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Cisma de Oriente



El Cisma de Oriente y Occidente o el Gran Cisma —en menor medida conocido también como Cisma de 1054— refiere al conflicto ocurrido en 1054, cuando el máximo jerarca de la Iglesia católica en Roma, el papa u obispo de Roma (san León IX), y la máxima autoridad de la Iglesia ortodoxa, el patriarca de Constantinopla (Miguel I Cerulario), se excomulgaron mutuamente. Este enfrentamiento de autoridades comportó la unión del catolicismo occidental, que reconocía la suprema autoridad de Roma, de la oriental u ortodoxa. Su antecedente directo se conoce como Cisma de Focio.

Durante el Tercer Concilio de Toledo en el año 589, cuando tuvo lugar la solemne conversión de los visigodos al catolicismo, se produjo la añadidura del término Filioque (traducible como ‘y del Hijo’), por lo que el Credo pasaba a declarar que el Espíritu Santo procede no exclusivamente «del Padre», como decía el credo Niceno, sino «del Padre y del Hijo» al decir:

En el año 568, el nombre del papa fue retirado de los dípticos del patriarcado de Constantinopla. Se discute todavía entre los historiadores cuál fue el motivo de este cambio. Una causa pudo ser el hecho de que el papa Sergio IV había enviado al patriarca de Constantinopla una profesión de fe que contuviera el Filioque y eso habría provocado la incomprensión de parte del patriarca.

Aunque la inserción del Filioque en el credo latino estaba en las diferentes liturgias europeas desde el siglo VI,[cita requerida] y sobre todo en la carolingia desde el siglo IX, la liturgia romana no incluía la recitación del credo en la liturgia. En 1014, con motivo de su coronación como emperador del Sacro Imperio, Enrique II solicitó al papa Benedicto VIII la recitación del Credo. El papa, necesitado del apoyo militar del emperador, accedió a su petición y lo hizo según la praxis vigente por entonces en Europa: de este modo, por primera vez en la historia, el Filioque se usó en Roma.

Según cuenta el historiador Rodolfo Glabro, la Iglesia griega quería, en aquellos primeros años del milenio, encontrar una especie de entendimiento con la Iglesia latina, de manera que «con el consenso del Romano Pontífice la Iglesia de Constantinopla fuese declarada y considerada universal en su propia esfera, así como Roma en el mundo entero».[1]​ Esto implicaba una doble forma de ser una sola Iglesia católica. El papa Juan XIX pareció vacilante ante la propuesta de la iglesia griega, lo cual le supuso recibir la recriminación de algunos monasterios que estaban por la reforma eclesial.[2]

Un precedente del Cisma tuvo lugar en el año 857, cuando el emperador bizantino Miguel III, llamado el Beodo, y su ministro Bardas expulsaron de su sede en Constantinopla al patriarca Ignacio (conmemorado hoy en día como santo, tanto en la Iglesia ortodoxa como en la Iglesia católica). Lo reemplazaron por un nuevo candidato para dicho puesto, Focio (reconocido como santo por la Iglesia ortodoxa, pero no por la católica), quien en seis días recibió todas las órdenes de la Iglesia. Focio comenzó a entrar en desacuerdo con el papa Nicolás I y recibió la entronización.

Hay muchas perspectivas y opiniones referentes a la vida de dicho Obispo, tanto en pro como en su contra. Para los que no le aprobaban en su primacía, fue descrito como "el hombre más artero y sagaz de su época: hablaba como un santo y obraba como un demonio"; en cuanto a su favor, fue reconocido como un "importante constructor de paz de la época". Incluso el papa Nicolás I se refirió a él por sus "grandes virtudes y el conocimiento universal".[3]​ Poco tiempo antes de la muerte del patriarca Ignacio, este había abogado para que Focio fuera restituido como su sucesor después de su segundo período, manifestando su alta estima y favor por este. Pero Focio fue destituido y desterrado a un monasterio en el año 887. En todo caso, en su segundo período, obtuvo el reconocimiento formal del mundo cristiano en un concilio convocado en Constantinopla en noviembre de 879. Los legados del papa Juan VIII asistieron, dispuestos a reconocer a Focio como patriarca legítimo, una concesión por la que el papa fue muy censurado por la opinión latina.

En 1054, el papa León IX quien, amenazado por los normandos, buscaba una alianza con Bizancio, mandó una embajada a Constantinopla encabezada por su colaborador, el cardenal Humberto de Silva Candida, y formada por los arzobispos Federico de Lorena y Pedro de Amalfi. Los delegados papales negaron, a su llegada a Constantinopla, el título de ecuménico (autoridad suprema) al patriarca Miguel I Cerulario y, además, pusieron en duda la legitimidad de su elevación al patriarcado. El patriarca se negó entonces a recibir a los legados. El cardenal respondió publicando su Diálogo entre un romano y un constantinopolitano, en el que se burlaba de las costumbres griegas, y abandonó la ciudad tras excomulgar a Cerulario mediante una bula que depositó el 16 de julio de 1054 sobre el altar de la Iglesia de Santa Sofía. Pocos días después (24 de julio), Cerulario respondió excomulgando al cardenal y a su séquito, y quemó públicamente la bula romana, con lo que se inició el Cisma. Alegaba que, en el momento de la excomunión, León IX había muerto y por lo tanto el acto excomunicatorio del cardenal de Silva no habría tenido validez; añadía también que se excomulgaron individuos, no Iglesias.

Existen múltiples conjeturas para definir dicha escisión, y una de ellas pretende suponer que el cisma fue más bien resultado de un largo período de relaciones difíciles entre las dos partes más importantes de la Iglesia universal: causas como las pretensiones de suprema autoridad (el título de "ecuménico") del papa de Roma y las exigencias de autoridad del patriarca de Constantinopla.

El hecho más resaltado fue que el Obispo de Roma reclamaba autoridad sobre toda la cristiandad, incluyendo a los cuatro patriarcas más importantes de Oriente. Este tema lleva a interpretaciones contradictorias sobre lo que viene a ser "la sagrada tradición apostólica" y "las santas escrituras": los patriarcas y primados, en comunión plena con estos, alegaban que el Obispo de Roma solo podía ser un "primero entre sus iguales" o "Primus inter pares", dejando a la voluntad de Jesucristo la primacía infalible en toda la Iglesia y negaban toda estructura piramidal sobre las Iglesias hermanas. Por su parte, varios de los papas contemporáneos a dicha fecha, pretendían sostener sus preceptos religiosos, por ejemplo, en los escritos del obispo Ireneo de Lyon (santo padre apostólico), el cual decía que "es necesario que cualquier Iglesia esté en armonía con la Iglesia hermana, por considerarla depositaria primigenia de la Tradición apostólica". Dichos pontífices interpretarían como dicha "Iglesia hermana" a Roma en su caso.

El Gran Cisma también tuvo gran influencia en las variaciones de las prácticas litúrgicas (calendarios y santorales distintos) y en las disputas sobre las jurisdicciones episcopales y patriarcales.

Cabe decir que ambas iglesias se reunieron en 1274, en el Segundo Concilio de Lyon y en 1439, en el Concilio de Basilea, pero en cada una de estas ocasiones, las intenciones conciliares se vieron frustradas por el mutuo repudio posterior.

En años recientes, algunas Iglesias orientales han decidido aceptar la primacía universal del papa y ahora son denominadas Iglesias orientales católicas. Seis de ellas son patriarcales; el gobierno y el cuidado pastoral del papa sobre todas ellas lo realiza a través de la Congregación para las Iglesias Orientales (Congregatio pro Ecclesiis Orientalibus). Algunas nunca han estado en cisma con la Santa Sede (como la Iglesia maronita y la Iglesia ítalo-albanesa) y otras han surgido de divisiones de las Iglesias ortodoxas o de las antiguas Iglesias nacionales de Oriente.

Con todo, tanto la Iglesia ortodoxa como la Iglesia católica reivindican también la exclusividad de la fórmula: "Una, Santa, Católica y Apostólica", considerándose cada una como la única heredera legítima de la Iglesia primitiva o universal y atribuyendo a la otra el haber "abandonado la iglesia verdadera" durante el Gran Cisma. No obstante, tras el Concilio Vaticano II (1962), la Iglesia católica inició una serie de iniciativas que han contribuido al acercamiento entre ambas iglesias, y así el papa Pablo VI y el patriarca ecuménico Atenágoras I decidieron, en una declaración conjunta, el 7 de diciembre de 1965, «cancelar de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido pronunciada».

Como consecuencia de la expansión musulmana en el siglo VII, tres de los cuatro patriarcados orientales cayeron bajo dominio del Islam: Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Por eso, el Oriente cristiano se identificó desde entonces con la Iglesia griega o bizantina, es decir, el Patriarcado de Constantinopla y las iglesias nacidas como fruto de su acción misionera, que le reconocían una primacía de jurisdicción o al menos de honor. Estas cristiandades que giraban en la órbita de Constantinopla, integraban la Iglesia greco-oriental.

El Cristianismo sufrió la impronta de la contraposición entre Oriente y Occidente, cultura griega y latina. Constantinopla se convirtió en el principal Patriarcado del Oriente cristiano, émulo del Pontificado romano, estrechamente vinculado al Imperio de Bizancio, mientras que Roma se alejaba cada vez más de este y buscaba su protección en los emperadores francos o germánicos. En este contexto de creciente frialdad entre las dos Iglesias, las fricciones y enfrentamientos jalonaron un largo proceso de debilitamiento de la comunión eclesiástica.



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