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Portugal bajo la Casa de Austria



Portugal bajo la Casa de Austria —denominado por la historiografía portuguesa como Dinastía filipina o Tercera Dinastía, o también denominada por la historiografía mundial como Unión Ibérica— es el periodo histórico comprendido entre 1580 y 1640 en el que Portugal constituyó una unión dinástica aeque principaliter junto con los demás dominios que componían la Monarquía Hispánica bajo el mismo soberano de Casa de Austria, que fueron:

Durante su existencia, la extensión del bloque territorial ibérico llegó a convertirse en el imperio más dilatado de su tiempo debido a que gobernó sobre una extensa superficie del mundo que abarcaba desde las Indias de América hasta el extremo oriente de Asia, incluyendo factorías en África y la India.

De resultas del planteamiento ideológico de recuperación de la Hispania romana y goda, existieron sucesivos intentos de unión dinástica entre Castilla y Portugal:

La rama española de los Habsburgo ascendió al trono portugués en la crisis de sucesión portuguesa de 1580 que se inició a raíz de la muerte sin descendientes del rey Sebastián I de Portugal en la batalla de Alcazarquivir y de su sucesor y tío-abuelo Enrique I de Portugal. El final de la línea directa de Juan III de Portugal arrojaba tres posibles opciones sucesorias:

Felipe II de España terminó siendo reconocido como rey de Portugal en las Cortes de Tomar de 1581. Mientras tanto, la idea de perder la independencia dio lugar a una revolución liderada por el Prior de Crato que llegó a proclamarse rey en 1580 y gobernó hasta 1583 en la isla Terceira de las Azores. El prior de Crato terminaría derrotado debido principalmente al apoyo a Felipe de la burguesía y de la nobleza tradicional.

Para conseguir tales apoyos, Felipe se comprometió a mantener y respetar los fueros, costumbres y privilegios de los portugueses. Lo mismo sucedería con los que ocuparan los cargos de la administración central y local, así como con los efectivos de las guarniciones y de las flotas de Guinea y de la India. En las Cortes estuvieron presentes todos los procuradores de las villas y ciudades portuguesas, a excepción de las pertenecientes a las islas Azores, fieles al rival pretendiente al trono derrotado por Felipe II, el Prior de Crato.

Este fue el principio de la unión real[b]​ que, sin grandes alteraciones, dominaría hasta cerca de 1640 a pesar de las intervenciones inglesas en las Azores en 1589. La diferencia básica entre la unión personal y real, es que la primera es casual y no crea ningún vínculo jurídico entre los territorios de la unión, mientras que en la unión real se produce una uniformación de su política exterior, como fue el caso de Portugal. Así, la unión de Portugal y Castilla daría lugar a un conglomerado territorial que incluía posesiones en todo el mundo: México, Cuba, América Central, Sudamérica, Filipinas, como núcleos costeros en Berbería, Guinea, Angola, Mozambique, Golfo Pérsico, India y en el sudeste asiático (Macao, Molucas, Formosa...).

La integración de Portugal en España se produjo en la concepción que de España se tenía en los siglos XVI-XVII. En esa época, España era una monarquía compuesta, denominada como Monarquía hispánica o Monarquía Católica, en cuyo entramado institucional se incorporó Portugal, formando parte junto con los demás reinos que componían la Monarquía española. Y en el que cada uno de los reinos retenía su peculiaridades institucionales:

La Monarquía hispánica, también denominada Monarquía Católica,[6]​ era el conjunto de territorios con sus propias estructuras institucionales y ordenamientos jurídicos, diferentes y particulares, unidos según el principio aeque principaliter[7]​ y que se hallaban gobernados por igual por el mismo soberano,[8]​ el monarca español, a través de un sistema polisinodial de Consejos.

El soberano español actuaba como rey según la constitución política de cada reino, y por tanto, su poder variaba de un territorio a otro, pero actuaba como monarca de forma unitaria sobre todos sus territorios.[9]​ El respeto de las jurisdicciones territoriales no impidió un refuerzo de la autoridad y poder regio del monarca en cada reino en particular.[10]

A pesar del respeto y autonomía jurisdiccional, existía una política o directriz común que había que obedecerse encarnada por la diplomacia y la defensa,[11]​ y en la que la Corona de Castilla ocupaba la posición central y preeminente sobre los demás.[12]

La Monarquía incluía las coronas de Castilla (con Navarra y los territorios de Ultramar) y Aragón (con Sicilia, Nápoles, Cerdeña y el Estado de los Presidios), Portugal entre 1580 y 1640, los territorios del Círculo de Borgoña excepto 1598-1621 (Franco condado, Países Bajos, más aparte Charolais), el ducado de Milán y el marquesado de Finale.[13][14]

De este modo, el rey de Portugal era el monarca español, y Portugal no formó un reino (con su imperio) aparte respecto a España, sino que se integró en la estructura política y organizativa de la Monarquía española, conservando su administración particular como los restantes reinos de la Monarquía. Así no fue, por tanto, propiamente dicho un imperio hispano-portugués, ya que no existía una administración portuguesa opuesta a otra española, sino que la administración portuguesa era tan particular como podía tener otro reino de los que se constituía España; los mismos contemporáneos dan cuenta de esto:

Sería ya en el siglo XVIII, cuando cambió esta concepción de España y se refijaron sus límites geográficos, institucionales y de acción política, pero sin Portugal.

Debido a la complejidad en la gestión de gobierno de los diferentes territorios que componían la Monarquía hispánica, con sus propias estructuras institucionales y ordenamientos jurídicos, el monarca español empleaba un sistema polisinodial de Consejos, que eran unos organismos auxiliares dedicados al asesoramiento y resolución de problemas, que sometían al conocimiento y decisión del Monarca.[21]​ La correspondencia administrativa de los diferentes territorios de la Monarquía llegaba a los diferentes Consejos, en Madrid, después el secretario de cada Consejo organizaba el material que tenía que entregar a la atención del rey, y con posterioridad, el rey reunido con los secretarios solicitaba el dictamen del Consejo correspondiente. Después de eso, el Consejo respondía al monarca tras tratar el tema en una sesión para plantear la consulta formal al monarca. El secretario elevaba esa consulta al rey, y este daba su respuesta al Consejo con la decisión que debía llevar a cabo.

El Consejo de Estado en Madrid, se encargaba de las decisiones importantes referidas a la organización y la defensa del conjunto de la Monarquía hispánica, y con frecuencia tenía que tener en consideración asuntos portugueses. Incluso, el consejo de guerra ejercía su jurisdicción sobre las tropas ubicadas en las fortificaciones castellanas establecidas en el litoral portugués.

Y también, había Consejos de carácter territorial, cuyas funciones estaban especializadas en un espacio territorial concreto: el Consejo de Castilla, Consejo de Aragón, Consejo de Navarra, el Consejo de Italia, el Consejo de Indias, Consejo de Flandes, y el Consejo de Portugal. El Consejo de Portugal, establecido en 1582, estaba compuesto por un presidente y seis (más tarde cuatro) consejeros, y desapareció en 1668. La función del Consejo era manifestar al rey los asuntos referidos a la justicia, la gracia, y la economía de la Corona portuguesa. Cualquier decisión del rey que afectara a Portugal debía pasar por una consulta al Consejo antes de ser transmitido a la cancillería de Lisboa y ante los tribunales afectados. El Consejo de Portugal tuvo dos sesiones: en 1619, por la presencia del rey Felipe III en Lisboa, y entre 1639-1658, sustituido por la Junta de Portugal. Desde la Restauración en 1640, el Consejo siguió vigente, ya que Felipe IV no había reconocido la independencia de Portugal, y llevó a cabo la atención a los portugueses fieles al monarca español, y del gobierno de Ceuta.[1]

En relación al gobierno del reino de Portugal, durante el periodo de unión del reino de Portugal a la monarquía española, los soberanos de la casa de Austria en general respetaron los compromisos aceptados en las Cortes de Tomar en 1581, para permitir una considerable autonomía del reino así como respetar los territorios de su Imperio. Los oficios públicos se reservaban para los súbditos portugueses tanto en la metrópoli como en su territorios ultramarinos. El rey estuvo representado en Lisboa, unas veces por un gobernador y, otras por un virrey. Así, España dejó la administración de Portugal y su imperio en gran parte a los propios portugueses, bajo la supervisión general desde Madrid canalizada a través del virrey en Lisboa. Los asuntos importantes, sin embargo, se remitían a Madrid, donde se presentaban ante el Consejo de Portugal. En el mismo reino portugués el sistema polisinodial se refuerzó por medio de:

Sin embargo, la coyuntura política necesitaba reacciones urgentes, y en este contexto apareció un sistema de Juntas para encargarse de cuestiones específicas, como por ejemplo, la Junta para la reforma del Consejo de Portugal (1606-1607, 1610), la Junta para clasificación de las deudas a la Tesorería (desde 1627) o las Juntas para la organización de las armadas de socorro de Brasil (desde 1637)[22]

Los reinados de Felipe I y Felipe II de Portugal fueron relativamente pacíficos principalmente porque hubo poca interferencia castellana en los asuntos de Portugal, que seguía bajo la administración de gobiernos portugueses. A partir de 1630, ya en el reinado de Felipe III de Portugal, la situación tendió a una mayor intervención castellana y a un descontento creciente. Las numerosas guerras en las que España se vio envuelta, por ejemplo contra las Provincias Unidas (Guerra de los Ochenta Años) y contra Inglaterra, habían costado vidas portuguesas y oportunidades comerciales. Dos revueltas populares portuguesas habidas en 1634 y 1637, especialmente en la región del Alentejo, no llegaron a tener proporciones peligrosas, pero en 1640 el poder militar español se vio reducido debido a la guerra con Francia y la sublevación de Cataluña.

El menoscabo de privilegios de la nobleza nacional se fue agravando, con la aristocracia preocupada con la pérdida de sus puestos y rendimientos. Los impuestos aumentaban y sobre todo, los burgueses estaban afectados en sus intereses comerciales. Las posesiones portuguesas estaban amenazadas por ingleses y neerlandeses, en competencia y rivalidad con el imperio español, y a merced a la impotencia de las flotas españolas para proteger simultánea y adecuadamente sus extensas rutas y puertos alrededor del mundo. Portugal ya no podía negociar la paz con sus enemigos y su destino dependía de la Corte de Madrid, y por tanto, los intereses portugueses se veían arrastrados a una situación de peligro permanente, que antes de la unión había sido más fácil de conjurar.

La gota que colmó el vaso fue la intención del conde-duque de Olivares en 1640 de usar tropas portuguesas contra los catalanes sublevados, que los portugueses negaron. El cardenal Richelieu, mediante sus agentes en Lisboa, halló un líder en Juan II, duque de Braganza, nieto de Catalina de Portugal. Aprovechándose de la falta de popularidad de la gobernadora Margarita de Saboya, duquesa de Mantua, y de su secretario de estado Miguel de Vasconcelos, los líderes separatistas portugueses encabezados por Miguel de Almeida dirigieron una conspiración palaciega el 1 de diciembre de 1640 para entronizar al duque de Braganza, y esta conspiración acabó con la muerte de Vasconcelos, el arresto de la virreina y la orden de rendición de las guarniciones con las tropas del rey Felipe en todos los territorios portugueses. El arzobispo de Lisboa, Rodrigo da Cunha fue nombrado lugarteniente general de Portugal,[23]​ que mandó publicar la proclamación del duque de Braganza como rey de Portugal y envió mensajeros a tal efecto.[24]​ El día 6 de diciembre Juan IV entró en Lisboa y el 15 de diciembre fue aclamado y jurado como rey de Portugal, enfrente del palacio real, en Terreiro do Paço.

El reconocimiento de Juan IV fue prácticamente unánime, en Brasil conocieron la proclamación de Juan IV en febrero de 1641,[25]​ y en Asia, los navíos de aviso no zarparon hasta marzo de 1641.[26]​ No obstante, no todos los territorios cambiaron de obediencia, y siguieron reconociendo a Felipe III como rey de Portugal. El sur de Brasil y Macao, a pesar del reconocimiento inicial entablaron contactos con los castellanos para volver a la obediencia de Felipe III de Portugal. De este modo, en el sur de Brasil, en São Paulo y Río de Janeiro, donde se había reconocido inicialmente a Juan IV, todavía se esperaban apoyos desde Buenos Aires para volver a obediencia del rey Felipe, que fueron pronto neutralizados,[27][28]​ y además, en 1647 los colonos de São Paulo y Río de Janeiro pidieron ayuda ayuda a la Corte de Madrid para sublevarse en nombre del Rey Católico, pero fue desestimada por el Consejo de Estado por exceso de riesgo, como lo fue también en 1656.[29]​ En 1642, el gobernador de Macao se puso en contacto en la Corte de Madrid para volver a la obediencia del rey Felipe, pero fue desestimado porque se esperaba recuperar la metrópoli y con ello todos los territorios de ultramar.[30]

La independencia recién restaurada fue defendida durante veintiocho años, rechazando las sucesivas tentativas de invasión de los ejércitos de Felipe IV de España y derrotándolos en batallas como las de las Líneas de Elvas (1659) y la de Villaviciosa (1665), hasta la firma de un tratado de paz definitivo en Lisboa (1668), por el que Ceuta quedaría como posesión de los Habsburgo.

La historiografía proportuguesa ha mantenido que la unión de las coronas ibéricas resultó perjudicial para el reino portugués debido a las guerras emprendidas en Europa por los monarcas Habsburgo. De ahí en adelante se produjo un período de declive político, de endeudamiento y de dependencia económica que disminuyó considerablemente el poderío luso en el continente y en las colonias.

Portugal se vio envuelto en las vicisitudes en las que hallaba la Corona, siendo arrastrado a conflictos costosos (en término de vidas y recursos financieros y territoriales) con potencias emergentes como Inglaterra y sobre todo la República de las Provincias Unidas, que afectaron a los territorios ultramarinos de Portugal durante este período. Así, sobre todo durante el reinado de Felipe IV de España, los ataques ingleses y neerlandeses produjeron el debilitamiento del monopolio en las islas Molucas, la pérdida de Amboina (1605), Ormuz (1622) y São Jorge da Mina (1637), el cierre de los puertos de Japón en 1637, o los establecimientos neerlandeses en Brasil (Salvador de Bahía, 1624-1625; Pernambuco, Paraíba, rio Grande do Norte, Ceará y Sergipe desde 1630). Pérdidas que no fueron irreparables hasta que desde 1640 faltó la protección de la Monarquía española; de este modo, tras las independencia Portugal perdió todo su imperio colonial en Asia,[31]​ aunque pudieron rehacer su poder atlántico al expulsar a los neerlandeses del Brasil, como también de Angola y de São Tomé y Príncipe (1641-1649). Con lo cual, debido a la indisponibilidad de los mercados de las Indias Orientales, Portugal pasó a beneficiarse con la caña de azúcar del Brasil.

Por su parte, los portugueses, a través de las incursiones de los bandeirantes, aprovecharon de la unión dinástica con Castilla para violar el Tratado de Tordesillas y extenderse así por territorios americanos que les habrían correspondido a la Corona de Castilla, mientras que Castilla lo hizo en territorios de las Molucas[32]​ y Formosa para hacer frente a la expansión neerlandesa.[33]​ Sin embargo, la ocupación efectiva portuguesa —con la fundación de fuertes y ciudades— del territorio brasileño al oeste de la línea del tratado de Tordesillas sólo se produjo en el final del siglo XVII y sobre todo durante el siglo XVIII, basada en el nuevo concepto legal de Uti possidetis iure.



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