El contractualismo es una corriente moderna de filosofía política y del derecho, que explica el origen de la sociedad y del Estado como un contrato original entre humanos, por el cual se acepta una limitación de las libertades a cambio de leyes que garanticen la perpetuación y ciertas ventajas del cuerpo social. No es una doctrina política única o uniforme, sino un conjunto de ideas con un nexo común, si bien extremadamente adaptable a diferentes contextos, lo que explica su vitalidad y su capacidad para ir evolucionando y redefiniéndose hasta la actualidad. Como teoría política es posiblemente una de las más influyentes de los últimos trescientos años, configurando, en mayor o menor grado, la estructura actual de los distintos Estados y naciones.
No debe confundirse el contractualismo con la democracia, pues no todas las teorías contractualistas defienden modelos políticos democráticos. Tampoco debe confundirse contractualismo con nacionalismo, pues, siendo ambos movimientos políticos nucleares y casi simultáneos de los estados modernos, expresan concepciones distintas. El contractualismo continúa siendo la caracterización más utilizada para expresar el origen, la naturaleza y las propiedades del estado en Occidente e influyó, sobre todo, en la guerra de independencia norteamericana y en la revolución francesa.
El contractualismo examina la naturaleza, el origen y la justificación del poder político. En su versión clásica se basa en la existencia de un pacto para la conformación de la sociedad civil y el Estado.
El contractualismo contemporáneo, se interesa fundamentalmente por los principios lógicos e ideológicos que fundamentan el contrato político, es decir, por los procedimientos de decisión y las condiciones en que tiene lugar el pacto.
El contractualismo fue causa y consecuencia de un cambio de percepción de la sociedad (o en todo caso de sus elites) respecto del poder y su naturaleza. Hasta el siglo XVII predominaba la idea de que el poder se justificaba de manera natural o apelando a instancias religiosas, de forma que más allá de todo cambio circunstancial, los seres humanos vivían en sociedades ordenadas y reguladas conforme a ciertas reglas que excedían su capacidad de decisión. Así, el rey lo era por gracia de Dios (como se afirmaba desde las concepciones monárquicas) o los esclavos lo eran por naturaleza (como proclamara Aristóteles). Si bien hubo intentos precedentes de romper con esa concepción (por ejemplo, por parte de la escuela sofista en la antigua Grecia, que defendía el convencionalismo y el relativismo, o por parte de Guillermo de Ockham en el siglo XIV, o las teorías pactistas medievales) la legitimación más aceptada era que las relaciones de mando y obediencia nacían de reglas invariables y venían prefijadas por la tradición, la naturaleza o la voluntad divina, y en cualquier caso no se sometían a la voluntad de los interesados. Sin embargo, con el advenimiento de la sociedad moderna, el panorama fue cambiando paulatinamente. Las razones de ese cambio son diversas y están fuertemente interrelacionadas entre sí. Estas son algunas de ellas:
El resultado combinado de todas estas tendencias, junto con otros factores, tuvo como consecuencia una crisis política producto de una crítica social sin precedentes, vivida en cada territorio a ritmos distintos en función de su contexto político o económico, de manera revolucionaria en unos casos, en otros de manera más pacífica. Lo cierto es que en el periodo comprendido entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se produjo algún cambio en el régimen político de prácticamente todos los territorios europeos y americanos, lo que convirtió al contractualismo en el único recambio teórico ante un Antiguo Régimen herido de muerte.
La estructura básica del contractualismo fue establecida por el filósofo inglés Thomas Hobbes. En realidad, el objetivo de este pensador era justificar ideológicamente la monarquía absoluta, pero al hacerlo propuso el armazón teórico que provocaría su derrumbe. Impresionado por los desórdenes de la revolución inglesa de 1651 redactó su principal obra, Leviatán, que es una explicación sobre el origen del estado. Si bien Leviatán es una obra compleja, su tesis central es bastante simple y se articula en tres momentos:
La lúgubre concepción antropológica de Hobbes y el modelo político legitimado por esta eran incompatibles con las transformaciones políticas de la Europa del siglo XVII. No así la estructura de su razonamiento (estado de naturaleza-pacto-estado de sociedad), que resultó ser enormemente útil en los años siguientes.
John Locke, por ejemplo, en su obra Dos tratados sobre el gobierno civil, mantuvo el esquema original para adaptarlo a las necesidades del estado liberal:
Otro pensador, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau, tomó prestadas, para su obra "El contrato social", las categorías políticas Hobbesianas, pero modificando radicalmente los puntos de partida y de llegada:
La huella de estos tres contractualistas se puede rastrear hasta la actualidad. [hobbesianas para elaborar su teoría del Estado, y el modelo liberal de Estado no intervencionista parece fuertemente influido por Locke. Los ideales comunitaristas, ecologistas y románticos reciben la impronta de Rousseau, un autor por otro lado difícil de clasificar. La irrupción del pensamiento contractualista está en la base del constitucionalismo moderno.
El contractualismo contemporáneo ya no centra sus investigaciones en el proceso histórico que supone un hipotético nacimiento de la sociedad. Influidos por el formalismo kantiano y por la filosofía del lenguaje, el interés de estos pensadores es analizar la lógica interna de los procesos de toma de decisiones y los procesos de resolución de conflictos. No se centran tanto en el contenido del contrato, sino en la forma en que ese contrato se elabora.
John Rawls, por ejemplo, se centra en la posición ideal de los contratantes (velo de la ignorancia), posición desde la cual no pueden saber qué lugar van a ocupar con posterioridad al contrato mismo, y que facilita tomas de decisiones justas.
Jürgen Habermas, por otro lado, se centra en lo que él llama “condiciones ideales de diálogo”, o postulados imprescindibles para la comunicación social y, por tanto, política. Estos postulados se refieren a las condiciones mínimas necesarias para llegar a un acuerdo, como por ejemplo, el postulado de no violencia (según el cual el proceso de debate deja de ser racional cuando se hace bajo amenaza), el postulado de igualdad (según el cual los actores del debate deben tener igual acceso a la información pertinente para el diálogo) y el postulado de seriedad (según el cual el objetivo del debate ha de ser llegar a un acuerdo).
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