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Militarismo en España



El militarismo en España es un tema clásico de la historiografía de la Edad Contemporánea en España. El militarismo español se expresó a través del pretorianismo o predominio de los militares en la vida política. Frente la debilidad y sucesivos fracasos (denominados desastres) de la presencia colonial exterior, la aplicación principal del ejército fueron las sangrientas guerras civiles y la represión política y social interna. Además de su papel como poder fáctico (o Estado dentro del Estado),[1]​ el prestigio del llamado estamento militar le mantuvo como una parte de las clases dominantes, que incluso llegó a generar comportamientos que superaron el tradicional corporativismo para ser descritos como endogámicos o de casta.[2]

Según el profesor Francisco Alía Miranda, de la Universidad de Castilla-La Mancha, la intervención del Ejército español en la vida política ha sido una constante en la Edad Contemporánea hasta los años 1980 del siglo XX. Esta ha revestido dos formas: unas veces ha actuado «como grupo de presión para influir en las decisiones del poder civil» convirtiéndose «en una espada de Damocles que lo atenazaba y amenazaba»; y en otras ha suplantado directamente al poder civil, «tras cambiar gobiernos y regímenes políticos a su antojo».[3]

Aunque la existencia de militares en España es tan antigua como la propia historia de España, y la de un ejército moderno (permanente y profesional, basado en las armas de fuego) que superara las huestes feudales se remonta a la Guerra de Granada y a los tercios viejos (finales del siglo XV); el concepto de militarismo se restringe a los periodos posteriores al proceso por el que el estamento militar español comienza a formarse como tal, cosa que no sucede hasta el siglo XVIII.

El momento decisivo fue el ascenso al poder del llamado partido aragonés del conde de Aranda, que en 1766 había sustituido (basando precisamente su fuerza en el control del ejército) al equipo ministerial representado por el marqués de Esquilache, caído en desgracia como consecuencia del motín homónimo.[4]​ Para esa época se ha señalado la presencia en la corte de grupos de presión definidos como togas -letrados-, mitras -obispos- y corbatas -militares-.[5]

Las Reales Ordenanzas de Carlos III (1768) dieron consistencia al nuevo concepto de ejército español, basado en el reclutamiento de quintas y en una oficialidad cada vez más profesionalizada, especialmente en algunos cuerpos cuya formación técnica era muy sofisticada (marina -Academia de Guardias Marinas de Cádiz, desde 1717-, artillería -Academia de Artillería de Segovia, desde 1764-). No obstante, todavía seguía estando sujeto a criterios estamentales inevitablemente ligados a la sociedad propia del Antiguo Régimen, que entendía la función militar como un privilegio de la nobleza.

Manuel Godoy es un caso evidente de ascenso político de un personaje de origen militar, aunque la causa no era su carrera profesional, sino otros peculiares méritos que le acercaron a la reina y posteriormente al rey Carlos IV. Ennoblecido con toda clase de títulos, entre ellos usó el de Generalísimo.

A lo largo del siglo XIX el protagonismo de los militares fue constante hasta tal punto de que todos los cambios de régimen que hubo durante ese tiempo fueron obra de una intervención militar, excepto en el caso de la Primera República Española (1873-1874). Entre 1814 y 1886 se registraron nada menos que 26 pronunciamientos militares.[6]

De forma mucho más evidente, el predominio de los militares en la vida política y social española fue masivo a partir de la Guerra de Independencia Española (1808-1814) que significó el final de las relaciones sociales tradicionales que imponían a los hijos segundones de la nobleza entrar en el clero.[7]​ Fue un hecho muy significativo que muchos clérigos tomaran las armas (colgando o no los hábitos). Las posteriores alternativas políticas del reinado de Fernando VII (1820-1833) tuvieron mucho que ver con su desconfianza al estamento militar, mayoritariamente liberal y que comenzó a protagonizar los primeros pronunciamientos militares (Porlier, Lacy, Milans del Bosch, Espoz y Mina, Riego -el más importante de todos, el de 1820 en Cabezas de San Juan-, Torrijos) que a partir de entonces caracterizarían la historia española durante más de un siglo, hasta 1936.

Espoz y Mina.

Riego.

Francisco de Eguía, militar de orientación absolutista.


El reinado de Isabel II se caracterizó, desde su mismo inicio junto a la guerra carlista, por el predominio de los llamados espadones, militares a los que las distintas facciones liberales confiaban su llegada al poder, no mediante las elecciones, sino mediante los pronunciamientos. En concreto el grupo cercano al espadón progresista, el general Espartero, eran llamados los ayacuchos, por haber participado en las campañas militares de las guerras de independencia hispanoamericana. El general Narváez actuó como principal espadón del moderantismo, mientras que el general O'Donnell intentó la formación de un partido de Unión Liberal. El despliegue de la Guardia Civil (Duque de Ahumada, 1844) significó el triunfo de la versión burguesa-conservadora de la milicia como garante del orden público frente a la versión burguesa-revolucionaria de la milicia nacional. En el bando carlista, el protagonismo de los militares también fue muy fuerte (Zumalacárregui, Maroto).

Un ejemplo de la identificación del Ejército con la patria se encuentra en el periódico El Archivo Militar, órgano del sector antiesparterista, en el que tras denunciar a los políticos por su tendencia a convertir a España en «un mosaico político», proclama en 1841 que «la patria, o si lo preferís, la parte más pura de la patria somos nosotros [los militares]».[8]

Espartero.

Narváez.

O'Donnell.

Zumalacárregui.

La revolución de 1868 fue protagonizada por un triunvirato militar: el general Prim, el general Serrano y el almirante Topete; y aunque el sexenio revolucionario fue un intento de vida política con predominio civil (desde el asesinato de Prim), la gravitación de los militares sobre ella fue ineludible a partir del momento en que la Primera República Española tuvo que confiar en los hasta entonces postergados militares monárquicos (alfonsinos) para la represión de la revolución cantonal. A partir de este periodo, el predominio ideológico en el ejército, hasta entonces progresista, pasa a ser conservador. También por entonces comenzó a conformarse como una opción ideológica el antimilitarismo, que previamente se manifestaba en el rechazo al sistema de quintas, pero que a partir de la difusión del movimiento obrero en España comenzará a contar con organización y expresiones teóricas conscientes que se difunden por amplias capas de la población.

El golpe de Estado del general Pavía (3 de enero de 1874) abrió un periodo de gobierno personal de Serrano (denominado habitualmente dictadura de Serrano), durante el que los intentos de Cánovas por conseguir la vuelta de la monarquía por procedimientos civiles se vieron frustrados por los propios militares alfonsinos, con el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto (29 de diciembre de 1874).

El príncipe Alfonso, de militar, hacia 1870.

Grabado que representa una versión de la entrada de las tropas de Pavía en el Congreso (3 de enero de 1874).

Martínez Campos.

El periodo de la Restauración, a pesar de caracterizarse por el turnismo pacífico entre partidos dirigidos por civiles, no ocultaba el papel de los militares, especialmente por su especial cercanía a la figura del rey, que se presenta explícitamente como un rey soldado (a partir de que el exiliado príncipe Alfonso -Alfonso XII- recibiera formación militar en la academia de Sandhurst).

La fidelidad dinástica y la ideología conservadora dominante en las filas del ejército condenó al fracaso a los intentos de sublevación de orientación republicana (general Villacampa, 1886).

Antonio Cánovas del Castillo, el creador del régimen político de la Restauración, se propuso alejar de la vida política a los militares pero no sólo no lo consiguió sino que tal vez sin pretenderlo favoreció la conversión del Ejército en un poder autónomo del Estado, además de incrementar el corporativismo en su seno al dejar en manos de los generales la definición de la política militar. Como ha señalado el profesor Francisco Alía Miranda, los planteamientos de Cánovas en política de defensa y en política militar «adolecieron de graves defectos y dieron lugar a que los militares, actuando corporativamente, se independizaran del poder civil y después aplicaran soluciones castrenses a la gobernación del Estado». Además «vinculó estrechamente al rey con los ejércitos, dando carácter institucional, en un sistema parlamentario, a usos propios del Antiguo Régimen». Por otro lado, con su política de incorporar al Ejército a los oficiales carlistas derrotados para buscar la reconciliación y la de excluir del mismo a los oficiales de ideas democráticas, «el Ejército de la Restauración se volvió, ideológicamente, fuertemente conservador».[9]

El desastre de 1898 significó una ruptura trascendental para los militares españoles (la repatriación y desmovilización de las tropas coloniales redujo drásticamente los destinos a ocupar por un numerosísimo cuerpo de oficiales), y en el aspecto político abrió la crisis de la Restauración.

Los militares fueron el sector de la sociedad española más traumatizado por el "desastre del 98" a causa de la humillación que había supuesto la derrota y por los ataques de que fueron objeto en la calle y en la prensa, e incluso por parte de algunos políticos de los "partidos de turno" que responsabilizaban de lo ocurrido a los oficiales que habían dirigido la guerra, especialmente al general Valeriano Weyler. Esto no hizo sino acrecentar el rencor de los militares hacia los políticos del régimen de la Restauración, que se extendió al conjunto de la burguesía a la que representaban —a la que consideraban egoísta y poco patriótica—, también por la negativa a ampliar el presupuesto de guerra cuando los militares estaban convencidos de que para superar el "desastre del 98" se necesitaba un Ejército mejor dotado de armas y de equipamiento. Los militares también tuvieron que hacer frente al creciente antimilitarismo de sectores cada vez más amplios de la sociedad española.[10]

Se hicieron evidentes la relación especial de Alfonso XIII con los militares y las cada vez más frecuentes intervenciones de estos en política interior (escándalo del Cu-cut -un periódico satírico catalanista, considerado ofensivo por el ejército-, a partir del cual se promulgó la ley de Jurisdicciones, que permitía el enjuiciamiento militar de tales expresiones; represión de la Semana Trágica de 1909 -cuyo inicio estuvo en las protestas antimilitaristas por la movilización de los reservistas-, Juntas de Defensa durante la crisis de 1917).

La Guerra de Marruecos devolvió el protagonismo al Ejército, aunque la guerra tuvo un amplio rechazo en la sociedad española especialmente por parte de los sectores populares cuyos jóvenes eran los que engrosaban las filas de los soldados porque no tenían el dinero necesario para librarse del servicio militar obligatorio. Una prueba del rechazo fue el creciente número de evasiones ante los sucesivos reclutamientos gracias sobre todo a las "agencias de deserción" que ayudaban, por ejemplo, a los llamados a filas a marcharse a Hipanoamérica durante una temporada —por ejemplo, en 1914 el número de prófugos alcanzó el 22% de los reclutas potenciales—. Otros jóvenes recurrían a la compra de certificados médicos que les permitiera quedar exentos, e incluso los había que recurrían a la automutilación o a dejar de comer y enfermar para librarse del servicio militar.[11]

Las injusticias del sistema de reclutamiento (que permitía librarse del servicio a los que pudieran pagar la redención a metálico y sustitución), demostraron ser insoportables a partir del escándalo subsiguiente al desastre del barranco del Lobo (27 de julio de 1909) y de las movilizaciones antimilitaristas de la Semana Trágica. Se intentó mitigarlas con la Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército de 1912, que estableció la figura del "soldado de cuota", que limitaban el privilegio del pago de la cuota (entre 1500 y 5000 pesetas): ya no libraba completamente del servicio, pero reducía el tiempo y permitía elegir destino. Tal condición se mantuvo hasta la Guerra Civil y se suprimió definitivamente en 1940.[12]

Por otro lado la Guerra de Marruecos provocó la división en las filas del Ejército entre los "africanistas" y los "juntistas". Los primeros eran los que servían en el Ejército de África desplegado en Marruecos y que conseguían rápidos ascensos por méritos de guerra, mientras los segundos, así llamados porque engrosaban las Juntas de Defensa, eran los que estaban destinados en la Península y no tenían oportunidades para ascender tan rápidamente por lo que defendían la "escala cerrada", es decir, los ascensos por antigüedad. La distancia creciente entre "africanistas" y "juntistas" se tradujo en la formación de dos culturas militares distintas entre los dos sectores. La de los "africanistas" se caracterizaba, según Sebastian Balfour citado por Francisco Alía, «por su elitismo, por su desprecio a la fácil vida civil y, por extensión, a la vida en la guarnición tradicional, así como un desdén creciente hacia el gobierno».[13]

La carga, de Ramón Casas, 1903.

Millán Astray.

Durante el primer cuarto del siglo se había producido la africanización del ejército (militares africanistas, los que participaban en la guerra de África y ascendían por méritos), cuya máxima expresión fue la Legión española (fundada en 1920 por Millán Astray y Francisco Franco). La exaltación de los valores militaristas llevó a decisiones temerarias como la que condujo al general Silvestre al desastre de Annual (22 de julio de 1921). La investigación parlamentaria que pretendía depurar las responsabilidades del desastre (informe Picasso) apuntaba al propio rey, y fue una de las principales razones que llevaron al golpe de Primo de Rivera. El dictador tomó como una de sus principales fines la resolución militar de ese conflicto (desembarco de Alhucemas, 8 de septiembre de 1925).

El reconocimiento de las Juntas de Defensa en junio de 1917, además de ahondar en las diferencias entre "juntistas" y "africanistas", tuvo una importante consecuencia política: que a partir de aquel momento se incrementó notablemente la intervención de los militares en la vida política, para lo que contaron con un aliado inestimable, el rey Alfonso XIII. Así, se puede afirmar que a partir de entonces los centros de decisión del país estaban más en los cuarteles y en el Palacio Real, que en la sede de la Presidencia del Gobierno o en las Cortes. El Ejército se convirtió en un Estado dentro del Estado. Entre 1917 y 1923 hasta tres presidentes del gobierno se vieron obligados a abandonar el cargo a causa de las presión militar. Así valoró la situación el liberal conde de Romanones: «Luchar abiertamente frente a una gran parte de los deseos del Ejército era temeridad. Someterse a ellos, flaqueza, y aún se hacía más difícil la situación con la actitud del rey, que era opuesto a las Juntas de Defensa, pero no quería enajenarse las simpatías del Ejército».[14]

{{vt|Ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército]]

El intervencionismo militar no provenía únicamente de las filas del ejército, sino que respondía a fuertes demandas de sectores influyentes de la sociedad civil; la gente de orden (incluyendo no solamente a la oligarquía terrateniente castellano-andaluza que sufrió los desórdenes rurales del trienio bolchevique, sino también a la burguesía catalana, enfrentada a los años de plomo del terrorismo de Barcelona) buscaba en el ejército, de forma cada vez más apremiante, la salvación mediante una solución excepcional que no tuviera por qué seguir los procedimientos legales: un cirujano de hierro (expresión regeneracionista acuñada por Joaquín Costa). Tal solución, expresada inicialmente en el apoyo a operaciones fallidas como la del general Polavieja, triunfó de forma definitiva en un golpe de Estado dado precisamente por el capitán general de Barcelona, Miguel Primo de Rivera. Su dictadura (1923-1930) fue un régimen similar en ciertos aspectos y en otros diferenciado del contemporáneo fascismo italiano.

La instauración de la Dictadura de Primo de Rivera supuso la toma del poder por los militares, por lo que, según el profesor Francisco Alía «el Ejército pasó de constituir un poder fáctico a dirigir el Gobierno de la nación». Así lo constató el embajador francés en un comunicado a su gobierno: «Sea como sea, hoy en España, los militares hacen todos los oficios... menos el suyo». Los militares ocuparon todos los puestos de la administración del Estado desplazando a los civiles, empezando por el Directorio Militar, que se hizo cargo del gobierno, integrado por ocho generales y un contralmirante bajo la presidencia del dictador Primo de Rivera. A los órdenes del Directorio se encontraban los gobernadores de cada provincia y por debajo de ellos los delegados gubernativos en los 1.400 partidos judiciales, todos ellos también militares. Además se aplicó la jurisdicción militar a muchos tipos de delitos, desde los delitos contra la seguridad y la unidad de la patria, hasta el robo a mano armada o las huelgas, estas últimas tipificadas como rebelión. Otra medida fue la extensión a toda España de la institución paramilitar catalana del somatén.[15]

La mayoritaria opción de los militares por el conservadurismo no significaba que no hubiera una significativa parte del ejército de ideología progresista, con una numerosa presencia de militares en la oposición republicana, especialmente de mandos intermedios. Se produjeron intentos insurreccionales como el de los tenientes Galán y García Hernández (sublevación de Jaca 12 de diciembre de 1930).

El denominado problema militar fue uno de los que afrontó la Segunda República desde su inicio. La Constitución de 1931 excluía a los militares de cargos políticos. La política de Manuel Azaña como Ministro de la Guerra, y su reforma militar de 1931 que incluyó el cierre de la Academia militar de Zaragoza (dirigida por Franco, que se despidió de los cadetes con la advertencia se deshace la máquina, pero la obra queda) fue considerada por muchos militares como una agresión. La inicial neutralidad del ejército pasó a ser hostilidad de una parte importante a partir del golpe de Estado del general Sanjurjo (1932), que no fue reprimido con dureza.

Según el historiador Francisco Alía Miranda, «Manuel Azaña pretendía que la vida política volviera a estar protagonizada por la sociedad civil y devolver a los militares a los cuarteles. No lo consiguió. Los militares continuaron teniendo una gran importancia en la política y en el presupuesto... Pese a los esfuerzos de Azaña, el poder militar acabó resultando decisivo en el control efectivo del orden público, impidiendo así el anhelado fortalecimiento del poder civil, muestra de debilidad estructural del Estado republicano. Los políticos republicanos se mostraron incapaces de adecuar la administración de orden público a los principios de un régimen democrático y recurrieron a los mismos instrumentos de la monarquía para lograr la pacificación social: estado de guerra y tropas en la calle, ingredientes que perpetuaron el protagonismo del Ejército».[16]

Durante el bienio conservador, la utilización del ejército de África en la represión de la revolución de Asturias (1934) significó un punto trascendental en la identificación de la mayor parte del ejército con una de las dos Españas cada vez más claramente abocadas al enfrentamiento. La intentona revolucionaria de 1934 en Madrid había tenido el apoyo de un pequeño grupo de militares vinculados al PSOE (los capitanes Fernando Condés y Carlos Faraudo y el teniente José del Castillo).

El aumento de la violencia política en 1936 culminó en los días 12 y 13 de julio con el asesinato del teniente Castillo, que fue vengado por sus subordinados (guardias de asalto) asesinando al diputado derechista José Calvo Sotelo. Suele indicarse que fue ese hecho el que precipitó la sublevación del ejército (17 de julio en África y 18 en la Península); aunque en realidad la conspiración militar organizada por el general Mola estaba cuidadosamente planificada con mucha anterioridad, coordinando a los mandos militares afines, que la política de contención del gobierno del Frente Popular había dispersado por unidades periféricas (una decisión que, más que evitar la rebelión, fue una de las causas de la división del ejército y de que la imposibilidad que el golpe triunfara simultáneamente en toda España condujera a una larga guerra).

Paradójicamente, el gobierno de la República no declaró el estado de guerra hasta 1938, ya en los últimos meses de esta (para garantizar desde la legalidad el control civil sobre los militares republicanos y sobre un ejército popular que se había construido con criterios revolucionarios desde los partidos y sindicatos de izquierda); mientras que el estado de guerra declarado por los militares sublevados no se levantó hasta 1948, nueve años después de que se firmara el parte de la Victoria, por motivos exactamente opuestos.

El nombramiento de Franco como Jefe de Estado llevó a la formación de un régimen militar explícitamente totalitario[17]​ e identificado con el fascismo italiano y el nazismo alemán, sus aliados internacionales. Se unificaron todas las fuerzas políticas y sociales que apoyaron el Alzamiento en un mecanismo de participación único denominado Movimiento Nacional. En la práctica se mantuvieron diferencias expresadas en las familias del franquismo (falangistas, católicos, monárquicos -carlistas y juanistas-...) una de las cuales era la familia militar, que, al ser la menos definida ideológicamente, a su vez tenía componentes cercanos a todas ellas. A pesar de la mayoritaria identificación del ejército con el Caudillo, el descontento militar no dejó de estar presente y manifestarse en ciertas circunstancias; e incluso algunos altos mandos consideraron la posibilidad, nunca sustanciada más allá de contactos muy minoritarios, de desplazar a Franco mediante un pronunciamiento militar (generales Orgaz, Aranda y Kindelán).[18]

Franco basó su posición indiscutida en la cúspide del poder en la distribución de cuotas de poder entre las familias. Inicialmente el predominio de los militares fue muy fuerte (general Yagüe, general Varela). Durante el primer periodo de la posguerra española, coincidiendo con la fase de la Segunda Guerra Mundial en que las potencias del Eje llevaban la iniciativa (hasta aproximadamente 1942), el predominio correspondió a los azules o falangistas. Incluso se enviaron soldados a combatir bajo mando alemán contra Rusia (División Azul, general Muñoz Grandes, 1941-1943), pero evitando declarar la guerra a los aliados occidentales. El cambio de tornas en la guerra significó un claro proceso de alejamiento de aquellos y acercamiento a estos, lo que incluyó una pérdida de cuotas de poder de los azules en beneficio del resto de las familias (especialmente de los católicos).

La prolongada presencia del Generalísimo en el poder, y la alternancia del uso de mecanismos represores y paternalistas en su ejercicio, fueron construyendo una mentalidad social acomodaticia con su régimen y con los valores tradicionales que se identificaban con el propio ejército, que fue definida como franquismo sociológico.

El almirante Luis Carrero Blanco, desde una posición muy discreta, actuó como segundo hombre fuerte del régimen, posición que se pretendió dejar más clara con su nombramiento (9 de junio de 1973) como Presidente del Gobierno, un cargo asumido hasta entonces por el propio Franco, lo que parecía pronosticar su continuidad tras la previsible próxima muerte de Franco y su sucesión por Juan Carlos de Borbón (nombrado sucesor en 1969). Tales expectativas se frustraron por la muerte de Carrero en un atentado terrorista de ETA (20 de diciembre de 1973), que forzó un sentido diferente de la evolución política posterior.

La transición española tuvo un protagonismo militar que incluyó una minoritaria presencia de militares antifranquistas (Unión Militar Democrática), fácilmente reprimida. La condición de jefe de las Fuerzas Armadas que se atribuyó al rey fue una de las claves del control de la mayoría del ejército, explícitamente identificado con el franquismo. Otro de los factores clave del proceso fue la inclusión el gobierno de Adolfo Suárez de un vicepresidente militar, Manuel Gutiérrez Mellado, que se implicó de forma específica en el control del descontento militar (ruido de sables ante los cambios políticos democráticos, el reconocimiento de las autonomías regionales y el gran número de atentados terroristas). Momentos particularmente graves fueron la legalización del Partido Comunista de España (Semana Santa de 1977) y el golpe de Estado del 23-F de 1981.

A partir de la entrada de España en la OTAN (30 de mayo de 1982, durante el gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo)[19]​ y de la llegada al gobierno del PSOE (octubre de 1982), se produjo un proceso de profesionalización de las fuerzas armadas, culminado con la desaparición del servicio militar (9 de marzo de 2001, gobierno del Partido Popular, en un contexto en el que la objeción de conciencia, regulada en el periodo anterior, era cada vez más utilizada por los posibles reclutas, e incluso existía un movimiento más minoritario de insumisión -que implicaba la negativa incluso al servicio civil sustitutorio-).[20]

Es muy significativo que las instituciones militares hayan pasado a ser unas las más valoradas en las encuestas de opinión.[21]

Estudios generales sobre la España contemporánea (para los específicos sobre el militarismo véanse las notas):




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