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El villano en su rincón



El villano en su rincón es una obra de teatro del dramaturgo español Félix Lope de Vega, publicada por primera vez en 1617, si bien se data su composición entre 1611 y 1616.[1]

La acción se sitúa en Francia. Un próspero granjero, de nombre Juan Labrador, vive feliz en sus propiedades, de manera humilde y contento con lo que tiene. Tan satisfecho está de su situación vital, que escribe con antelación su propio epitafio, haciendo constar que fue feliz sin necesidad de conocer al rey. Esta circunstancia viene en conocimiento del monarca, que movido por la curiosidad, se presenta de incógnito en el hogar de Juan, solicitando su clemencia, mediante la concesión de un préstamo. Conmovido por la predisposición del granjero, el rey revela su identidad e invita a Juan y a su ambiciosos hijos Feliciano y Lisarda[2]​ a instalarse en la corte y aconsejarle en los asuntos de estado.[3]​ A Juan lo nombra mayordomo regio.[4]

El villano en su rincón fue publicada en 1617, en la Séptima parte de las comedias de Lope. José Fernández Montesinos, en 1926, señaló que la obra tuvo que componerse entre los años 1611 y 1616.[5]

Joaquín Casalduero señaló que la obra mostraba el influjo de la Fábula de Polifemo y Galatea de Góngora, que no se difundió hasta finales de 1612 o principios de 1613.

Marcel Bataillon en un influyente artículo de 1949[6]​ sostuvo, al percibir una alusión a las bodas franco-españolas pactadas entre los reyes Felipe IV y Luis XIII, que culminaron en 1615, que la obra había de datarse entre febrero de 1614 (pues el Almirante de la comedia de Lope remitiría al Duque de Sessa, de quien el dramaturgo era secretario, que había conseguido un almirantazgo en esa fecha) y el 25 de octubre de 1615, fecha en que se frustró la posibilidad de que el Duque de Sessa presidiera el cortejo que acompañaría a la corte española hasta la frontera, donde se intercambiarían los respectivos desposados Isabel de Borbón, que casaría con Felipe IV, y Ana de Austria, que contraería matrimonio con Luis XIII.

Finalmente, Joaquín de Entrambasaguas, en 1961, postuló que lo más probable es que la comedia se escribiera a comienzos de 1616, una vez asentados los recuerdos de aquel viaje en que Lope sirvió su señor, que acompañó al cortejo real.[7]

Además de las alusiones a los matrimonios regios entre Francia y España, de los que Lope de Vega se hace eco en la obra, posiblemente para solicitar sutilmente que fuera el Duque de Sessa el responsable del cortejo de la corte española, hay muchas otras influencias que suponen el germen de la creación de esta comedia.

En el acto primero (vv. 679 y ss.)[8]​ el Rey encuentra un epitafio en la iglesia de la aldea de Juan Labrador, que ha ido a visitar aprovechando unas jornadas de caza en las que participa, donde lee: «Yace aquí Juan Labrador,/ que nunca sirvió a señor,/ ni vio la Corte, ni al Rey,/ ni temió ni dio temor;/ no tuvo necesidad,/ ni estuvo herido ni preso,/ ni en muchos años de edad/ vio en su casa mal suceso,/ envidia ni enfermedad». Se trata del epitafio que, en vida, ha hecho inscribir el villano que protagoniza el drama. Esta décima, a la que le falta un verso, tiene su antecedente en una obra de Fray Prudencio de Sandoval de 1606, la Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V.[9]​ Las similitudes son obvias: «Aquí yaz Juan Labrador/ que por jamás al Rey vido,/ a nadie envidió, ni ha sido/ testigo, reo ni actor;/ mozo y con su igual casó,/ hijos y nietos gozó,/ sin deuda, un sustento asaz;/ con su mujer vivió en paz/ y cual cristiano murió». Se encuentra en ella el nombre del protagonista de la obra teatral y el desencadenante de su asunto.[10]

Otra fuente puede apreciarse en la paremiología. Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua (hacia 1535), recoge un refrán que resume la actitud del orgulloso villano: «Ese es rey, el que no ve rey», cuyo sentido es que la felicidad consiste en vivir alejado del poder político.[11]

Por otro lado hay un cuento popular francés sobre un carbonero y el rey de Francia, que fue recogido en una versión por Antonio de Torquemada en su obra Coloquios satíricos (Mondoñedo, 1553). En él el rey se pierde cazando por la noche y se refugia en la casa de un carbonero que le ofrece hospitalidad, pero pide al rey (al que no reconoce como tal) que ocupe la cabeza de la mesa, honor que rechaza por cortesía; sin embargo, el carbonero insiste diciendo «cuando estuviéredes en vuestra casa, mandad y obedeceros han, y agora que estáis en la mía, habéis de obedecer lo que os mandan y hacerlo sin tanta porfía», ante lo que el rey se ve obligado a sentarse en el lugar de honor del convite. Los papeles se invertirán cuando sea el rey el que invite a su palacio al carbonero y le obligue a ocupar la cabecera del banquete regio y a ser servido el primero. Al final le recompensa con la exención de impuestos a su gremio. De esta facecia francesa pudo tomar Lope la localización (la acción se sitúa en Francia, aunque no deja Lope por ello de representar tipos y costumbres reconociblemente españoles) y el motivo de la doble hospitalidad.[12]

El drama acaba con un banquete que recuerda el final de los autos sacramentales, donde se celebraba la Santa Cena y se glorificaba el misterio de la Eucaristía. En este desenlace, que supone un auto sacramental profano, aparece el misterio de unos enmascarados que sirven unos extraños platos que funcionan como emblemas, o imágenes alegóricas que están cargadas de significado político: un cetro, un espejo (que simboliza que se ha de mirar al rey, y no evitarlo, pues es el rey reflejo del orden divino) y una espada, que es trasunto del poder e instrumento de la justicia. Por tanto, hay una influencia de la literatura de empresas y emblemas de la época, que se difundieron enormemente a partir de los que publicó Andrea Alciato en 1531.[13]

Además de estas fuentes, El villano en su rincón incorpora varias canciones de carácter lírico tradicional: los romances «A caza va el caballero» (vv. 1252-1271) y «¿Dónde vais serrana bella» (vv. 1280-1301), los zéjeles «Por el montecico sola» (vv. 1272-1279) y «¡Ay, fortuna» (vv. 2027-2040), este último sobre la recolección mediante vareado, y la canción «Deja las avellanicas, moro» (vv. 2069-2106), relacionada temáticamente con el último zéjel. Estas composiciones poéticas se acompañaban de música y danza, lo que daría a la representación un carácter de comedia musical, como lo tenían generalmente las obras del teatro barroco español. Algunas de estas canciones están tomadas del folclore, como sucede con el romance «A caza va el caballero»; otras son recreaciones a partir de canciones populares, en las que Lope introduce variaciones; otras son creación original del dramaturgo inserta en el estilo de la lírica tradicional. Su función en esta obra es dar el ambiente costumbrista requerido.[14]

Lo que primero aparece al abordar la comedia de El villano en su rincón es la alusión al tópico de la alabanza de aldea, como reza el título de la obra de Fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de 1539, y que fue formulado, con consecuencias decisivas para la literatura occidental, en el Beatus ille por Horacio. Podría ilustrarse este lugar común con una canción que los músicos interpretan (Lope la toma de la que publicó en su novela pastoril a lo divino Los pastores de Belén, de 1612),[15]​ y que recrea muy de cerca la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León, que fue quien revitalizó el elogio de la vida sencilla en la segunda mitad del siglo XVI:[16]

Sin embargo, a diferencia del ideal renacentista, el periodo barroco también tiene en cuenta la parcela política del hombre, pues el alejamiento y desinterés por el rey, quien en el siglo XVII simboliza la política, en la cumbre de su jerarquía, y refleja el orden divino, contraviene la necesidad de conciliar las dos facetas humanas, los ámbitos aldea-corte / naturaleza-sociedad / campo-ciudad. Uno de los aciertos de Lope es haber sabido convertir en sustancia dramática la oposición entre aldea (representada por Juan Labrador) y corte (por el rey), encarnada en dos férreas personalidades. La postura del labrador de desdeñar la faceta cortesana se resolverá a favor del rey con un premio que es a la vez un castigo: al nombrarlo su mayordomo le obligará a ver al rey durante el resto de su vida.[17]

La lección (ya Baltasar Gracián destacaba en su Agudeza y arte de ingenio esta obra de Lope, asimilándola al género didáctico, por constituir una «fábula moral»)[18]​ ha sido cuestionada por algunos críticos, como Bruce W. Wardropper (1971),[19]​ por suponer un castigo excesivo al villano. Sin embargo Sánchez Romeralo (1991),[20]​ señala lo presuntuoso que resulta que Juan Labrador grabe un epitafio en el que da por hecha toda su vida, aseverando que «...nunca sirvió a señor/ ni vio la corte ni al Rey,/ ni temió ni dio temor;/ ni tuvo necesidad, /ni estuvo herido ni preso,/ ni en muchos años de edad/ vio en su casa mal suceso,/ envidia ni enfermedad.» (vv. 736-743), cuando nadie puede adivinar antes de morir qué le va a suceder, según conocido adagio, que ya se encuentra en el Edipo rey de Sófocles, «No llamemos a nadie bienaventurado que sea de estirpe mortal, hasta que haya cruzado la raya de la vida, libre de dolor», que figura en la General estoria de Alfonso X el Sabio («Ninguno non deve seer dicho bien aventurado ante de su muert»), que está presente en la paremiología castellana, en refrán recogido en el Vocabulario de refranes y frases proverbiales de Gonzalo Correas («No me digas bien hadada hasta que me veas soterrada») y que incluso está expresado por boca del propio Juan Labrador en los versos 2452-2454 «Ya declina conmigo la fortuna,/ porque ninguno puede ser llamado / hasta que muere bienaventurado».[21]​ De hecho, algunas de estas afirmaciones se desmentirán en el desarrollo de la obra, pues Juan Labrador, al ser sometido a las pruebas del rey (sobre todo al pedirle a sus hijos para ser llevados a la corte) sí sentirá temor, y ve el comienzo de lo que podría ser un mal suceso. La arrogancia de dar por feliz toda su vida cuando aún falta mucho para que se acabe es el «pecado» por el que es «castigado» Juan Labrador: el de soberbia, más allá de su comportamiento, en la parte que corresponde al orden político, asocial.[17]

La moraleja final es que hay que concertar todos los elementos de la sociedad. Así como el amor iguala a Otón y a Lisarda, pese a la desigualdad de sus orígenes sociales (cuyo movimiento inicial lo lleva a cabo Lisarda al acudir a la corte al comienzo de la obra), el rey y sus vasallos deben vivir en armonía, y la negativa de Juan Labrador a ver al rey la rompe, por lo que el propio monarca se ve obligado a descender al ámbito villano para restablecerla yendo él en persona a visitarlo, aunque en su primer encuentro este no sepa que está viendo al rey; lo cual desmiente otra de las premisas que el labrador grabó en su epitafio antes de morir: «ni vio la corte ni al Rey» (v. 737). Este tema, la reunión de los contrarios mediante el amor, se ejemplifica, según Wardropper, en una adivinanza o enigma que plantea Lisarda y resuelve Costanza:

Las dos acciones paralelas de la obra: los amores de Otón y Lisarda (en el plano de la comedia) y el encuentro-desencuentro entre Juan Labrador y el rey (en el de la alegoría, que acaba reforzada por la simbología de un auto sacramental a lo profano: cordero con un cuchillo colgante, que envía Juan Labrador en prenda de sumisión, con lo que se adelanta el desenlace de la obra —si bien Juan Labrador nunca negó que siempre estaría a las órdenes del rey, y hacía una excepción al no verle, que causara disgusto al rey—; y cetro, espada y espejo, emblemas del poder, justicia y función de ejemplo en el que mirarse regios) cumplen con la unidad de acciones mediante este tema común a las dos tramas. Y la metáfora de la música, que en un lugar central de la obra, es el núcleo donde se anudan acciones y temas. El mundo barroco necesita atender a todos los aspectos humanos y a todos los estratos de sociales en un concierto armónico. Aunque este amor solo se logra (canta) «con/trabajos» (v. 1166), como sucede en todo conflicto dramático.[22][17]

Dos son las principales refundiciones que se han elaborado a partir del drama lopesco. La primera es un auto sacramental, de título homónimo, que José de Valdivieso (especializado en este tipo de teatro religioso) compuso y fue publicado en Doce autos sacramentales y dos comedias divinas (Toledo, Juan Ruiz, 1622), en que aprovechaba las posibilidades que le daba el desenlace de la comedia de Lope con una simbología emblemática típica de los autos sacramentales y un banquete final que facilitaba la Santa Cena eucarística habitual en los autos, cuyo asunto era siempre la exaltación del Corpus Christi. Para ello desarrolló figuras alegóricas a partir de los criados o peones labradores de Lope, como la Razón, que es esclava del Gusto y el Apetito, y que se ve abocada a trabajar para ellos, hasta que es liberada y los papeles se cambian, y los dos apetitos pasan a ser dominados por la Razón. Juan Labrador sigue siendo el mismo carácter, pero además representa al Hombre, que no quiere ver al rey, que simboliza a Dios. Al final de la obra, el rey-Dios consigue que este Hombre vuelva al redil de la Religión. Un sucinto análisis del auto se encuentra en capítulo VI, titulado «El villano y el rey del cielo» del artículo de 1949 de Marcel Bataillon «El villano en su rincón».[23]

La segunda la llevó a cabo en 1670 Juan de Matos Fragoso[24]​ y se titula El sabio en su retiro y villano en su rincón. Para algunos críticos, como Duncan Moir[25]​ es la mejor obra de su autor y no muy inferior a la de Lope. Para otros, como Marcel Bataillon (1949), su pretensión de corregir los errores escénicos de la obra de Lope (para evitar los desajustes espaciales sitúa su obra en la Sevilla del rey Alfonso X de Castilla) le pierde, y el rey Sabio se convierte en un galán de opereta.[26]



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