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Ballista



La balista o ballista (del latín: ballista, del griego: βαλλιστής, ballistra, de βάλλειν bállein, 'lanzar, arrojar'’)[1]​ es una arma de asedio que lanzaba un proyectil, generalmente una flecha o una piedra, a un objetivo a distancias de más de cien metros. Utilizada en Europa desde la antigüedad clásica hasta la llegada del cañón en el siglo XV, era de aspecto y mecanismo similares a los de una ballesta, pero de un tamaño mayor.

Por lo general, la balista se construía en madera, aunque podía tener partes hechas o al menos revestidas de metal, y usaba cuerdas, tendones de animales o crines como tensores. Desarrollado a partir de armas de la época de la Grecia clásica anteriores, se basaba en diferentes mecánicas y utilizaba dos palancas que ofrecían una energía potencial mediante las cuerdas o tendones trenzados en forma de madejas retorcidas. El sistema se basaba en la torsión de un material elástico, en vez de un golpe de tensión como el utilizado en un arco, mejorando de esta manera su eficacia. Esto le permitía lanzar grandes rocas o virotes de madera de punta afilada. Las de mayor calibre podían alcanzar objetivos a más de 150 metros de distancia, haciendo de ellas importantes máquinas de asedio.

Debido a su tamaño, debía sostenerse sobre un trípode y era manejada por varios hombres encargados de poner los proyectiles, tensar la máquina por el mecanismo de torsión y liberar finalmente el proyectil. Si la maniobra se hacía correctamente, el proyectil salía disparado a grandes distancias. Se usaba principalmente en los asedios, ya que una vez montada era difícil de apuntar con ella a objetivos móviles. No obstante, en ciertas ocasiones se incorporaron ruedas al soporte de la balista para poder cambiarla de sitio sin tener que desmontarla.

El término se usa de manera confusa: en un principio se entiende como catapulta al arma lanzadora de flechas o lanzas (también llamada oxybolos y dorybolos), y ballista al ingenio lanzapiedras (también llamado lithobolos y petrobolos), más potente que el anterior. En algún momento del siglo IV, estas definiciones se invierten y ballista pasa a definir a la máquina lanzadora de flechas o lanzas menos potente.

El término catapulta es el más antiguamente utilizado para designar a las primeras armas pesadas. Su etimología, del griego καταπέλτης katapéltēs, procede de las palabras griegas katá (hacia abajo) y pelte (escudo ligero).[2]​ Por tanto, el término designa a una máquina capaz de romper escudos en la trayectoria descendente de sus misiles. Posteriormente, esta palabra designará solamente a un tipo especial de estas armas. Es en el año 399 a.C. cuando el tirano de Siracusa, Dionisio el Viejo, ordena preparar para defender la ciudad del asedio de Cartago nuevas armas mecánicas de las que se tiene noticia por primera vez. Entre ellas se encuentra el gastraphetes, ancestro de la ballesta o el oxibeles. Se trata de una especie de gran ballesta colocada sobre un trípode, que lanzaba grandes flechas (de 600 a 800 gramos), que podían atravesar una fila de hombres.[3]

Era un arma de guerra fundamental durante el imperio romano, junto a la catapulta o el onagro. Cada legión, dependiendo del momento histórico, podía contar con varias balistas en los cuerpos o unidades nombrados como ballistarii. También existieron carroballistae o carroballista: unidades compuestas por un carro tirado por caballos con una ballista montada. Fue de gran importancia hasta que en la época tardía fue desplazada por el uso del onagro. Aunque las fuentes latinas hablan de balistas enormes. No se tiene certeza si era parte de la propaganda, pero sí se tiene certeza de que al menos llegaron a medir ocho metros de altura.[4]

Fue utilizado justo antes del inicio del imperio por Julio César durante su conquista de la Galia y las invasiones de Gran Bretaña. Los dos intentos de invasión de Gran Bretaña y en la batalla de Alesia, se registró el uso de la balista en su propio commentarii (diario), De bello Gallico. También se tiene constancia de que se emplearon en las batallas de Bedriacum, en el sitio de Rodas o durante el sitio de Jerusalén.[4]

El ingeniero romano Marco Vitruvio registró en su obra De architectura el uso de máquinas de guerra como la balista y su experiencia en el ejército romano, así como la adaptación de las versiones griegas.[5]​ En su obra, el libro décimo sobre máquinas, dedica el capítulo XVI a la construcción de las balistas, el XVII a las proporciones de las ballestas y el capítulo XVIII al modo de armar al disparo las catapultas y ballestas. En lo que se refiere a ballistas, su principal aportación es la incorporación de un nuevo tipo de mordaza que logra aumentar el tamaño del nervio del resorte, aumentando su potencia.

Las primeras ballestas romanas estaban hechas de madera y se mantenían juntas con placas de hierro alrededor de los marcos y clavos de hierro en el soporte. El soporte principal tenía un control deslizante en la parte superior, donde se cargaban la piedra en forma de bolaños u otros proyectiles. Junto a esto, en la parte posterior, había un par de tornos y una garra, utilizada para recuperar la cuerda del arco a la posición inicial para armar el disparo. Un control deslizante pasaba a través de los marcos de campo del arma, en el que se encontraban los resortes de torsión (normalmente, tendón animal), que se retorcían alrededor de los brazos del arco, que a su vez estaban unidos a la cuerda del arco. De esta manera, al retirarse la cuerda del arco hacia atrás con los tornos de los resortes ya tensos, se almacenaba la energía necesaria para disparar los proyectiles. El escritor romano Lucilio las describió como armas que podían arrojar piedras que iban desde un kilo hasta 30 kilos generalmente, aunque se han encontrado proyectiles de más de 70 kilogramos.[4]​ Usar piedras de menor tamaño implicaría una mayor rapidez en la ofensiva.

La balista era un arma muy precisa, pero el diseño comprometía el alcance por la precisión. Las catapultas sacrificaban esta precisión por el alcance y el peso del proyectil, alcanzando más de 100 kilogramos.

Su valor -como el resto de armas de asedio- no sólo era por su capacidad de destrucción personal o material, sino por el daño moral o psicológico en las tropas defensivas. No solo por el impacto del proyectil a distancia, sino por el propio sonido que generaban. Para que la balista pareciese más impactante durante la batalla se añadían adornos que la hiciesen más monumental, e incluso en ocasiones se creaban armas falsas para atemorizar en mayor medida al enemigo.[6]

Así, buscando precisamente un efecto desmoralizante, el general cartaginés Aníbal al mando de una flota al servicio del rey Prusias de Bithinia, en 184 a.C., utilizó en una batalla naval unas ballestas para lanzar jarras de arcilla llenas de serpientes venenosas contra la flota del rey Eumenes II de Pérgamo, aliado de Roma.[7]



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