x
1

Real Fábrica de Artillería de La Cavada



¿Dónde nació Real Fábrica de Artillería de La Cavada?

Real Fábrica de Artillería de La Cavada nació en Cantabria.


Se conoce por Real Fábrica de Artillería de La Cavada a unas importantes instalaciones fabriles y mineras, cuyos altos hornos estuvieron situados en las poblaciones próximas de Liérganes y La Cavada, en los municipios de Liérganes y Riotuerto, en Cantabria (España). Fue la primera siderurgia e industria armamentística del país y produjo durante más de dos siglos, entre 1622 y 1835, elementos de artillería y munición de hierro destinados a la defensa del Imperio español y a garantizar su dominio de los mares.

El desarrollo de la artillería en el siglo XV y su eficacia en los campos de batalla europeos propició una revolución tecnológica y una carrera armamentística de las potencias continentales. A partir de finales del siglo XVI y a medida que más estancado se mostraba el combate terrestre, más se esforzaban las principales potencias en buscar la determinación mediante la fuerza naval y el perfeccionamiento de sus técnicas militares. Es en este periodo cuando surgen las primeras flotas de guerra nacionales capaces de prolongar el conflicto a gran distancia de la metrópoli. En los siglos sucesivos quedaría bien patente que aquellas naciones que no pudieran abastecerse de miles de cañones para artillar sus barcos[nota 1]​ se verían relegadas de las principales rutas comerciales marítimas, dejando el protagonismo en el dominio de los océanos, nuevo escenario principal de confrontación, a otros países.[1]

España no fue ajena a este cambio estratégico en el escenario bélico mundial y a los nuevos modelos de hacer la guerra.[nota 2][nota 3]​ En el centro de la revolución militar marina estaba la artillería, el cañón, que permitió la expansión militar europea por todo el mundo conocido. La creación de flotas armadas que protegiesen las rutas comerciales marítimas requirió el cambio de producción de las ferrerías y el forjado de los caros cañones de bronce al moldeado de los más modernos cañones de hierro colado.[2]​ Ello supuso una revolución industrial debido al uso de nuevas técnicas de fundición.[nota 4]​ La apremiante, y en algunos casos angustiosa, necesidad de artillería al servicio de unas políticas que fomentaban los conflictos y las guerras continuas (la fábrica de La Cavada llegó a producir hasta mil cañones anuales con destino a la marina y al ejército),[3]​ obligó a dar respuesta mediante un sistema de producción autárquico. Un sistema basado en la construcción de plantas industriales en el propio territorio capaces de satisfacer las necesidades de material bélico del país sin recurrir a operaciones de diplomacia secreta y comercio no manifiesto que pudiesen provocar caer en la órbita política de la potencia suministradora. Esta política fue común a la mayoría de las potencias europeas en mayor o menor medida.

La puesta en funcionamiento de estos centros de producción al abrigo de políticas mercantilistas, con la creación de Manufacturas Reales para la fabricación de bienes considerados estratégicos por los gobiernos, requerían un gran volumen de capital especialmente si se trataba de la producción de piezas de gran tamaño.[nota 5]​ Se necesitaban unas importantes instalaciones[nota 6]​ para albergar altos hornos de gran capacidad con unas condiciones geográficas particulares donde asentarse y mano de obra muy cualificada. Estas condiciones no eran fáciles de reunir en la Europa del siglo XVI y buena prueba de ello fueron las tentativas fallidas que se dieron en España y en sus territorios de ultramar de instalar fundiciones similares.

Actualmente, existen numerosos restos del conjunto de instalaciones y factorías que llegaron a formar la Real Fábrica de Artillería en las localidades de Liérganes, La Cavada y en la ría de Tijero, pero únicamente el conjunto histórico del Real Sitio de La Cavada está declarado Bien de Interés Cultural.

A principios del Siglo XVII la escasez de artillería era tal en los ejércitos reales que la Junta de Fábricas de Navíos elevó a Felipe III una angustiosa consulta por la que se decidió hacer venir de Flandes fundidores de hierro para establecerse en Vizcaya, Guipúzcoa o «Las Montañas». En el año 1602 el embajador Baltasar de Zúñiga fue comisionado para la búsqueda de los fundidores, poniéndose este en relación con Jean Curtius, hombre de gran prestigio entre los industriales, poseedor de una gran fortuna y que habitaba la Maison Curtius (hoy Museo Arqueológico de Lieja).[4]

La intervención del empresario propició la contratación de dos casas de fundición en hierro. Pero al llegar a Vizcaya encontraron tales dificultades para su implantación por parte del Señorío, que siempre vio con recelo la intromisión de la Real Hacienda en el beneficio y laboreo de sus riquísimos veneros de hierro, que regresaron a Flandes en septiembre de 1603 indemnizados con 16 000 florines.[4]

Enterado Curtius de este fracaso y entendiendo que la empresa era de brillantes posibilidades, se ofreció él mismo a implantar su fabricación trayendo a su costa la mano de obra necesaria.[4]

Tan pronto como conoció la decisión del Consejo de Estado por la cual se le autorizaba a llevar a cabo tal empresa, se trasladó a España con el fin de reconocer los territorios del norte en busca del lugar más adecuado para su propósito, decidiéndose por la localidad de Liérganes ya que el encajonado río Miera, de curso más caudaloso y regular que el de hoy en día, se prestaba para obtener la energía necesaria. Además el lugar era idóneo porque estaba rodeado de extensos y frondosos bosques, en sus proximidades se descubrieron las minas de hierro de los montes Montecillo y Vizmaya, y porque al ser una comarca empobrecida la mano de obra auxiliar sería abundante y barata.[4]

En un principio, a partir de 1616, Curtius aprovechó la ferrería de La Vega sobre el río Miera 43°20′33.49″N 3°44′29.53″O / 43.3426361, -3.7415361 y empezó a construir las fraguas, hornos, carboneras y muros exteriores del complejo fabril de Liérganes. Es el 9 de julio de 1622 cuando una Real cédula aprueba un generoso contrato que garantizaba a Curtius el monopolio de la fabricación de numerosos productos.

Para su trabajo se trajeron de Flandes numerosos oficiales fundidores.[5]​ La localización de la fundición respondía a criterios de aprovisionamiento de materia prima en los bosques cercanos, a priori inagotables, el caudal abundante y regular del encajado río Miera durante seis a ocho meses al año (diferente al de la actualidad y en su mayor parte modificado por la propia actividad de deforestación de las fábricas en los montes de la cabecera del valle del Miera), la existencia de canteras cercanas de piedra refractaria, arenas y arcillas para los moldes, las cercanas salidas de los productos a los astilleros de Camargo y el puerto de Santander en el Mar Cantábrico y la proximidad a minas de hierro,[nota 7]​ canteras y tierras de arena y barro, así como la abundante mano de obra. Desde el inicio de la actividad, las fábricas de Liérganes y La Cavada llevaban seis tipos de clientelas principales para su producción militar: la marina de guerra española, el ejército, las fortalezas en plazas peninsulares y de ultramar, los armadores de la marina mercante y de corso y las exportaciones a otros países, siempre que estos no fueran «infieles ni a otro ningún enemigo de la Corona, sino a amigos y confederados de ella, prefiriendo siempre amigos, vasallos y súbditos fieles».[6]

En 1618 se contrató la construcción de dos altos hornos de tipo valón llamados San Francisco y Santo Domingo.[nota 8]​ Estos hornos eran «moles inmensas de cantería a modo de pirámide cuadrangular truncada».[7]​ Sus calderas medían 6,30 metros de alto más 11 metros de foso.[8]

Ese mismo año empezaron las pruebas con la llegada de cuarenta oficiales fundidores traídos de Flandes junto con sus familias.[nota 9]​ El coste de todos estos trabajos y el mantenimiento de los flamencos ascendía a 100 000 ducados y Curtius apremiaba la confirmación del Consejo de Estado para que le confirmasen los Privilegios de fabricación de artillería de hierro, municiones y otras manufacturas. La confirmación llegó por Real Cédula en el año 1622. Pero el retraso de los pedidos y la delicada situación de sus empresas en Flandes llevó a Curtius a la ruina y en 1628 se vio obligado a ceder sus derechos a un consorcio integrado por el contador Salcedo Aranguren, Jean de Croÿ, Charles Baudequin y Georges de Bande, un luxemburgués inteligente y hábil en los negocios. A la muerte de un Curtius casi arruinado, De Bande desplazó a sus socios y se hizo con la dirección de la empresa, decidiendo en 1634 la construcción de un nuevo ingenio en la población de La Cavada 43°21′7.3″N 3°42′28.6″O / 43.352028, -3.707944.[nota 10][8]

Bande mejoró la producción, mezclando el mineral montañés con el de Somorrostro (tras obtener autorización del Señoría de Vizcaya).[4]​ El aumento de la demanda supuso además la puesta en marcha en 1636 de un proyecto mayor: la instalación de una nueva fábrica llamada Santa Bárbara en el paraje de La Cavada (hoy una localidad), en el Concejo de Riotuerto.[nota 11]​ El lugar se situaba más próximo a por donde llegaba la vena vizcaína y también a donde se almacenaba la artillería producida, que por entonces era el castillo de San Felipe, en Santander.[4]

En este lugar, a cinco kilómetros de Liérganes, es donde se construyeron entre 1635 y 1637 dos altos hornos (de los cuatro que llegó a tener) llamados San José y Santa Teresa, acompañados de otras innovaciones tecnológicas en años posteriores.[nota 12]​ A partir de esta época, la Fábrica de Artillería de La Cavada será la denominación de todas las instalaciones asociadas al complejo (Liérganes, Valdelazón, Tijero, y demás minas y montes). Con De Bande en la dirección también se construyó una capilla y el muelle de Tijero, donde se daba salida a las piezas de artillería para ser almacenadas en el citado castillo de San Felipe. La nueva factoría quedó terminada en 1637 con un costo de 24 000 ducados.[4]

Las fábricas alcanzaron entre 1635 y 1640 una alta producción, fruto de la demanda de armamento de la monarquía con el fin de mantener a la España de Felipe IV como gran potencia europea y poder controlar las rutas marítimas hacia Flandes. Se fundieron en este periodo un total de 939 cañones de calibres superiores, 195 000 balas, 4010 bombas y unas 8500 granadas. Es durante este periodo, en 1635, cuando se levantaron dos nuevos altos hornos también tipo valón de dimensiones gigantescas para la época: 12 metros de alto en piedra de cantería, de los cuales 7,30 metros corresponderían a la caldera. Los hornos, bautizados como San José y Santa Teresa, serán los mayores del mundo en aquel momento teniendo en cuenta que el de Sharpley Pool, en Inglaterra, que medía 30 centímetros más se levantó en 1652.[8]

La derrota naval de las Dunas y los alzamientos de Cataluña y Portugal significaron un debilitamiento de la demanda de cañones para la Armada. La sobreproducción de la fábrica cambió los esfuerzos de fabricación, que se dedicaron a las municiones y la pólvora frente a la artillería. La conveniencia de instalar otra fábrica cerca del Rosellón, teatro de operaciones francoespañol, hizo a Georges De Bande levantar otras instalaciones en el Señorío de Molina.[nota 13]​ Lo próspera de su industria le permitió hacer fortuna y aumentar su prestigio en un lugar como el montañés tan sensible por entonces a títulos y preeminencias, comprando el privilegio de hidalguía, el título de señor de Villasana de Mena y ser nombrado tesorero de millones de Laredo.[4]

A la muerte de Bande en 1643, ya enriquecido enormemente, su mujer Mariana de Brito dirigió la fundición operada por los técnicos flamencos (cerca de setenta familias se asentaron en la zona) alcanzando altos rendimientos. La considerable fortuna de Jorge de Bande suscitó recelos y envidias que originaron una intervención del estado. El historiador José Alcalá-Zamora cuenta como su importante fortuna fue tema de conversación en la alta burocracia del Estado que tras averiguaciones reclamó a la viuda de Bande unos fuertes intereses por una supuesta falta de incumplimiento en la entrega de unas piezas de artillería para Flandes en 1631 y cómo fueron intervenidos los bienes del luxemburgués.[5]​ Mariana de Brito pudo retener la factoría de La Cavada recomprándosela en subasta al Estado con bienes de sus hijos tras su apropiación.[5]

Mariana y sus hijos habitarían en la casa solar de Olivares de Riotuerto, «casas estas muy principales» llamadas de La Cavada, con su iglesia adosada de la advocación de Santa Bárbara, en los meses de mayor actividad industrial (de noviembre a abril, en el que el caudal del río Miera podía mover mejor los ingenios). En los restantes residirían en sus casas de la villa de Santander.[4]

El estancamiento de la producción de la fábrica a partir de este periodo fue patente, provocado por la conclusión de las políticas guerreras de la monarquía española y la reducción de márgenes de beneficio impuesto por el estado. El difícil mantenimiento de los nuevos precios por parte de Mariana de Brito y la inminente caducidad del asiento de la fábrica hizo que se incorporara Diego de Noja y Castillo como asentista de la fábrica de Liérganes y doña Mariana a la de La Cavada.

La situación de escasa demanda estatal fue ligeramente atenuada por la compra de piezas por Holanda, enfrentada a Inglaterra, y por medios particulares. Sin embargo, se sufrieron frecuentes crisis y paros en la producción que no serían superados hasta 1716.

En 1661 se incorporan a la dirección de la fábrica los hijos de Mariana de Brito (fallecida en 1673): Juan y José de Olivares, quedando finalmente Juan a cargo de la fábrica de La Cavada y José con la de Corduente. Al fallecimiento de Diego de Noja, su nieto Pedro de Helguera Alvarado ocupó su puesto. De esta forma, las familias Noja y Olivares fueron dirigiendo las fábricas de Liérganes y La Cavada, respectivamente, haciendo cada una la mitad de las entregas oficiales, aunque en la realidad fue la de Liérganes algo superior. La innovación tecnológica en este periodo vino de la mano de la munición terrestre: morteros y bombas fueron de interés para la guerra y el asedio. Y todo ello hasta 1715.[5]

De 1716 a 1800 vino la gran época de las fábricas, asentada en la importante expansión de las rutas del Atlántico y el mayor crecimiento de la Armada española por la protección de los barcos que hacían las rutas por las Indias. De 1716 a 1800 se construyeron en España, no sin problemas, un total de 103 navíos de línea con más de 6900 cañones. En 1773 la Armada española disponía de 60 navíos con más de 6000 piezas de artillería. No obstante, se perdieron 49 buques entre 1761 y 1805, sobre todo por combates navales. Esta época fue el gran despegue de los cañones de hierro colado[nota 14]​ y supuso un renombrado prestigio para las piezas hechas en las fábricas de Liérganes y La Cavada por su ligereza y seguridad. Era de sobra conocida en el mundo la calidad de estos cañones, que a pesar de disponer de poco ornato, tenían una gran virtud: no solían reventar aunque se sometieran a un prolongado fuego y «avisaban» antes con la aparición de grietas o pedazos expulsados, a diferencia de otros cañones que reventaban de improviso con el peligro que suponía para la dotación a su cargo.[11]​ A este respecto, el Marqués de la Ensenada escribiría el 26 de junio de 1748:

Las dos factorías de Liérganes y La Cavada son regidas en esta época por el nieto de Mariana de Brito, Nicolás Xavier de Olivares, que alcanzó los niveles de producción de la época de Jorge de Blande. Es en este tiempo cuando en las fábricas se realizan además las cañerías de las fuentes de Aranjuez y San Ildefonso, importantes por el volumen de fundición. En 1738 el hijo de Nicolás Xavier, Joaquín, se hizo cargo del asiento de los Altos Hornos y alcanza en 1742 el título de Marqués de Villacastel. En esta época fueron asignados privilegios y prerrogativas a los asentistas y operarios de las fábricas, algo que no gustó a los habitantes de las localidades y que fue origen de problemas de convivencia.[12]

Se inaugura un nuevo horno y un reverbero con el que se alcanzan los máximos volúmenes de producción de la historia de las fábricas (1756-59) con 800 piezas de artillería y obra civil y 400 000 piezas de munición.[nota 15]​ En 1759 muere Joaquín, y las fábricas de Liérganes y La Cavada las posee su hija María Teresa del Pilar, que se casaría con el conde de Murillo.

Con la llegada de Carlos III en 1759 se revocan los privilegios concedidos a los Villacastell, se interviene y expropia la fundición, convirtiéndola en Real Fábrica en 1763,[nota 16]​ y se nombra director de esta al teniente coronel Vicente Xiner. María Teresa del Pilar y el conde Murillo son compensados con una cantidad importante a pagar por la Corona: más de cinco millones de reales.[5]

La poca autonomía de las Reales Fábricas ya estatales frente a la iniciativa privada, y la excesiva burocracia, introdujo dificultades en su desarrollo, tanto de gestión como de producción e innovación. Los hornos redujeron su volumen de producción y las innovaciones tecnológicas en países como Inglaterra fueron complemento a su deterioro. No abrió su producción a las posibilidades de la demanda civil y privada sino que se limitó ha satisfacer los encargos militares con la excesiva dependencia de la Armada, que a la postre sería su perdición por el colapso de esta.[nota 17]​ A ello hay que sumar un mal planteamiento financiero en la expropiación, que supuso el pago de unas rentas muy altas a los herederos de la Casa de Villacastell durante 80 años por encima de los problemas del Erario público[5]

Las directrices y los experimentos técnicos del Cuerpo de Artillería del Ejército en la fábrica de La Cavada, que incluían nuevas técnicas de fundición en sólido con moldes de barro y posterior torneado, supusieron un fracaso en la calidad de las piezas[nota 18]​ y un desecho de armamento inútil. Los hechos ocurridos a finales de 1771 en Ferrol, donde reventaron dos cañones fundidos en La Cavada, hicieron someter a todas las piezas fundidas en sólido a varias pruebas de las que se obtuvieron un penoso resultado: el 80% de un millar y medio de cañones reventaron o se agrietaron.[nota 19]​ Todo ello provocó un estrangulamiento de la hacienda.

Desde la Secretaría de Estado de La Marina hubo preocupación, pues estos incidentes en la principal fábrica de artillería española provocaban que la Armada estuviese desartillada. Se concluyó en las investigaciones que el deterioro de las piezas no se debía al método de fundición, sino a los minerales de hierro utilizados y al método de torneado.[11]

La producción de cañones que necesitaba la flota española (diez mil piezas de 1764 a 1793, contando también los buques mercantes y corsarios) no se consiguió, llegando únicamente a las 6000 unidades. Se recurrió a los excedentes en Inglaterra[nota 20]​ para alcanzar el programa naval de armamento hasta la guerra de España con este país en 1778. En 1790 se construye un sexto horno con la finalidad de cubrir este déficit y ayudar, en principio, a la fortificación de las plazas en las Indias. La Cavada empieza a fundir carronadas, elementos que ya eran utilizados en las marinas inglesas y francesas y que se empiezan a producir tras su prueba en buques españoles.[nota 21]​ La necesidad de producción con nuevas técnicas también hizo reclutar a fundidores franceses pero ni por esas se llegó a las cantidades requeridas y en 1768 el maestro fundidor principal de la fábrica y responsable de los altos hornos, Francisco Richters, reconoce estar confundido ante los nuevos métodos metalúrgicos introducidos y los fracasos técnicos acumulados.[nota 22]

En 1781 se encomienda al Ministerio de Marina la dirección de la fábrica de La Cavada y se vuelve a los antiguos métodos de fundición de los años de Villacastel de la mano de Antonio Valdés y Fernández Bazán, nuevo director. Se consiguen buenos resultados y se construye en 1783 un cercado de tapia alrededor de todo el complejo y un arco triunfal a modo de portada que daba entrada a la fábrica y que aún se conserva en La Cavada.

A partir de 1787 se vuelven a fundir en los hornos objetos para la industria privada, como escudos, piezas de maquinaria, caños, herramientas para obras en caminos, etc. Ese mismo año, el ingeniero de la Marina, Fernando Casado de Torres conoce al ingeniero austriaco Wolfgang de Mucha en Viena. Este contacto influirá de forma notable en el devenir de la fábrica de La Cavada durante los siguientes años. Los encuentros que tuvieron Casado de Torre y de Mucha en Austria estuvieron marcados por un carácter secreto que bien podría calificarse de espionaje industrial-militar y que llevó al ofrecimiento de trabajo en el Reino de España. Así, en 1790 y una vez aceptado el ofrecimiento y siguiendo órdenes reales dadas por el ya Ministro de la Marina, Antonio Valdés, el embajador en Venecia Simón de las Casas acompaña a Wolfgang de Mucha en su viaje a España. En La Cavada, y tras reconocer el estado de las instalaciones, se hace cargo de la construcción de un sistema de conducción de maderas por flotación a lo largo del río Miera. Mediante una serie de importantes infraestructuras de canalización y represamiento de su cauce, la madera era transportada hasta la fábrica. Esta empresa consume numerosos recursos económicos y supone un importante esfuerzo de construcción nunca realizado hasta el momento en España. La empresa fue parcialmente completada y únicamente funcionó unos pocos años. Las razones de su abandono fueron variadas pero sobre todo se debieron al alto coste de su desarrollo, la oposición de las gentes, y a las demasiado optimistas previsiones en el volumen de madera transportada.[nota 23]​ En 1792 se introducen importantes reformas en los hornos de Liérganes.

El declive de la marina española con la derrota en la batalla de Trafalgar afectó a la fábrica, que entró en crisis de sobreproducción y desde los últimos años del siglo XVIII su rendimiento cae en picado por tres factores: falta de demanda de la Marina Real, escasez de dinero y falta de carbón.

La Marina de guerra española experimentó una vertiginosa reducción de sus buques debido a los hundimientos en confrontaciones con el imperio inglés. Así, y según José Alcalá-Zamora, en 1796 constaba de 77 navíos de línea, 66 en 1800, 39 en 1806, 21 en 1814, 7 en 1823 y 3 en 1830.[5]

Respecto al último factor, la Corona expidió una Célula que obligaba a que se dieran los montes a los precios acostumbrados, y que a petición de los asentistas se repararan los caminos para hacer llegar el transporte de la madera. El abuso de estos privilegios provocó el recelo de los habitantes y la desaparición de las ferrerías de la zona. En 1754 y con el fin de asegurar el aprovisionamiento de madera, el marqués de Villacastel decide ampliar el área de restricción forestal a cinco leguas de radio, y tal fue la búsqueda desesperada de carbón vegetal que se extrajo madera de los bosques de Espinosa de los Monteros,[nota 24]​ construyendo en 1796 un resbaladero de troncos en Lunada, un colosal tobogán de 2400 metros de longitud para cuya construcción se emplearon 5000 hayas.[nota 25][13]

Como ya se indicó antes, estuvo en servicio poco tiempo, ya que para el año 1800 no tenía actividad.[14]

Otra medida fue la prohibición del corte de árboles en los montes correspondientes a la dotación de la Real Fábrica bajo pena de severos castigos a los vecinos.[nota 26]​ En este sentido José Alcalá-Zamora relata un suceso acontecido en la noche del 27 de mayo de 1784:

Si bien, sobre este hecho José Bonifacio Sánchez opina en su libro Historia y Guía Geológica y Minera de Cantabria que la pobreza en la disculpa ante este incidente se debe de relacionar con la idiosincrasia del campesino y la práctica tradicional de quema de monte asociada a la agricultura y la ganadería.[15]​ Por el contrario, cuenta también el hecho de que existieron gratificaciones por la plantación de árboles que según indicaba Melchor de Jovellanos nadie nunca cobraba:

Independientemente de todo ello, estas prohibiciones en las cortas de leñas y maderas de los montes provocaron quejas de la muchedumbre, que se veía perjudicada en la obtención de recursos para su subsistencia [nota 27]​ y que a la larga supuso la deforestación de los montes orientales de Cantabria y Burgos, especialmente tras la incorporación de las fábricas a la Corona y la Ordenanza de la Marina de 1741.[nota 28]

En 1795 cierra, tras 160 años de actividad, la fábrica de Liérganes y produce las últimas piezas para la guerra contra Francia. El ingeniero de la Marina y director de la fábrica de La Cavada, Fernando Casado de Torres, recibe la orden de buscar la forma de sustituir en La Cavada la fundición con carbón vegetal por el de mineral y para este fin comienza una serie de experimentos y observaciones a fin de conseguir su utilización y la explotación de las minas de la localidad próxima de Penagos. Viajará a Alemania y traerá de Westfalia a Francisco Stievenard en 1790, un facultativo con amplios conocimientos en la explotación de minas de carbón.[nota 29]​ No obstante, la utilización de carbón mineral para la fundición de La Cavada no logra los resultados deseados y se vuelve al carbón vegetal. A partir de 1800, sólo funcionaban dos de los cuatro hornos disponibles, algo causado en gran parte por la escasez de materia prima.[nota 30]​ Los años previos a la invasión napoleónica supusieron un efímero incremento del número de fundiciones entre 1806 y 1808. No obstante, el rendimiento de la fábrica seguiría siendo escaso.

La invasión francesa ocupó en sus inicios el País Vasco y Navarra. La fábrica de La Cavada y Liérganes se convirtió en un punto estratégico de importancia. Con la llegada del ejército napoleónico a Santander el 23 de junio de 1808, La Cavada no tuvo una ocupación continua debido a la geografía del lugar, aislada y entre montañas y a que los franceses necesitarían de una fuerte guarnición para poner en marcha unas fundiciones con escasa lealtad de sus operarios y una producción inútil para la ya muy reducida flota francesa. Además, la preocupación de las tropas imperiales de Napoleón era ocupar la costa ante la incertidumbre de una invasión inglesa.

La Guerra de la Independencia trajo a la zona tiempos de penuria y hambre ante la dejadez en el cobro de sueldo de los operarios de las fábricas y la incorporación de los jóvenes al ejército. El rendimiento de la fábrica se redujo considerablemente. El apoyo de la fábrica de La Cavada a la causa del rey Fernando VII fue un hecho, prestando material clandestino tanto a la guerrilla como a las tropas regulares. Algunos de los operarios llegaron a instalar una forja y armería en Peña Rocías, en el valle de Soba, que suministró balas de fusil y turquesas para las tropas españolas hasta que fue descubierta.

Si bien el ejército napoleónico se llevó lo que pudo, y en sus incursiones a la fábrica hubo apresamientos y fusilamientos, también es cierto que fueron algunas bandas de guerrilleros los que hicieron mayores excesos, hasta tal punto que las gentes locales se sintieron aliviadas por la captura por parte de las tropas napoleónicas de algunos de ellos, cuyas actividades se podrían considerar más próximas al bandolerismo. En cambio, estuvo también por Liérganes y La Cavada la guerrilla de Juan López Campillo, futuro ídolo de la Guerra de la Independencia.[nota 31]

Pero la verdadera repercusión negativa que tuvo esta contienda para las fábricas fue las penurias sufridas por sus trabajadores, que sin sustento por dejar de cobrar los sueldos en una zona de agricultura pobre, muchos emigraron con sus familias, los más jóvenes se enrolaron en el ejército y aquellos más desafortunados murieron de hambre o enfermedades. Al final de la guerra solo un tercio de los operarios seguía en las fábricas e incluso el personal directivo hubo de escapar u ocultarse. Así, Juan Francisco de Aguirre, director de la fábrica durante esa época, se escondió en Solares hasta su muerte el 26 de febrero de 1811 y el mando de las fábricas quedaron a cargo de Alonso Arias, cuarto jefe en rango, que hizo un ejercicio de gran diplomacia para lidiar entre los ímpetus de las guerrillas y las autoridades invasoras.[5]

Tras la Guerra de la Independencia, en 1818 se comienza una nueva fundición con resultados desastrosos. La llegada del Gobierno liberal y el impulso de los ayuntamientos obstaculizaron las operaciones carboneras de La Cavada, tan denostadas por los aldeanos, pues les impedían el uso libre de los bosques y la creación de tierras agrarias.

Instaurado, de nuevo, el régimen absolutista de Fernando VII, siguió la fábrica su actividad sin conseguir producir a precios competitivos. Vistos los resultados de explotación de la fundición, muchos operarios comenzaron a buscar nuevos trabajos.

El deseo de privatización de la Real Fábrica de La Cavada por el gobierno de Fernando VII no logró atraer el capital extranjero, más interesado en las zonas mineras asturianas. Y si bien un tal José Infante Vallecillo propuso en 1832 la restauración de las instalaciones de Liérganes y La Cavada, no se llegó a un acuerdo dado las concesiones abusivas que exigía, incluyendo tierras laborables en Cuba.[nota 32]​ En 1831 el catedrático Gregorio González Azaola es nombrado director interino de las instalaciones de La Cavada. Conocedor de las nuevas industrias en Europa apoyadas en la minería del carbón, había viajado en 1826 en busca de avances tecnológicos que pudiesen aplicarse a La Cavada pero la complejidad en las reformas que la fábrica necesitaba hace que de por perdidas las viejas instalaciones reales, sugiriendo que fuesen aprovechadas como fábrica de harina, curtidos o tejidos.

Una inundación del río Miera en la tarde del 19 de agosto de 1834 destruyó parte de las instalaciones y las presas que movían las máquinas de La Cavada, que ya se habían reparado tres años atrás. Ya no se volvieron a reconstruir y desde el Gobierno se pidió al ministro de Marina que «se deshiciese con prontitud de una carga tan pesada». [17]

Las incursiones de las tropas carlistas saquearon las instalaciones durante todo ese año. Esos dos hechos fueron el punto final de una fábrica que cerró en 1835 y que se estima produjo en sus más de 200 años de actividad 26 000 cañones, centenares de miles de balas de distinto calibre y millares de piezas de orden civil.[18]

Tras el abandono de las instalaciones en los años posteriores a 1830, «los comarcanos se apresuraron a irse llevando todo lo que pudieron de los edificios y talleres, entre otras ideas, probablemente con la ingenua de impedir la restauración de las instalaciones»,[nota 33]​ debido en parte al enfrentamiento durante años con el Estado sobre el uso y trabajo en los montes. En 1838, ante la amenaza de los carlistas, las últimas piezas de artillería que quedaban almacenadas en La Cavada y que databan de antes de la guerra napoleónica fueron transportadas a Santander. Allí estarían hasta 1847 que, a excepción de algunos cañones que fueron llevados a Algeciras, el resto se subastó para refundición. Se planteó incluso la demolición de los hornos de reverbero para evitar ser usados por los enemigos de los cristinos, algo que nunca ocurrió. En 1840 ya solo quedaban al mantenimiento y custodia de la fábrica un fundidor, nueve empleados y quince soldados sin prácticamente ninguna labor. En 1848 el Ministerio de la Marina vende el denominado Sitio de las Máquinas de Valdelazón, 43°21′22″N 3°42′39″O / 43.356085, -3.710804 utilizado para las labores de barrenado y pruebas de tiro a Juan de la Pedraja, que construirá una fábrica de tejidos e hilados de algodón con continuidad hasta finales de los años 60 del siglo XX.[5]

Ya en 1850, Pascual Madoz en su diccionario geográfico-estadístico-histórico describía el lugar de La Cavada indicando que:

En 1881 casi no quedaba rastro ya de la fábrica.[19]

La instalación de las fábricas de Liérganes y La Cavada supusieron la llegada de técnicos provenientes de Flandes con el fin de difundir e instruir a los operarios españoles autóctonos la experiencia que aquellos tenían en el arte de la fundición. Estos grupos de especialistas fueron los que pusieron en marcha entre 1617 y 1628, con el decidido apoyo de la Corona, la fábrica de Liérganes y a cada dificultad o progreso en Europa se procuraba traer el personal más capacitado. De tal forma que incluso todavía en 1679 era preciso conseguir nuevos técnicos flamencos porque «no se había podido conseguir que los naturales de estos reinos se hubiesen aplicado a esta facultad».[nota 34]

Los maestros flamencos, sabedores del trabajo en las minas, formaban además a prácticos encargados de las labores de localización del mineral y el seguimiento de su explotación para el aprovisionamiento de material para los hornos.

Unas setenta familias vinieron a Liérganes y La Cavada a principios del siglo XVII, principalmente de la zona de Lieja, para poner en marcha las fábricas de artillería y fueron el germen de cinco o seis generaciones de flamencos asentados en la región que trabajaron alrededor de las instalaciones durante los siglos XVII y XVIII. Esta comunidad, que se favorecía de un monopolio en las funciones de la fundición, tuvo que sufrir durante 200 años un aislamiento por parte de los aldeanos próximos a las fábricas. Fueron objeto de reticencias, desvíos y malos tratos por parte de las gentes del lugar (posiblemente no tanto por los propios obreros que trabajaban en las fábricas) tratándolos, aún incluso a sus bisnietos, como extranjeros y formando una especie de linaje por casi endogamia forzosa y calificándolos de rabudos, término despectivo de la época con el que se aludía a los flamencos. Fueron privados de los oficios concejiles y honores sociales. Se les concedió el fuero de Artillería «por ser conveniente en España» pero existieron numerosos pleitos debido a la oposición de la población a que dispusiesen de títulos de hidalguía.[nota 35]​ El privilegio fue concedido por Felipe V en 1718, reiterado en 1784 y nuevamente en el año 1794, cuando se les confirma el derecho a llevar un uniforme militar.[15][nota 36]​ Durante años fueron constantes las contiendas entre lugareños y operarios para obtener sutiles ventajas unos y suprimirlas los otros con el apoyo del Estado.[nota 37]​ Llegaron las ofensas incluso hasta en el momento de los entierros, como recoge un texto de un legajo recuperado en el libro de José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano:

Estas injurias podían llegar en algunos casos a la extorsión y así lo denuncia en 1698 un tal Tomás Baldor, en nombre de sus compañeros, cuyos vecinos les tratan «penándoles y entrando en sus habitaciones con violencia y sacándoles prendas para hacerse pago de las penas que les hacían».[21]

La descendencia de estos técnicos de Flandes, orgullosos de su trabajo, ha llegado hasta nuestros días. Sus apellidos, en su mayoría flamencos, pasaron a castellanizarse en el siglo XVIII. En Riotuerto, Liérganes o municipios limítrofes, es fácil encontrar hoy vecinos con algún apellido Arche, Baldor o Valdor, Del Val, Bernó, Cubría, Guate, Lombó, Marqué, Oslé o Uslé, Otí, Rojí, Roqueñí, Sart, etc.[22]

El número de trabajadores variaba dependiendo de la época del año, siendo los meses de fundición el tiempo en que las fábricas requerían más empleados. En noviembre se solía empezar a encender los hornos, que tardaban unos 40 días en prepararse para comenzar la fundición. En verano, el bajo nivel del río Miera obligaba a parar y se aprovechaban estos meses para realizar tareas de limpieza y construcción de nuevos crisoles. Esta eventualidad de la mayoría de los trabajadores y los bajos sueldos obligaban a la realización simultánea de tareas agrícolas. La temporalidad también se reflejaba en los trabajos de minería, transporte y carboneo asociados a la producción de las instalaciones. En muchos casos la obligatoriedad de trabajar en la corta y acarreo de maderas en los montes de Cantabria y Burgos ocasionaba numerosas quejas de los vecinos que veían desatendiendo sus labores agrarias por meses con unos salarios que consideraban escasos.[5]

No obstante, la localización del complejo fabril en la zona presentó oportunidades de trabajo para las familias de Riotuerto, Liérganes, Entrambasaguas, Miera u otros municipios cercanos, extremadamente miserables y pobres. Estas expectativas supusieron el aumento sensible de población en la Junta de Cudeyo, antigua división comarcal. El crecimiento entre 1636 a 1750 fue de un 40%, hasta llegar a los 8000 habitantes.

Las condiciones del trabajo tanto en la fábrica como en las minas y los montes eran muy duras, incorporándose mujeres y niños a muchas tareas. A modo de ejemplo, diversos autores hacen referencia a la utilización de las neveras del cercano puerto de Alisas 43°17′57″N 3°38′08″O / 43.29925944112073, -3.6355427873695807 o de la localidad de La Cantolla, en el lugar conocido como Fiñúmiga 43°17′29.43″N 3°44′14.28″O / 43.2915083, -3.7373000 para el tratamiento de quemados de la fábrica: [23]

El sueldo, aun siendo bajo en comparación con otras fábricas de España, resultaba superior a la media de la región y suponía un interesante complemento a las tareas agrícolas en una zona «pobre y miserable». José Alcalá-Zamora cuantifica en una media de 4,82 reales de vellón los salarios de los 274 operarios que trabajaban en las fábricas en marzo de 1799. No obstante, las diferencias eran muy grandes, y así los ayudantes de fundición cobraban 800 reales al mes y un director 3000.[5]

Se obtenían otros beneficios, como los retiros a operarios veteranos que cayesen imposibilitados o enfermos, aunque existía a veces la obligación de asistir a las fundiciones mientras hubiera fuerzas. A las viudas o huérfanos de viejos empleados se les otorgaba una pensión a través de limosna. Estos retiros fueron desapareciendo a medida que la situación económica de la fábrica fue empeorando. Mejor suerte tenían aquellos trabajadores fijos y los que disponían de casa dentro del recinto fabril, ya que podían disponer de huerto, adquirir artículos a precios económicos en la «tabernilla» de La Cavada, primas por resultado, carbón, etc. En total la fábrica llegó a dar trabajo a unas mil personas en los tiempos de mayor bonanza.

En la actualidad aún existen restos de las Real Fábrica de La Cavada, aunque la mayor parte de las construcciones fabriles han desaparecido o sus restos han sido reutilizados para nuevas edificaciones.

En La Cavada se pueden ver restos de los cierres del complejo que pudo llegar hasta la cercana población de Los Prados. Existe un alto muro de mampostería junto a la carretera que lleva al pueblo de Rucandio, en el lugar de Entrambosríos, el cual sirvió también de cerco al recinto (43°21′0.84″N 3°42′25.69″O / 43.3502333, -3.7071361).[24]​ Esta construcción, que no aparece en los planos originales del Real Sitio, son los restos de un perímetro levantado para guardar la madera que descendía del río Miera desde el puerto de Lunada, malogrado proyecto de Wolfgang de Mucha.[nota 38]​ A este proyecto también pertenecen unos retenes levantados en el río Miera y la rampa de arrastre de la madera, hoy en estado ruinoso pero perfectamente visibles (43°20′57.3″N 3°42′34.61″O / 43.349250, -3.7096139).[25]

La portada de entrada en honor a Carlos III, declarada Bien de Interés Cultural en 1985, es una de las tres puertas que tenía el recinto junto con la de Ceceñas y la de Liérganes. Fue construida entre 1783 y 1784 por el arquitecto Francisco de Salcines y responde a un estilo neoclásico, con arco de medio punto, pilastras a ambos lados y frontón triangular en el que se lee la inscripción:[26]

Los sillares se encuentran soldados por coladuras de plomo y hierro.

El puente sobre el río Miera y que daba acceso al recinto del Real Sitio fue levantado en el siglo XVII. La estructura sufrió diferentes daños a causa de las avenidas, en especial las de los años 1801 y 1834. En 1999 el puente fue afectado por una importante transformación con motivo de la ampliación de la carretera a Liérganes.

Actualmente también se pueden apreciar estructuras verticales, llamadas retenes, levantadas en el cauce del Miera y que permitían agrupar la madera que circulaba a favor de la corriente y que era incorporada al río desde el resbaladero de Lunada a 20 km del retén, lugar desde donde llegaba la madera de los montes de Espinosa de los Monteros y Quintanilla. Estos retenes tenían una potente cimentación y el cuerpo estaba construido con cantos y mortero. Existieron al menos cinco retenes en una doble hilera diagonal y que originariamente tendrían un entablado de madera en su parte superior a modo de puente. Entre los pilares se levantaba una celosía de madera que cumplía la función de retener los troncos. Estos eran desalojados a través de una rampa que todavía es observable. El transporte de troncos por el río supuso la ejecución de obras en el cauce del Miera, en el que se barrenaron grandes rocas, se rellenaron pozos y se encauzó el río en algunos tramos. Las medidas de los troncos debían presentar un estándar de siete pies de largo (195 cm) con un extremo menos grueso con el fin de evitar el bloqueo del cauce.

Entre las viviendas se conservan la Casa del Puente, construcción junto al Miera y fuera de la fortificación, que podría haber estado destinada a la guardia, las casas de la calle de Arriba, edificios para el alojamiento de operarios y para caballerizas, un edificio de viviendas junto al antiguo arco de Carlos III y que podría cumplir la función de conserjería u oficinas administrativas, y la Casa Redonda o El Palacio, cuya edificación principal ha desaparecido y sólo se conserva la capilla, ya muy transformada.

Existen asimismo restos de algunos almacenes y hornos, contrafuertes y paramentos sobre el río que servían de estructura defensiva y protegían de las avenidas, túneles, restos de presa y canales.

El 27 de julio de 2006 se inauguró en La Cavada un museo que recoge la actividad llevada a cabo por estas instalaciones en la fundición de cañones que se emplearon en la Armada Real Española y en todo el Imperio. Se pueden observar cañones, las diferentes municiones utilizadas, maquinaria, escudos nobiliarios y diversas maquetas tanto de barcos como de las instalaciones.

Por otra parte, en la población de Liérganes se conservan diversas casonas de los siglos XVII y XVIII, como la Casa de los Cañones, y restos del canal y construcciones dedicados al barrenado de cañones en el sitio de Valdelazón.[nota 39]​ Todo ello recuerdo de una época de auge económico apoyada en la fábrica de artillería.

Las fábricas de cañones de Liérganes y La Cavada fueron durante la Edad Moderna el complejo siderúrgico más importante de España y durante siglos el único lugar donde se produjeron cañones de hierro colado para el sustento del Imperio.[27]​ Pero quizás el mayor legado histórico venga de la transformación del paisaje de la zona oriental de Cantabria y norte de Burgos donde desapareció la mayor parte de las masas arbóreas, ayudado por los procesos de pradificación asociados a la actividad ganadera pasiega, y de los apellidos provenientes de las familias flamencas que pusieron en marcha y trabajaron durante años las instalaciones y que actualmente llevan multitud de vecinos en aquellos lugares donde se desarrollaron las actividades de la factoría.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, y con independencia de los navíos de guerra de la Armada, miles de cañones de hierro colado fundidos en la Real Fábrica salieron de sus hornos con destino a fortificar y armar las numerosas baterías costeras que España poseía repartidas por todo el mundo. Durante esta época todas las fortificaciones de los puertos en los que el Imperio tenía posesiones recibieron cañones de La Cavada, muchos de los cuales se conservan y se exponen en la actualidad.[11]

Fuerte de San Miguel, en la Isla de Nutka (Canadá).

Castillo de San Marcos, en Florida (EE.UU.).

Batería del fuerte de San Pedro, en Cebú (Filipinas).

Fuerte de Niebla, en Valdivia (Chile).

Cartagena de Indias (Colombia).

Castillo del Morro, en La Habana (Cuba).

Fuerte Nuestra Señora de la Soledad, en Guam (EE.UU.).

Castillo de San Juan de Ulua, en Veracruz (México).

Castillo de Santa Rosa, en Isla Margarita (Venezuela).

Castillo de San Antón, en La Coruña (España).

Ciudad Alta de Ibiza (España).

Castillo de San Jerónimo, en Portobelo (Panamá).

Castillo de Santa Bárbara, en Alicante (España).

Fortaleza de San Felipe, en Puerto Plata (República Dominicana).

Fuerte de San Juan del Bayou, en Nueva Orleans (EE.UU.)

El 17 de enero de 1985 se declaró la Portalada de Carlos III como Bien de Interés Cultural, y el 13 de abril de 2004 se incorporó a esta figura todo el conjunto histórico del Real Sitio, situado en La Cavada. Estos dos bienes pueden ser observados libremente ya que en buena parte se encuentran en la vía pública. No obstante, hay partes del conjunto del Real Sitio que se hallan en propiedades privadas sin régimen de visitas, como pueden ser los almacenes, las casas de alojamiento para operarios, restos de estructuras hidráulicas, etc.[24]

Actualmente, de todas las instalaciones que componían la sociedad Real Fábrica de Artillería de La Cavada, solo este conjunto histórico del núcleo de La Cavada está declarado Bien de Interés Cultural, quedando fuera, por ejemplo, el sitio de Valdelazón, próximo a La Cavada y donde se realizaban el barrenado de las ánimas de los cañones o las pruebas de tiro, así como los muelles de Tijero o la factoría de Liérganes.



Escribe un comentario o lo que quieras sobre Real Fábrica de Artillería de La Cavada (directo, no tienes que registrarte)


Comentarios
(de más nuevos a más antiguos)


Aún no hay comentarios, ¡deja el primero!