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Terremotos de Lima y Callao de 1687



Los Terremotos de Lima y Callao de 1687 ocurrieron el 20 de octubre de 1687, asolando toda la costa central del Perú, entre Chancay y Pisco. Fueron dos sismos de gran intensidad: el primero se produjo a las 4:15 de la mañana, y el segundo a las 5:30 aproximadamente, al que siguió un maremoto que arrasó el puerto del Callao y otras localidades costeras. Gobernaba entonces en el Perú el Virrey Don Melchor de Navarra y Rocafull, Duque de la Palata.

Este doble sismo es considerado como el tercero de mayor intensidad ocurrido en Lima, después del Terremoto de 1746 y el Terremoto de 1940.

El día 30 de enero de 1687 se sintió en Lima un temblor de regular intensidad. Dos meses después, otro sismo bastante recio sacudió la capital del Virreinato, en la medianoche del 31 de marzo al 1º de abril. A éste le siguieron los del 8, 9, 13 y 16 del mismo mes de abril, que aunque fueron de menor intensidad, por su alarmante repetición son considerados heraldos trágicos del violento terremoto del 20 de octubre de ese año.

El 20 de octubre de 1687, a las 4 y 15 de la madrugada, cuando los pobladores de Lima estaban sumidos en el sueño, empezó el sismo que tuvo una duración bastante prolongada. La crónica histórica afirma que algunos novicios jesuitas rezaron juntos a grito pausado, durante todo el tiempo que duró el sismo, la mayor parte de la letanía lauretana.

El pánico se apoderó de todos. El terrible sacudón desarticuló los edificios y torres de la ciudad. Las campanas de las iglesias tocaban por sí solas y el estruendo era muy grande. Se abrieron grietas en el suelo. La gente se volcó a calles, plazas y plazuelas. Se oían gemidos y oraciones en voz alta, pidiendo perdón a Dios e invocando su misericordia. Pasado el prolongadísimo sacudón, la población comenzó a reaccionar. Los más serenos se dedicaron a rescatar a los heridos de entre los escombros. Amigos y parientes se buscaban unos a otros. El enérgico Virrey Duque de la Palata impartió de inmediato las órdenes adecuadas y la gente ya se estaba tranquilizando, cuando poco después, a las 5 y 30 de la mañana, la tierra volvió a ser sacudida por otro fortísimo y largo sismo.

Esta vez el pánico fue incontrolable. Cayeron iglesias, edificios y mansiones, y las grietas se extendieron aterradoramente. Se derrumbó la torre de la iglesia de Santo Domingo, matando a mucha gente. Cayeron los portales de la Plaza Mayor. Se desplomó el Palacio de Gobierno, lo mismo que la Capilla Mayor de San Agustín y se vino abajo la bóveda y el crucero de la iglesia de San Francisco. Casi todos los edificios sufrieron daños y creció el número de víctimas.

El puerto del Callao, aparte de los estragos del sismo, sufrió las gravísimas consecuencias de un tsunami con olas de entre 5 y 10 metros de altura. Los estragos del maremoto se extendieron a lo largo de la costa comprendida entre Chancay y Arequipa. Hay constancia que este tsunami tuvo también efecto en zonas tan alejadas como las costas del Japón.

En Lima murieron unas 100 personas, aparte del total de muertos en Cañete, Chancay y Pisco, sobre todo en este último lugar, que también fue inundado totalmente por el mar, a punto tal que después hubo de trasladarse y refundarse a una legua del mar.

El Callao, como consecuencia del maremoto, quedó totalmente destruido y fallecieron 600 personas. La ola marina entró al puerto por encima de las murallas haciendo encallar dos embarcaciones e hizo desaparecer un pueblo de indios pescadores llamado Quilcay (Lurín) situado a cinco leguas al sur de Lima.

En Trujillo se sintió también el temblor, aunque solo como ruidos sin conmoción. Se le atribuyó la esterilización del valle de Chicama para la producción del trigo, el que se recogía hasta entonces hasta 18,000 fanegadas anuales.

Se esterilizaron también los terrenos para la cosecha de dicho cereal en la provincia de Lima, en una extensión como de 200 leguas, y hubo una epidemia de roya.[2]​ El trigo encareció y dejó de producirse en la costa peruana y desde entonces se tuvo que importar de Chile.[2][3]

Quien se salvó de una muerte segura fue el Arzobispo de Lima Don Melchor de Liñán y Cisneros, entonces convaleciente de una grave enfermedad en el Callao. El techo de su dormitorio cayó, y el prelado se salvó cobijándose bajo una viga que se atravesó en el umbral; de no ser por esa fortuita circunstancia hubiera sucumbido aplastado. No obstante, sufrió varias contusiones y serios daños en una pierna, siendo sacado con gran esfuerzo de entre los escombros por su mayordomo Francisco de Jáuregui. Después de este suceso el Arzobispo se retiró al pueblo de Late (actual distrito de Ate), pues su palacio de Lima había quedado inhabitable.

El mismo Virrey hubo de refugiarse en una toldería armada en la Plaza mayor y allí permaneció 73 días, hasta que en uno de los patios de Palacio se habilitaron unos aposentos de tablas donde se refugió con su familia. Este Virrey ha dejado su testimonio sobre el terremoto, en una carta enviada al rey de España: "La tierra que pisaba hacía olas como el mar y no me podía tener en pie y arrodillado para morir, tampoco me podía mantener en el suelo…".[4]


Los temblores continuaron sintiéndose a lo largo de los días siguientes. Como si todo esto fuera poco, un nuevo sismo sumamente violento se registró el 10 de noviembre de ese mismo año, prolongándose las réplicas hasta el día 2 de diciembre, día en que se agravó la situación, por haberse difundido la noticia falsa de una salida del mar. El pánico fue tal que todos abandonaron las habitaciones improvisadas que en plazas, huertos y otros parajes se habían levantado o las maltrechas viviendas que aún podían servir de refugio, y se apresuraron a ganar las alturas, creyendo que el mar cubriría Lima. Si no fuera porque el Virrey conservó la serenidad, el desastre hubiera sido mayor, pues se hallaban al acecho muchos maleantes y negros (esclavos y libertos), quienes esperaban ver la ciudad abandonaba para entregarse al saqueo. Aquel mismo día (2 de diciembre) un copioso aguacero (fenómeno muy raro en Lima) acabó por traer a tierra los restos de las construcciones que aún se mantenían en pie. Curiosamente, después del chaparrón, los temblores cesaron de producirse de manera continua.

En el verano siguiente el Virrey hubo de dictar severísimas medidas de sanidad para contrarrestar los efectos de una gran peste que asoló la capital y zonas aledañas, epidemia que triplicó la mortandad ocasionada por los sismos.

En ese año trágico de 1687 se inició la devoción a la llamada "Virgen del Aviso o de Las Lágrimas”, a partir de una pequeña imagen de la Virgen de la Candelaria que tenía en su casa el Oidor Don José Calvo de la Banda, sobre la cual muchos testigos aseguraron haber visto brotar, desde el 4 de julio de ese año y por 32 veces hasta el día del terremoto, un misterioso sudor y lágrimas.

Asimismo, fue a raíz de este terremoto cuando empezó a salir en procesión por las calles de Lima una réplica de la venerada imagen del Cristo de Pachacamilla, conocido también como el Santo Cristo de los Milagros. El sismo produjo resquebrajaduras y desmoronamientos en su capilla pero su portentoso mural con la representación del Cristo Crucificado quedó incólume, como ya había ocurrido en el anterior sismo de 1655, lo que fue considerado como un prodigio. Se inició así la tradicional manifestación de fe que subsiste hasta hoy en Lima, conocida como la Procesión del Señor de los Milagros.



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