exigir del deudor la satisfacción de la deuda según lo pactado. En caso que el cumplimiento del objeto de la obligación no sea posible, por equivalencia, el acreedor puede demandar la indemnización de daños y perjuicios. Una vez que un contrato ha nacido válidamente, se convierte en irrenunciable, y las obligaciones originadas por el contrato válido no se pueden modificar unilateralmente.

En principio, los contratos solo tienen efectos entre las partes que lo forman. Sin embargo, hay contratos que sí surten efectos sobre terceros. Un tercero es un sujeto que no participó en la formación del vínculo contractual, y que por lo tanto, no hizo manifestación de voluntad sobre el contrato. Incluso, puede ser que el tercero ni siquiera supiera de la existencia del convenio.

(a) Efectos respecto de los causahabientes.- La afirmación de que los contratos vinculan a los herederos dependerá fundamentalmente de la noción de sucesión que se maneje en el sistema jurídico en que se emita opinión. Así, en sistemas jurídicos como el costarricense y el peruano, no opera la confusión de patrimonios, esto es, el patrimonio hereditario responde de las obligaciones del difunto y no el patrimonio de los herederos. En cambio, en sistemas jurídicos como el italiano se produce la confusión de patrimonios, por lo que los herederos responden incluso con su propio patrimonio de las obligaciones de su causante (salvo que acepten con beneficio de inventario, si es que tal opción existe)[8]​.

La nulidad de los contratos del causante posterior a la sucesión afectan a los causahabientes, pues pueden verse en la situación de tener que restituir a terceros. Adicionalmente, los causahabientes a título particular se verán afectados por las restricciones que haya impuesto el causante, por ejemplo, una hipoteca, una servidumbre o un derecho de usufructo a favor de otro.

(b) Efectos respecto de los acreedores quirografarios.- Cualquier contrato del deudor que afecte su patrimonio implica una consecuencia para la garantía del acreedor quirografario. Para protegerlo se ha establecido la acción oblicua y la acción pauliana, sin embargo, cada una de ellas puede ser invocada solamente bajo ciertas condiciones. A saber, la acción oblicua solamente la puede ejercer el acreedor por la inacción del deudor en la protección de su propio patrimonio, y la acción pauliana solamente se puede ejercer sobre un deudor que se encuentre en estado de insolvencia.

(c) Efectos respecto de los penitus extranei.- Los penitus extranei son todas aquellas personas ajenas a una relación contractual. Aun así, los efectos de los contratos son oponibles ante estos terceros, pues no pueden alegar desconocimiento del acto jurídico y sus efectos, como sería en el caso de derecho reales o personales inscritos en un registro público con eficacia jurídica, capitulaciones matrimoniales, y las inscripciones de sociedades civiles o mercantiles.

En principio, no pueden asignarse obligaciones a sujetos que no hayan participado y consentido en la formación del vínculo jurídico. Pero diferente es el caso de la constitución de beneficios a nombre de terceros.

Usados como método para obtener seguridad jurídica, en sentido genérico, la garantía es una de las consecuencias de los contratos, en especial de los traslativos onerosos, en tanto que su existencia atribuye a las partes la facultad indubitada para adquirir, ocupar, exigir o mantener el derecho real o personal transmitido, esgrimible tanto frente a la persona que lo ha transmitido, como frente a terceros, que por ello deben cesar en las persecuciones al mismo objeto del contrato, de modo que, en su virtud, el sujeto pueda persistir en goce pacífico del beneficio, o del patrimonio, obtenido por medio del contrato. La prueba más ostensible del sistema de protección del contrato lo hallamos en el «saneamiento por evicción» y el «saneamiento por vicios ocultos» al que legalmente se hallan sujetos los transmitentes en un contrato, se origina un punto de protección con el que se propicia que en caso que el adquiriente sea despojado del objeto por acción reivindicatoria de un sujeto con mejor título de derecho (reipersecutoriedad), entra en juego la «garantía por evicción» y el enajenante debe devolverle no solamente el valor de la cosa, sino también los gastos legales del contrato y de la acción emprendida de contrario, en su caso. Del mismo modo ocurre con los «vicios ocultos» del bien transmitido. De modo que, una cosa es la «garantía de los contratos» y otra son los «contratos de garantía». Estos últimos en sí contienen las dos virtudes, es decir, son garantía genérica de su contenido para los sujetos que los han suscrito y además contienen como parte de su objeto, el mérito de asegurar el cumplimiento de otro contrato u obligación distinta. Ejemplo de estos últimos son los contratos de aval, comfort letter, stand-by letter, fianza, prenda, hipoteca, anticresis, seguro, etc.

Existen situaciones donde se puede establecer la duda razonable acerca del cumplimento de una de las partes del contrato, principalmente aquellos que se realizan a título oneroso donde se establece la relación de deudor y acreedor.

En la acción práctica del pago del deudor, es una función exclusiva y obligada por el acreedor dar fe de que el pago se ha realizado, pero es lógico tener en cuenta que la parte acreedora no puede ejecutar el contrato a la parte deudora, cuando es la misma parte acreedora la que “ab absurdo” define si el contrato se encuentra al día en su obligación.

No puede ser el mismo acreedor quien determine la posición del deudor y viceversa, situación que define un “testis unus, testis nullus” [testimonio único, testimonio nulo].

Para solventar esta situación es imperativa la mediación de un tercero, quien sea el que recibe los pagos del deudor, para hacerlos efectivos en el acreedor y por lo tanto este tercero es el verdadero testigo que, de forma inequívoca, ya sea al acreedor, ya sea al deudor, puede dar testimonio independiente a las partes del estado del desarrollo del contrato parcial o total, evitando que el mismo acreedor declare de forma unilateral la existencia de la deuda, lo que genera un conflicto de duda irresoluble.

Para que esto no ocurra, se procede en primer lugar a la materialización de las obligaciones mediante la instrumentación del contrato, que expresa claramente las voluntades y el título oneroso, originario de la deuda expresada por el acreedor y consentida por el deudor.

Por otra parte, se establecen los instrumentos de cobro del mismo, dado que el pago es “accesorium sequitur principale” a la deuda, entre los que se encuentran el pagaré y la letra, denominaciones que en su conclusión expresiva determinan el mismo y único concepto que no solamente es la materialización segura, contable del pago “ad probationem”, sino que también establece la existencia del resto adeudado.

En el acto del pago el deudor hace entrega del dinero correspondiente y a cambio de esto el acreedor le hace entrega del pagaré o letra, perfeccionando de esta forma el pago y simultáneamente perfeccionando también el importe restante a pagar, como consecuencia del total de pagarés o letras que restan, es decir la deuda debidamente consolidada.

El perfeccionamiento de este acto es lo que permite corregir la falencia de la imposibilidad por parte del acreedor de solicitar el pago de una deuda, en los casos donde el mismo acreedor es quien pretende demostrar su existencia, sosteniendo esta jurídicamente en un comprobante o liquidación por el mismo realizada, es decir que es el que solicita el pago y a su vez es el mismo que aporta los elementos probatorios que resultan inválidos “in natura”.

En cambio, cuando en cada pago el acreedor entrega al deudor el pagaré o la letra, en este acto se extingue la obligación de una cuota, pago final, pago parcial, etc. desde el momento que existe un contrato que sustenta la obligación y el pagaré o la letra que sustenta la veracidad del pago.

De esta forma resulta que el acreedor pueda hacer efectiva la reclamación de una deuda sin necesidad de presentar liquidación elaborada por su parte, que no posee fuerza jurídica alguna, pero en cambio es “constituto possessorio” de la deuda en cuestión, ya que en lugar de no tener como demostrar prueba de impago, tiene en su poder los instrumentos de cobro que fueron legítimamente validados en su oportunidad, por el deudor de forma taxativa y voluntaria, evitando la prueba que resultaría imposible de demostrar, que de esta forma surge naturalmente de los pagarés o letras que en su momento fueron firmadas por el mismo deudor, que confecciona un documento válido de aceptación, con el fin de perfeccionar la forma de pago según la voluntad de las partes

Es esta la única forma de evitar la intervención de un tercero imparcial a las partes que dada su independencia, pueda prestar documento que acredite pago y acredite deuda.

Como conclusión es este el único sistema válido, cuando es el acreedor quien pretende ejecutar una deuda con una declaración presentada a su juicio y valor, es la emisión de los instrumentos de cobro lo que, de una única forma, consolidan la deuda, simplemente con la suma de los pagarés o letras que obran en su poder, por lo que el deudor queda resumido al pago de dichos instrumentos, donde, al finalizar el pago del último, se hace efectivo el cobro de forma total, quedando cancelada la deuda y ambas partes tienen una demostración perfecta de la resolución del contrato por fin de la obligación expedita.

La responsabilidad contractual es aquella que nace del contrato (a diferencia de la responsabilidad extracontractual) y requiere que la parte (sujeto) que la exige se halle ligada mediante un nexo contratual a la persona que la debe. La noción de incumplimiento es ampliamente debatida en derecho comparado, sin embargo, puede reducirse a tres grandes opciones.[9]​ Se reputa como incumplimiento la no-verificación tout court de la prestación en su materialidad, la no-consecución del resultado comprometido y la especificación de tipos de infracciones contractuales.

La elección de cada una de estas opciones inclinará al sistema jurídico a preferir una interpretación subjetiva u objetiva de responsabilidad.

Son ineficaces los contratos que carezcan de alguno de los elementos esenciales, o aunque estos se dieren, no obstante estuvieran viciados de algún modo. La ineficacia tiene distintas manifestaciones y efectos según la clase de invalidez que se cause al contrato. A este respecto son consecuencia de vicios invalidantes típicos:



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