La captura de Atahualpaataque sorpresa realizado por el ejército de Francisco Pizarro sobre el monarca de facto del Imperio incaico, el Inca Atahualpa. Ocurrió en la tarde del 16 de noviembre de 1532, en la plaza mayor de Cajamarca. Y finalizó con los españoles habiendo logrando el objetivo de capturar al inca.
, batalla de Cajamarca o masacre de Cajamarca fue unEl Imperio incaico se encontraba en la última fase de una larga guerra civil por la sucesión al trono, en la cual uno de los pretendientes, Atahualpa, acababa de capturar a su medio hermano y rival por el trono, Huáscar. Mientras, por su parte, el español Francisco Pizarro y cuatro hermanos encabezaban una expedición de conquista compuesta por 168 hombres y 62 caballos, la cual había partido de Panamá en diciembre de 1531.
Durante el viaje de la expedición española, Atahualpa envió varios mensajeros con regalos para los españoles, algunos de ellos de oro, lo que aumentó las esperanzas de Pizarro de hallar grandes tesoros.Baños del Inca), a una legua de la ciudad.
Sin embargo, cuando Pizarro llegó a Cajamarca esta se encontraba desierta y se le informó que el ejército inca de alrededor de 30 000 guerreros se encontraba acampado en las afueras, en Pultumarca (hoy llamadoFrancisco Pizarro encomendó a Hernando de Soto la misión de ir donde el Inca para invitarle a que viniera a cenar con él en Cajamarca. Pizarro fue muy insistente en el sentido de que la invitación debía ser transmitida de manera cortés y pacífica, para evitar malentendidos. Soto partió acompañado de veinte jinetes, entre los que se encontraba Diego Garcia de Paredes. Cuando la avanzadilla se hallaba ya a medio camino, Pizarro viendo desde lo alto de una de las «torres» de Cajamarca las numerosas tiendas de campaña que conformaban el campamento del Inca, temió que sus hombres pudieran sufrir una emboscada, y envió a su hermano Hernando Pizarro con otros veinte encabalgados más.
Soto y sus hombres llegaron a Pultumarca, a través de una calzada de piedra que corría entre dos canales de agua y terminaba en un río, a partir del cual comenzaba el campamento del Inca. Mientras que Hernando Pizarro y su grupo iban ya casi al alcance de Soto, este llevaba al intérprete Felipillo de Tumbes, mientras que Hernando Pizarro llevaba al intérprete Martinillo, el sobrino del curaca Maizavilca de Poechos.
El Inca descansaba en un palacete situado en medio de un pradillo cultivado, situado un poco más atrás del campamento inca. Unos cuatrocientos guerreros incas, desplegado en el pradillo, custodiaban la residencia del Inca. Soto y sus hombres, después de cruzar el campamento, llegaron ante la puerta del palacete y, sin bajar de sus caballos, enviaron a Felipillo para que solicitase la presencia del Inca. Un «orejón», un noble inca, fue donde su señor con el mensaje y los españoles quedaron a la espera de alguna respuesta. Sin embargo, transcurría el tiempo, sin que nadie saliera dando una respuesta y en eso llegó Hernando Pizarro, junto con cuatro españoles, todos a caballo (el resto de los jinetes se había quedado a las puertas del campamento, a la expectativa de lo que sucediera). Sin bajarse del animal, Pizarro se dirigió a Soto preguntándole por el motivo de su demora, a lo que este respondió «aquí me tienen diciendo ya sale Atahualpa... y no sale». Hernando Pizarro, muy molesto, le ordenó a Martinillo que llamara al Inca, pero como nadie salía, se encolerizó aún más y dijo: «¡Decidle al perro que salga...!»
Tras el agravio de Hernando Pizarro, el orejón Ciquinchara salió del palacete a observar la situación y luego volvió al interior, informando a Atahualpa que se hallaba afuera el mismo español que lo había descalabrado en Poechos (sede del curacazgo de Maizavilca, en Piura), cuando se hallaba espiando el campamento español. Fue entonces cuando Atahualpa se animó a salir, caminando hacia la puerta del palacete y procediendo a sentarse sobre un banco colorado, siempre tras una cortina que únicamente dejaba ver su silueta. De este modo, podía observar al enemigo sin ser visto.
De inmediato, Soto se acercó a la cortina, aún encabalgado, y le presentó la invitación a Atahualpa, aunque este ni siquiera lo miró. Más bien, se dirigió a uno de sus orejones y le susurró algunas cosas. Hernando Pizarro se molestó nuevamente y comenzó a vociferar una serie de cosas que acabaron por llamar la atención del Inca, quien ordenó que le retirasen la cortina. Su mirada se dirigió muy particularmente al osado que lo había llamado «perro». Sin embargo, optó por responder a Soto, diciéndole que avisara a su jefe que al día siguiente iría a verlo donde ellos estaban y que ahí deberían pagarle todo lo que habían tomado durante su estancia en sus tierras.
Hernando Pizarro, sintiéndose desplazado, le dijo a Martinillo que le comunicara al Inca que entre él y el capitán Soto no había diferencia, porque ambos eran capitanes de Su Majestad. Pero Atahualpa no se inmutó, mientras cogía dos vasos de oro, llenos de licor de maíz, que le alcanzaron dos mujeres. Sin embargo, Soto le comentó al Inca que su compañero era hermano del gobernador. El Inca siguió mostrándose indiferente ante Hernando Pizarro, pero finalmente se dirigió a él, entablándose un diálogo, durante el cual el español se jactó de la superioridad bélica de sus hombres.
Luego, el Inca ofreció a los españoles los vasos de licor, pero aquellos, temerosos de que la bebida estuviera envenenada, se excusaron de tomarla, diciendo que estaban en ayuno. A lo que el Inca replicó diciendo que él también estaba ayunando y que el licor de ningún modo hacía romper el ayuno. Para que se disipara cualquier temor, el Inca probó un sorbo de cada uno de los vasos, lo que tranquilizó a los españoles, que bebieron entonces el licor. Soto, montado en su caballo, quiso enseguida lucirse y comenzó a galopar, haciendo cabriolas ante el Inca; de repente avanzó sobre el monarca como queriendo atropellarle, pero paró en seco. Soto quedó asombrado al ver que el Inca había permanecido inmutable, sin hacer el menor gesto de miedo. Atahualpa ordenó luego traer más bebida y todos bebieron. Finalizó la entrevista con la promesa de Atahualpa de ir al día siguiente a encontrarse con Francisco Pizarro.
Los españoles convencieron al Inca de solo llevar sirvientes y no soldados al encuentro como gesto de buena voluntad, aunque de igual modo Atahualpa llevó a su lado a algunos cientos de soldados de su guardia imperial. Le seguían de 30 000 a 40 000
sirvientes y guerreros desarmados por orden suya (porque pensaba capturar a los españoles como a animales: solo con las manos, y de ser necesario, usando boleadoras). Pizarro los esperaba con 180 españoles y 37 caballos, más indios auxiliares. Atahualpa aceptó la invitación y presidió una lenta y ceremoniosa marcha de miles de sus súbditos, mayormente bailarines, músicos y cargadores de servicio. El desplazamiento le tomó buena parte del día, causando desesperación en Francisco Pizarro y sus soldados, porque no querían pelear de noche. Esto es notable porque a estas alturas de la campaña de conquista del Tahuantinsuyo, los españoles ignoraban que los incas no combatían de noche por motivos rituales.
Dentro de Cajamarca, los españoles habían hecho ya los preparativos para tender la celada al Inca. Pizarro dividió a sus jinetes en dos grupos, uno al mando de Hernando Pizarro y otro al mando de Hernando de Soto. A los caballos se les colocó cascabeles para que hicieran más ruido al momento de galopar. Los infantes fueron también divididos en dos grupos, uno al mando del mismo Francisco Pizarro y otro al mando de Juan Pizarro. Todas estas tropas fueron desplegadas de manera estratégica. En la cima de una torre situada en la plaza, se instaló el artillero Pedro de Candía, acompañado por tres soldados y dos trompetas, junto con la artillería, compuesta por dos falconetes o cañones pequeños, dispuestos para disparar cuando se diese la señal convenida.
Escondidos dentro de la ciudad, las tropas españolas presenciaron el ingreso del Inca a la plaza mayor, ya cerca de la hora del crepúsculo. Atahualpa cometió el error de subestimar el peligro que el pequeño grupo de españoles representaba y acudió escoltado únicamente por un grupo de entre 3000 y 6000 servidores,
mientras que el resto de su ejército quedó fuera de la muralla de la ciudad, delante de la portada de levante. El Inca, cargado en andas, se condujo hasta el centro de la plaza, donde ordenó a sus portadores que se detuvieran. Se sorprendió al no ver a ningún español y preguntó a su espía Ciquinchara dónde estaban todos ellos. Algunos de sus capitanes le respondieron que los españoles estaban escondidos de miedo. De pronto, avanzó hacia Atahualpa un hombre barbado y vestido con un hábito blanquinegro: era el fraile Vicente de Valverde, acompañado de un intérprete indígena (Felipillo, según cronistas como Cieza y Garcilaso, o Martinillo, según los soldados-cronistas Pedro Pizarro y Miguel de Estete, testigos de los hechos) y del soldado español Hernando de Aldana, el único de la hueste hispana que entendía ligeramente el idioma de los incas. Valverde, portando una cruz y un breviario, inició el llamado Requerimiento, ordenando a Atahualpa que renunciara a su religión pagana y que aceptara en cambio al catolicismo como su fe y a Carlos I de España, como soberano. Atahualpa se sintió insultado y confundido por estas demandas de los españoles. Si bien seguramente Atahualpa no tenía intenciones de acceder a las demandas de los españoles, según las crónicas de Inca Garcilaso de la Vega, el Inca intentó algún tipo de discusión sobre la fe de los españoles y su rey, pero los hombres de Pizarro se comenzaron a poner impacientes.
El Inca notó que Valverde miraba su breviario antes de pronunciar las frases del Requerimiento y con curiosidad se la pidió. El cura le explicó que allí se encontraba el designio divino de su religión y que de allí salía la palabra de Dios. Atahualpa cogió el libro, lo revisó y se lo acercó al oído, indignándose porque no oía nada ni sentía que ese objeto fuera así de poderoso, por lo que lo lanzó muy lejos con furia, gritando que él no se sometería ante nadie por ser el hijo del sol, y que no conocía la religión de la que el cura le hablaba; asimismo exigió que los españoles pagaran por los desmanes que habían cometido desde su llegada a suelo de su reino. Martinillo recogió el libro y lo alcanzó a Valverde, quien corrió hacia donde Pizarro, gritándole: «¡Qué hace vuestra merced, que Atabalipa está hecho un Lucifer!», para luego dirigirse hacia los soldados españoles, contándoles que el Inca había arrojado los Evangelios por tierra y rechazado el Requerimiento, por lo que les incitó a que salieran a combatir al “idólatra”, que tendrían la absolución. Fue así que Pizarro ordenó a sus hombres a que entraran en acción; sonaron las trompetas y simultáneamente, el artillero Pedro de Candía disparó uno de los falconetes que estaban en la cima de la torre (el otro se averió), impactando el disparo en medio de la masa humana, matando y mutilando a los que en su línea de fuego encontró. Y antes de que los sorprendidos indios se recuperasen, los españoles de a caballo, al grito de «¡Santiago, Santiago!», salieron estrepitosamente barriendo todo lo que tenían delante, seguidos de una tropilla de negros e indios con corazas, estoques y lanzas. Simultáneamente, el otro escuadrón de españoles abría fuego con sus mosquetes desde larga distancia. Se produjo un gran caos, pues los pocos guerreros armados no tuvieron tiempo de sacar sus porras, las cuales tampoco eran de mucha ayuda contra los tiros lejanos españoles y los caballos. La mayoría de la masa india trató de salir del complejo para alejarse de la masacre, y como la única puerta principal estaba abarrotada cargaron contra uno de los muros, haciendo un forado en este, y salieron del complejo.
El principal blanco del ataque español era Atahualpa y sus comandantes. Pizarro se dirigió a caballo hacia donde estaba Atahualpa, pero el Inca no se movió. Los españoles cortaron las manos o brazos de los asistentes que portaban la litera de Atahualpa para obligarlos a dejarla caer y poder alcanzarlo. Los españoles estaban sorprendidos porque los asistentes ignorando sus heridas, y con sus miembros todavía sanos, sostuvieron la litera hasta que varios de ellos fueron matados y la litera volcó. Atahualpa permaneció sentado en la litera mientras que un gran número de asistentes se apresuraron a colocarse entre la litera y los españoles, dejando que los españoles los mataran. Mientras sus hombres mataban a los indios, Pizarro cabalgó entre ellos hasta donde un soldado español de a pie había extraído a Atahualpa de la litera. Mientras que sucedía esto, otros soldados también alcanzaron la litera y uno de ellos intentó matar a Atahualpa. Reconociendo el valor de Atahualpa como prisionero, Pizarro lo defendió y fue herido en una mano con una espada.
Como resultado del encuentro, entre 4000 a 5000 personas murieron (entre sirvientes y guardias atahualpistas, junto a terceros que allí se encontraban, como los pobladores de Cajamarca y varios orejones huascaristas enviados con ofrecimientos de parte del Inca cautivo), otros 7000 fueron heridos o capturados, según los cronistas los españoles tuvieron solo un muerto (un esclavo negro)
y varios heridos.La esposa de Atahualpa, Cuxirimay Ocllo (que por entonces tendría entre 13 y 15 años de edad), estaba con el ejército y acompañó a Atahualpa mientras estuvo prisionero. Después de su ejecución fue llevada a Cuzco y adoptó el nombre de doña Angelina. Hacia 1538 era la concubina de Francisco Pizarro, con quien tuvo dos hijos, Juan y Francisco. Después de que Pizarro fuera asesinado en 1541, ella se casó con el intérprete Juan de Betanzos quien escribió posteriormente Suma y narración de los incas, cuya parte primera cubre la historia de los incas hasta la llegada de los españoles, y la segunda parte abarca la conquista hasta 1557, principalmente desde el punto de vista de los incas e incluye menciones a entrevistas con guardias del Inca que se encontraban cerca de la litera de Atahualpa cuando fue capturado. Hasta 1987 solo se conocían los primeros 18 capítulos de la parte primera, hasta que en 1987 se encontró y publicó el manuscrito completo.
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