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Pintura mexicana



La pintura es una de las artes más antiguas de México. En el México prehispánico está presente en edificios, códices, cerámica, atuendos, etc; ejemplo de ello son las pinturas murales mayas de Bonampak o las de Teotihuacan, Cholula y Monte Albán. Se cree que la pintura rupestre más antigua de América es la encontrada en una cueva de la península de Baja California con 7500 años de antigüedad.[1]

La pintura mural tuvo un importante florecimiento durante el siglo XVI; lo mismo en construcciones religiosas como en casas de linaje; tal es el caso de los conventos de Acolman, Huejotzingo, Tecamachalco y Zinacantepec. Se dice que fueron principalmente pintores indígenas dirigidos por frailes los que las realizaron. Estos se manifestaron también en manuscritos ilustrados como el Códice Mendocino.

Por un tiempo se creyó que el primer pintor europeo radicado en la Nueva España, fue Rodrigo de Cifuentes (artista apócrifo) a quien incluso llegó a atribuírsele obra como “El bautizo de los caciques de Tlaxcala”, pintura del retablo mayor del Ex Convento de San Francisco en Tlaxcala. Entre los pintores nativos estuvo Marcos Aquino. El flamenco Simón Pereyns vino a la Nueva España en 1566 y es considerado el más notable pintor de esta época. Con Francisco de Morales, Francisco de Zumaya, Andrés de la Concha y Juan de Arrúe formó un grupo de pintura culta. Se conservan de este maestro flamenco, entre otras, pinturas suyas del retablo de Huejotzingo y un San Cristóbal en la Catedral Metropolitana.

La pintura popular tuvo también numerosas manifestaciones; Pese a la destrucción, sobre todo de escultura y arquitectura; pese al acoso y ataque contra los tlamatinime, "los que saben cosas"; la conquista, y luego la colonia, no lograron desterrar del pueblo de México las dos cualidades fundamentales del artista náhuatl: "ser dueño de un rostro y un corazón" y "humanizar el querer de la gente.";[2]​ lo que se aprecia en los materiales empleados, el manejo del color y las formas, así como en la expresión temática.

Las obras eclesiásticas fueron las más importantes del siglo XVII. Entre los pintores relevantes podemos citar a Baltasar de Echave, a su hijo, Baltasar de Echave Ibía y a su nieto, Baltasar Echave Rioja, también a Luis Juárez y a su hijo José Juárez, a Juan Correa, Cristóbal de Villalpando, Rodrigo de la Piedra, Antonio de Santander, Bernardino Polo, Juan de Villalobos, Juan Salguero y Juan de Herrera. Juan Correa, trabajó intensamente de 1671 a 1716 y alcanzó gran prestigio y fama por la calidad de su dibujo y la dimensión de algunas de sus obras. Entre las más conocidos: Apocalipsis en la Catedral de México, La conversión de Santa María Magdalena, hoy en la Pinacoteca Virreinal y Santa Catarina y Adán y Eva arrojados del paraíso este último en el Museo Nacional del Virreinato de Tepotzotlán.[3]

Caravaggio y Francisco de Zurbarán como Pintor del Rey influyeron notablemente en la creación artística de este período. Del último se trajeron numerosas obras para las iglesias de la Nueva España. Al final del período barroco la figura de Bartolomé Esteban Murillo se hace presente en los talleres novohispanos.

A la par con la construcción de templos y casas proliferan los temas religiosos. En la Nueva España, como en el resto del Nuevo Mundo, a partir del siglo XVII, y en particular durante el siglo XVIII, el retrato pasó a ser parte importante del repertorio artístico. En una sociedad caracterizada por el profundo sentimiento religioso del que estaba imbuida, se esperaba que muchos retratos reflejasen las virtudes morales y la piedad del modelo.[4]

Algunos pintores destacados de esta época son: Cristóbal de Villalpando, Juan Correa, José de Ibarra, Joseph Mora, Nicolás Rodríguez Juárez, Francisco Martínez, Miguel Cabrera, José Joaquín Magón, (pintor de la región de Puebla que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII), Andrés López y Nicolás Enríquez. Sebastián Zalcedo pinta ca. 1780 una bella alegoría de la Virgen de Guadalupe en óleo sobre lámina de cobre. En este siglo también se puede mencionar a José Antonio de Ayala, quien es conocido por la pintura de La familia del Valle a los pies de la Virgen de Loreto c. 1769. Esta pintura devocional fue mandada a hacer por los hijos de la familia del Valle en memoria a sus padres y es característica de la pintura de este siglo.[5]

Una descripción del arte colonial nos dice: "En el “Patrocinio de San José sobre el Colegio Carolino” se aprecia como figura principal de la obra a San José, quien carga sobre su lado izquierdo al niño Jesús. Dos arcángeles lo flanquean y sostienen su largo manto púrpura. En la parte superior se observa a otros dos pequeños ángeles con la intención de coronar al santo". "Por siglos, la obra fue atribuida a Manuel Caro, pero las minuciosas labores de restauración permitieron encontrar la firma del autor original: Miguel Cabrera."[6]

La obra del pintor Miguel Jerónimo Zendejas (1724-1815), fue principalmente religiosa. Algunos pintores, como Nicolás Rodríguez Juárez, participaban en la ejecución de arcos triunfales para la entrada de los virreyes, corregidores y arzobispos. El poblano José Luis Rodríguez Alconedo fue el último pintor novohispano.

En este siglo también se cuenta con ejemplos de pinturas murales como las de estilo costumbrista creadas entre 1855 y 1867, en La Barca, Jalisco.[7]

Destacan en esta época: Pelegrín Clavé, Juan Cordero, Felipe Santiago Gutiérrez y José Agustín Arrieta.

En México, en 1846 se contrató a Pelegrín Clavé para dirigir la reapertura de la Academia de San Carlos, organismo desde el que fomentó la temática histórica y el paisajismo con una visión europeísta. [8]

La pintura de Edouard Pingret reprodujo las costumbres y los paisajes mexicanos y estimuló a sus contemporáneos a recrear las costumbres locales y el escenario rural.

Hermenegildo Bustos es uno de los pintores más apreciados de la historiografía del arte mexicano. Destacan también en estos años Santiago Rebull, José Salomé Pina, Félix Parra, José Obregón, Rodrigo Gutiérrez, Leandro Izaguirre, Eugenio Landesio y su célebre discípulo, el paisajista José María Velasco, así como Julio Ruelas.

Algunos de los pintores más destacados en este siglo son:

Los grandes muralistas mexicanos de la posrevolución desarrollaron, con la pintura mural, el concepto de «arte público», un arte para ser visto por Ias grandes masas en los principales edificios públicos de la época, y que no podía ser comprado y transportado fácilmente a otro lugar, como sucede con la pintura de caballete.[9]

El muralismo mexicano comienza en 1922 bajo la protección de José Vasconcelos, secretario de educación pública. De este año a 1924 se realizan obras tan importantes como los frescos del templo de San Pedro y San Pablo (del Dr. Atl, Roberto Montenegro y Xavier Guerrero); el mural del Anfiteatro Bolívar (De Diego Rivera, con la colaboración de Carlos Mérida, Guerrero y Jean Charlot); Los bajorrelieves el Estadio Nacional (dibujados por Rivera y coloreados por Guerrero y Siqueiros ); y los frescos de la preparatoria (de José Clemente Orozco, García Cahelo, Alva De La Canal, Fernando Leal, Siqueiros y Fermín Revueltas).

En todos estos trabajos, todavía carentes de contenido ideológico domina la temática mexicana, el amor por lo popular y la audacia en el uso de nuevo materiales y gamas; Y se observa en ellos influencia del renacimiento italiano y del viejo espíritu religioso de México.

Pero muy pronto, bajo la influencia de Rivera y Siqueiros, el muralismo se enriquece con el ímpetu de la actualidad revolucionaria el movimiento plástico se sitúa en la avanzada de las ideas socialistas. Este proceso está ilustrado en los muros de la Secretaria de Educación, donde la obra de Diego Rivera va del folklore y la decoración popular en el primer piso, a las interpretaciones de los anhelos proletarios en el último.

Con la salida de Vasconcelos de la Secretaría de Educación disminuye aparatosamente las facilidades de que habían gozado los muralistas y hacen crisis de los problemas internos del gremio, que se disgrega a causa de profundas discrepancias ideológicas entre sus más destacados elementos, pero el movimiento se extiende hasta 1955[10]​ y la tradición muralista se mantiene hasta el presente.

Una nueva etapa del muralismo mexicano en el siglo XXI nace de la obra del sinaloense Ernesto Ríos Rocha, quien incursiona en este movimiento con murales realizados con la ayuda de otras profesiones como la ingeniería, arquitectura y la fusión de diversas tecnologías y técnicas artísticas para ejecutar monumentales obras como el mural “Desarrollo histórico, económico y turístico del Mar de Cortés[11]​", obra registrada en el Récord Guinnes y localizada en Mazatlán Sinaloa, monumento convertido en icono de la ciudad portuaria [12][13][14]​.


Algunos de los pintores más destacados en este siglo son:



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