Francisco Zurbarán cumple los años el 7 de noviembre.
Francisco Zurbarán nació el día 7 de noviembre de 1598.
La edad actual es 426 años. Francisco Zurbarán cumplió 426 años el 7 de noviembre de este año.
Francisco Zurbarán es del signo de Escorpio.
Francisco Zurbarán nació en Fuente de Cantos.
Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 7 de noviembre de 1598 – Madrid, 27 de agosto de 1664) fue un pintor del Siglo de Oro español.
Contemporáneo y amigo de Velázquez, Zurbarán destacó en la pintura religiosa, en la que su arte revela una gran fuerza visual y un profundo misticismo. Fue un artista representativo de la Contrarreforma. Influido en sus comienzos por Caravaggio, su estilo fue evolucionando para aproximarse a los maestros manieristas italianos. Sus representaciones se alejan del realismo de Velázquez y sus composiciones se caracterizan por un modelado claroscuro con tonos más ácidos.
Francisco de Zurbarán nació el 7 de noviembre de 1598 en Fuente de Cantos (Badajoz). Sus padres fueron Luis de Zurbarán, un acomodado comerciante vasco establecido en Extremadura desde 1582, e Isabel Márquez, quienes se habían casado en la localidad vecina de Monesterio el 10 de enero de 1588. Otros dos importantes pintores del Siglo de Oro nacerían poco después: Velázquez (1599-1660) y Alonso Cano (1601-1667).
Probablemente se iniciara en el arte pictórico en la escuela de Juan de Roelas, en su ciudad natal, antes de ingresar, en 1614, en el taller del pintor Pedro Díaz de Villanueva (1564-1654), en Sevilla, donde Alonso Cano lo conoció en 1616. Probablemente también trabó relación con Francisco Pacheco y sus alumnos, además de tener cierto influjo procedente de Sánchez Cotán tal cual puede observarse en la Naturaleza muerta que pintó Zurbarán hacia 1633.
Su aprendizaje se terminó en 1617, año en el que Zurbarán se casó con María Páez. El primer cuadro que se citaba como de los comienzos de su carrera es una Inmaculada creída de 1616 (colección de Plácido Arango), pero su fecha real es 1656 y, de hecho, delata influencias de Tiziano y Guido Reni, más propias de la última etapa del artista en Madrid.
En 1617 se estableció en Llerena, Extremadura, donde nacieron sus tres hijos: María, Juan (Llerena 1620-Sevilla 1649), (que fue pintor, como su padre, y murió durante la gran epidemia de peste ocurrida en Sevilla en 1649), e Isabel Paula.
Tras el fallecimiento de su esposa, se volvió a casar en 1625 con Beatriz de Morales, viuda y con una buena posición económica, aunque diez años mayor que él, como su primera esposa. En 1622 era ya un pintor reconocido, por lo que fue contratado para pintar un retablo para una iglesia de su ciudad natal.
En 1626 y ante un notario, firmó un nuevo contrato con la comunidad de predicadores de la orden dominica de San Pablo el Real, en Sevilla; tenía que pintar veintiún cuadros en ocho meses. Fue entonces, en 1627, cuando pintó el Cristo en la cruz (Art Institute de Chicago), obra que fue tan admirada por sus contemporáneos que el Consejo Municipal de Sevilla le propuso oficialmente, en 1629, que fijara su residencia en esta ciudad hispalense. En este cuadro la impresión de relieve es sorprendente; Cristo está clavado en una burda cruz de madera. El lienzo blanco, luminoso, que le ciñe la cintura, con un hábil drapeado —ya de estilo barroco—, contrasta dramáticamente con los músculos flexibles y bien formados de su cuerpo. Su cara se inclina sobre el hombro derecho. El sufrimiento, insoportable, da paso a un último deseo: la resurrección, último pensamiento hacia una vida prometida en la que el cuerpo, torturado hasta la extenuación pero ya glorioso, lo demuestra visualmente.
Igual que en el Cristo crucificado de Velázquez (pintado hacia 1630, más rígido y simétrico), los pies están clavados por separado. En esa época, las obras, en ocasiones monumentales, trataban de recrearse morbosamente en la crucifixión; de ahí el número de clavos. Por ejemplo, en las Revelaciones de Santa Brígida se habla de cuatro clavos. Por otra parte, y tras los decretos tridentinos, el espíritu de la Contrarreforma se opuso a las grandes escenificaciones, orientando especialmente a los artistas hacia las composiciones en las que se representara únicamente a Cristo. Muchos teólogos sostenían que tanto el cuerpo de Jesús como el de María tenían que ser unos cuerpos perfectos. Zurbarán aprendió bien estas lecciones, afirmándose, a los veintinueve años, como un maestro indiscutible.
Extremeño de nacimiento, es considerado un pintor de imaginería (artista de carácter religioso, especializado en imágenes y estatuas) Zurbarán firmó un nuevo contrato en 1628 con el convento de Nuestra Señora de la Merced Calzada, y se instaló, con su familia y los miembros de su taller, en Sevilla. Pintó entonces el cuadro de San Serapio, uno de los mártires de la Orden de la Merced, muerto en 1240 tras haber sido torturado, probablemente por los piratas sarracenos.
Los religiosos mercedarios (pertenecientes a la Orden de la Merced), además de los votos tradicionales de castidad, pobreza y obediencia, pronunciaban un voto de «redención o de sangre» por el que se comprometían a entregar su vida a cambio del rescate de los cautivos en peligro de perder su fe.
Zurbarán quiso representar el horror sin que en la composición apareciera ni una gota de sangre. Aquí no se intuye el ensueño divino que precede a la Resurrección. La boca entreabierta no deja escapar ni un grito de dolor, demuestra el abatimiento paroxístico; dice en un soplo, simple y terriblemente, que ya es demasiado para seguir viviendo.
La gran capa blanca, casi un trampantojo, ocupa la mayor parte del cuadro. Si se hace abstracción del rostro, la relación entre la superficie total y la de este vasto espacio blanco es, exactamente, el número áureo.
Nominándose a sí mismo como «maestro pintor de la ciudad de Sevilla», Zurbarán despertó los celos de algunos pintores como Alonso Cano, a quien Zurbarán desdeñó. Se negó a pasar los exámenes que le darían derecho a utilizar este título, pues consideraba que su obra y el reconocimiento de los grandes tenían más valor que el de algunos miembros, más o menos amargados, de la corporación de los pintores. Le llovían los encargos de las familias nobles y para los grandes conventos que los mecenas andaluces protegían, como los de los jesuitas.
En 1634 efectuó un viaje a Madrid. Su estancia en la capital resultó determinante para su evolución pictórica. Se encontró con su amigo Diego Velázquez, con el que analizó y meditó sobre sus obras. Pudo contemplar las obras de los pintores italianos que trabajaban en la corte de España, como las de Angelo Nardi y Guido Reni. Zurbarán renunció, desde ese momento, al tenebrismo de sus inicios, así como a las veleidades caravagistas (de las que se puede ver un ejemplo en el cuadro La Exposición del cuerpo de San Buenaventura, especialmente en las caras de los adolescentes situados en la parte derecha del cuadro). Sus cielos se hicieron más claros y los tonos menos contrastados.
Dotado con el título de «Pintor del Rey», volvió a Llerena, donde pintó, gratuitamente, un cuadro para la iglesia de Nuestra Señora de la Granada debido a la devoción que sentía por la Virgen María. Los encargos se le acumulaban: Nuestra Señora de la Defensión, la Cartuja de Jerez de la Frontera, la iglesia de San Román en Sevilla...
Esta última ciudad, a orillas del Guadalquivir, era uno de los grandes puertos europeos que vivía del comercio con las Américas. Los galeones llegaban cargados de oro y zarpaban con las bodegas llenas de productos españoles (entre otras cosas, obras de arte). Zurbarán empezó a producir pinturas religiosas para el mercado americano (en ocasiones, series de santos de diez y más obras) y ya en 1638 reclamaba el pago de una suma que le debía Lima. Ejemplo excepcional de la producción de Zurbarán para América es la serie de doce cuadros Las tribus de Israel, actualmente en Auckland, en el condado de Durham (Inglaterra); se supone que no llegaron a su destino por un ataque pirata.
En 1639 murió su segunda esposa, Beatriz, y en ese año Zurbarán pintó Cristo en Emaús (Museo Nacional de San Carlos, México) y San Francisco en éxtasis. En 1641 se casó su hijo Juan con Mariana de Cuadros (hija de un rico comerciante) que moriría poco después.
En enero de 1643 el Conde-Duque de Olivares, hasta ese momento favorito de Felipe IV de España, fue exiliado. Olivares era un gran protector de los pintores andaluces. Esta crisis política se unió a una desaceleración de la actividad comercial de Sevilla, lo que significó, asimismo, que disminuyera el número de encargos pictóricos. Zurbarán, altamente estimado, no se vio afectado por este percance. En 1644 se casó con Leonor de Tordera, hija de un orfebre. Ella tenía veintiocho años y Zurbarán cuarenta y seis. Tuvieron seis hijos.
Hacia 1636, Zurbarán intensificó la exportación a América del Sur. En 1647, un convento peruano le encargó treinta y ocho pinturas, veinticuatro de las cuales tenían que ser de Vírgenes a tamaño natural. En el mercado americano puso en venta, asimismo, algunos cuadros profanos, lo que le compensó de la disminución de la clientela andaluza de la que otro pintor sevillano, Murillo, sería también víctima, y lo que explicaría, a su vez, la marcha de Alonso Cano a Madrid.
Los encargos que tenía Zurbarán eran muchos, y de ellos da cuenta un contrato encontrado según el cual Zurbarán vendió a Buenos Aires quince vírgenes mártires, quince reyes y hombres célebres, veinticuatro santos y patriarcas (todos ellos a tamaño natural) y también nueve paisajes holandeses. Zurbarán podía permitirse el mantener un taller importante con aprendices y asistentes. Su hijo Juan, conocido por ser un buen pintor de bodegones (escenas de cocina, mercados y naturalezas muertas), trabajó probablemente para su padre. Una hermosa naturaleza muerta de Juan de Zurbarán se encuentra en el museo de Kiev.
A principios de los años 1650 Zurbarán viajó de nuevo a Madrid. Pintó, entonces, en esfumado, el admirable rostro de la Virgen en la Anunciación (1638) que se encuentra en el Museo de Grenoble, y Cristo llevando la cruz de 1653 (catedral de Orleans). En 1658 los cuatro grandes pintores —Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano y Murillo— se encontraban en Madrid. Zurbarán testificó durante la investigación llevada a cabo sobre Velázquez, lo que le permitió ingresar en la Orden de Santiago como él deseaba. De esa época datan El lienzo de la Verónica (Valladolid, Museo Nacional), El reposo durante la huida a Egipto (Museo de Budapest), San Francisco arrodillado con una calavera (Madrid, Prado; donación de Plácido Arango) y La Virgen con el Niño y san Juanito, su última obra fechada conocida (1662; Bilbao, Museo de Bellas Artes). Su fiel amigo Velázquez falleció en 1660.
El 27 de agosto de 1664 Francisco de Zurbarán murió en Madrid. Fue enterrado en el convento de Copacabana, destruido en el siglo XIX a raíz de la desamortización de Mendizábal, perdiéndose los restos del pintor.
Su casa natal en Fuente de Cantos ha sido rehabilitada y dispone de las más modernas tecnologías para trasladar al visitante a la época del genial pintor extremeño. Un museo que pertenece a la red de Museos de Identidad de Extremadura.
En 1600 existían en Sevilla treinta y siete conventos. Durante los veinticinco años siguientes se fundaron otros quince. Los conventos fueron los grandes mecenas de los pintores, muy exigentes en cuanto a la composición y calidad de las obras: tanto es así que Zurbarán, por medio de un contrato, se comprometió a aceptar el que le fueran devueltos todos aquellos cuadros que no fueran del agrado de los religiosos.
Los religiosos y religiosas eran muy sensibles a la dimensión estética de las representaciones, y estaban convencidos de que la belleza era más estimulante para la elevación del alma que la mediocridad. Estos abades y abadesas eran, normalmente, unas personas cultivadas, eruditas, refinadas, con un criterio muy seguro frente a las obras de arte.
En las iglesias siempre hubo un retablo en el que se representaban las escenas de la vida de Cristo. Además, durante el siglo XVII, las sacristías -lugar en el que se cambian las vestiduras sacerdotales—, se decoraban cada vez más ricamente. Asimismo se ponían cuadros en el claustro, en el refectorio, en las celdas (muchas de estas obras medievales fueron destruidas). En las bibliotecas y salas capitulares, se podían encontrar cuadros del fundador de la Orden y de las personalidades más importantes de la misma.
Estas exigencias eran propias de todos los conventos. Las pinturas de segundo orden podían estar hechas en serie, pero los maestros reconocidos se renovaban, profundizaban en su arte y recibían muchos más encargos.
La Orden de Nuestra Señora de la Merced fue fundada por san Pedro Nolasco en 1218 durante la Reconquista. Nolasco fue canonizado en 1628 y ese mismo año Zurbarán contrató la ejecución de veintidós lienzos para el claustro de los Bojes del convento de la Merced Calzada de Sevilla, aunque el pintor conservaba todavía su residencia en Llerena. La serie, en la que se sirvió de colaboradores y de las estampas de Jusepe Martínez, no debió de completarse, sin embargo Zurbarán trabajó en ella hasta 1634, cuando se fecha uno de los cuadros, el que representa la Rendición de Sevilla conservado en la colección del duque de Westminster.
De los diez que se han conservado seis corresponden a Zurbarán: la Visión de la Jerusalén Celeste y La aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco, a quien se presentó diciéndole «He venido a ti, ya que tú no pudiste venir a mí», ambos en el Museo del Prado, la Partida de san Pedro Nolasco en el Museo Franz Mayer de México, la Aparición milagrosa de la Virgen del Puig en el Cincinnati Museum of Arte, el Nacimiento de San Pedro Nolasco en el Museo de Bellas Artes de Burdeos —de atribución dudosa— y el mencionado de la Rendición de Sevilla, atribuyéndose tradicionalmente a Francisco Reina los cuatro restantes, conservados en la catedral de Sevilla.
Además de esta serie del claustro, Zurbarán pintó para los mercedarios sevillanos una serie de retratos ideales de miembros de la orden con destino a la biblioteca del convento, en parte conservados en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y el conmovedor San Serapio mártir del Wadsworth Atheneum fechado en 1626.
El convento de los franciscanos era uno de los más importantes de Sevilla. Su colegio era el centro español de estudios teológicos de esta Orden. En 1629 Zurbarán inició el ciclo de representaciones de la vida de Buenaventura de Fidanza —el doctor seráfico—, junto con Francisco Herrera el Viejo y La visita de Santo Tomás de Aquino a San Buenaventura, cuadro destruido en Berlín en 1945, (y al que no hay que confundir con el de San Buenaventura recibiendo la visita de Santo Tomás de Aquino, que se encuentra en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid).
La Cartuja de Santa María de la Defensión de Jerez de la Frontera, fundada en 1476 debe su nombre a una aparición milagrosa de la Virgen en 1370 en la que María habría desvelado el lugar en el que los castellanos caerían en una emboscada tendida por los moros, librándoles, así de una muerte y derrota seguras.
Zurbarán pintó once cuadros para el retablo del altar mayor. La mayor parte de los mismos se encuentran actualmente en el Museo de Cádiz. Encargados en 1636, los terminó entre 1639 y 1640. Entre ellos se halla La Batalla de Jerez (Nueva York, Metropolitan Museum of Art). Cuatro cuadros se encuentran en el Museo de Grenoble La Anunciación (1638), La Circuncisión, La Adoración de los pastores, La Adoración de los magos.
El tenebrismo de los primeros años desaparece para dar paso a la fuerza del claroscuro y el colorido se vuelve más rico. En estas pinturas el arte de Zurbarán aparece ya plenamente configurado; se puede detectar en la extrema atención que Zurbarán puso en los objetos de la cesta recubierta con un paño blanco que se encuentra en primer término, a la izquierda, que es ya, de por sí, una verdadera naturaleza muerta. El velo transparente que rodea el cuello de María, constituye, por sí mismo, una gran lección de pintura.
Según la leyenda, una estatua de María fue encontrada por un joven vaquero hacia 1300 junto al río Guadalupejo, en el mismo lugar en el que los cristianos visigodos la habían escondido para evitar su profanación. En ese sitio se edificó un santuario por orden del rey de Castilla Alfonso XI de Castilla que se convirtió, enseguida, en un lugar de peregrinaje. La invocación de la Virgen de Guadalupe obró milagrosamente, consiguiéndose la gran victoria de la Batalla del Salado (30 de octubre de 1340) contra los moros. En 1389, con la iglesia terminada, el rey Juan I de Castilla entregó el monasterio a los jerónimos. Fundada en el siglo XIV esta orden de San Jerónimo estuvo muy ligada al poder real, por lo que sus dotaciones fueron, con frecuencia, muy abundantes.
Por encargo de los frailes del Monasterio de Guadalupe, Zurbarán pintó entre 1639 y 1645 ocho cuadros para la sacristía y tres para la capilla adyacente. Estos cuadros se conservan aún en su emplazamiento original. En la Sacristía se aprecian obras relacionadas con monjes de la orden: Fray Diego de Orgaz ahuyentando las tentaciones; Aparición de Jesucristo a fray Andrés de Salmerón; Retrato de fray Gonzalo de Illescas, obispo de Córdoba, el más conocido de la serie; La Misa milagrosa de fray Pedro de Cabañuelas; Enrique III de Castilla ofreciendo a fray Fernando Yáñez el Arzobispado de Toledo; La Visión de fray Pedro de Salamanca; Fray Martín de Vizcaya distribuyendo limosna a los pobres; y Fray Juan de Carrión, despidiéndose de la Comunidad antes de morir. Los tres cuadros de la Capilla de San Jerónimo, alusivos a episodios de la vida del santo, están entre sus obras maestras: en el ático del retablo, La Apoteosis de San Jerónimo, una de sus obras más famosas, también llamada "la Perla" de Zurbarán; en el lado derecho, Las Tentaciones de San Jerónimo; y en la parte izquierda, San Jerónimo flagelado por los ángeles.
Como muchas de las grandes órdenes del siglo XVII, los dominicos fundaron, en Sevilla, un colegio al lado del convento. El objetivo era el de contribuir a la propagación de las ideas aprobadas en el Concilio de Trento. Los dominicos españoles tenían ya varios colegios que habían sido fundados después de la Reconquista. Para el altar mayor, Zurbarán pintó su magnífico cuadro el Triunfo de Santo Tomás Aquino (5,20 m. x 3.46 m. que actualmente se halla en el Museo de Bellas Artes de Sevilla), cuadro que robó Soult para ofrecérselo al Museo Napoleón, reservándose el de San Andrés (Budapest, Szépmüveszeti Muzeum) para su propia colección.
En este cuadro, sobre un fondo con un cielo tormentoso, San Andrés, detenido ante la cruz de su suplicio lee un libro santo. Su cara y su mano derecha están tratadas de manera muy realista. Tres rayos de luz iluminan, oblicuamente, el cuadro: la sien derecha del santo, la barba y el libro. Un gran manto ocre, de pliegues muy simples, cubre su cuerpo y consigue atemperar, con su suave tonalidad, los contrastes de la parte superior del cuadro.
En 1626, el convento de San Pablo el Real, le encargó veintiún cuadros (catorce de ellos basados en la vida de Santo Domingo, séptimo de los Doctores de la Iglesia). Los cuatro primeros doctores eran: Ambrosio, Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Gregorio Magno; los Dominicos añadieron como tales a Domingo de Guzmán, Tomás de Aquino y Buenaventura. Solo se conservan cinco de estos cuadros. De este ciclo solamente dos lienzos están en el edificio para el que se realizaron, es decir, en la iglesia sevillana de La Magdalena, mientras que en el Museo de Sevilla se encuentran tres de los cuatro Padres de la Iglesia. Los lienzos que se conservan en la iglesia de La Magdalena tienen como temas la Aparición de la Virgen a los monjes de Soriano y la Curación milagrosa del beato Reginaldo de Orleáns.
De este convento, destruido en el siglo XIX se conserva, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, un Bienaventurado Henri Suso, dominico alemán. El discípulo de Meister Eckhart está en éxtasis, debajo, grabado sobre su pecho, con un estilete, el nombre de Jesús. Detrás de él, las escenas de su vida están situadas en un hermoso paisaje claro.
En 1634, Zurbarán se encontraba en Madrid, y fue invitado por el rey para que, en unión de otros pintores —entre ellos Velázquez—, decorara el Salón de Reinos del nuevo palacio real del Buen Retiro. De las doce victorias militares del reino, él pintó una; La Defensa de Cádiz contra los ingleses (Museo del Prado). Además ilustró diez episodios de la vida de Hércules (Museo del Prado), ancestro mítico de la rama española de los Habsburgo. Estos cuadros, pintados a la mayor gloria de Felipe IV y de Olivares, no constituyen, ciertamente, lo mejor de su obra, ya que el héroe debía representarse semidesnudo, y Zurbarán no dominaba la anatomía, por su mayoritaria producción religiosa.
Dejando aparte las representaciones de las Vírgenes mártires, de las que se hablará más adelante, es preciso constatar que las obras destinadas a los particulares son más repetitivas que las obras destinadas a los conventos. Jonathan Brown escribe, de forma un tanto irónica, que, a cuenta de su nombre, «el taller del artista era una especie de oficina de pinturas devotas». (Catálogo de la exposición de 1988 del Gran Palacio, p.36).
La Inmaculada Concepción era el tema preferido de los sevillanos de aquella época. Se discutía, todavía, acerca de este dogma mariano. El debate se centraba en si la Virgen María había sido concebida sin que pesara sobre ella el pecado original, o bien había sido concebida como todos los seres humanos, marcada, desde la concepción, con el pecado original, y habría sido purificada por Dios cuando todavía se encontraba en el seno de su madre. La doctrina de la Inmaculada Concepción se oponía a la doctrina de la santificación. En las calles de Sevilla se discutía sobre este punto, y casi se provocó un motín cuando un dominico predicaba la doctrina de la santificación. Los soberanos españoles pedían al papa que tomara partido a favor la doctrina de la Inmaculada Concepción. Las obras de Zurbarán, como la Inmaculada de Barcelona (1632) ilustran esta posición, que no fue dogma de fe para los católicos hasta el siglo XIX.
En oposición a los pintores renanos, que sostenían que la vista de la sangre era necesaria para la exaltación del alma, Zurbarán no se complacía en la exhibición de las heridas y con mucho pudor trataba los tormentos con ellas relacionados. Consideraba que no era necesario estimular las turbias pasiones sádicas del espectador.
Zurbarán no era masoquista: el dolor no es, de por sí, un valor moral. Valga como ejemplo el cuadro de San Serapio.
El cuadro no representa la locura que convirtió en mártir al compañero inglés de Alfonso VIII de Castilla. El pintor trata de provocar la empatía. El San Serapio de Zurbarán nos ofrece la manifestación sensible de un alma que abandona la vida al mismo tiempo que él se abandona también, al no encontrar ya la razón por la que existir. Serapio, ¿confía todavía en ese ser más poderoso que él, en "eso" prometido que le espera? ¿Qué piensa? Si es que puede pensar todavía. Una obra sanguinolenta no nos habría mostrado más que el grado de maldad de los torturadores y su complacencia. La tentación del voyeurismo fue evitada.
Tratando de combinar armoniosamente sus investigaciones pictóricas y sus meditaciones espirituales, Zurbarán se consagró a este tema de las vírgenes mártires tan apreciado en Sevilla a principios del siglo. Las santas de Zurbarán no son el medio para representar los instrumentos de tortura a través de poses convencionales e insulsas. Todo lo contrario: la expresión de sus vírgenes denota, únicamente, el sufrimiento que debe sentirse en esos terribles momentos.
Sin duda no se ha querido representar nunca, en las artes plásticas, el sufrimiento psíquico de las mujeres que fueron, realmente, tan martirizadas como los hombres. Las pocas excepciones que se pueden encontrar en el estatuario medieval representan, más bien, el símbolo de la mujer pecadora (la lujuria castigada con el infierno, por ejemplo). Quizá el artista se plegaba a los deseos de las mujeres: el ser representadas con una imagen cuidada, dado que, en esos momentos, no podían cuidar de sí mismas.
Habría que realizar un estudio estético y psicológico acerca de la diferencia sexual en la iconografía del martirologio.
Después del Concilio de Trento el cardernal Paleotti encargó a los pintores los cuadros de siete santas, entre ellas Santa Águeda. Las leyes romanas prohibían matar a las jóvenes vírgenes; un prefecto siciliano, no pudiendo seducir ni violentar la virginidad milagrosamente protegida de santa Águeda, le hizo cortar los pechos y la encarceló. San Pedro se apareció a la joven y curó sus heridas.
Debido a la naturaleza de su suplicio esta santa solo aparece, en segundo plano, en tres cuadros del Siglo de Oro. Pero tanto la Orden de la Merced, como los conventos hospitalarios querían tener una imagen de ella: Santa Águeda, patrona de las nodrizas, piadosa auxiliadora de la lactancia, la que podía asegurar la subsistencia a los más débiles y a los más pobres.
Paul Valéry sentía gran admiración por esta Santa Águeda expuesta en el Museo Fabre (Montpellier) que, probablemente procedía del convento de la Merced Calzada. Rolliza, como las Madonas del siglo XVI francés, la joven presenta sus senos puestos sobre una bandeja, sin ostentación alguna, mostrándolos con un gesto sencillo y digno. Con mucho contraste y sin modelación, la obra puede pertenecer al período tenebrista de Zurbarán.
Este cuadro es muy diferente al anterior, aunque los ojos y los trazos del rostro hicieron pensar a algunos críticos que se trataba de la misma modelo que se utilizó para pintar a Santa Águeda. Zurbarán representa a Santa Margarita con los trazos de una elegante pastora. El bastón que sostiene en la mano, que podría pasar por un báculo de no estar terminado por un gancho, y la presencia inquietante de un dragón, a la izquierda, nos inducen a pensar que se trata de una tragedia.
«Esta bella pastora, con una postura muy afectada, parece salida de una escena teatral. En efecto, en muchas de las procesiones o de los autos sacramentales llevados a cabo durante la semana del Corpus Christi, algunos historiadores hacen aparecer a esta santa, así como en las comedias de las santas representadas en las corralas (recinto en el que se representaban comedias) de Sevilla, y, tal vez, Zurbarán se inspirara en estas imágenes. Las heroínas son, siempre, muy jóvenes y hermosas, como la Santa Juana de Tirso de Molina, o la Santa Margarita de Diego Jiménez de Enciso. Su belleza es descrita como un don del cielo, un reflejo del alma que resplandece misteriosamente y atrae, irresistiblemente, a todos los corazones.» (Catálogo de la exposición de Zurbarán por Odile Delenda de 1988, p. 275).
Es reconfortante el ver a un artista del siglo XVII, donde algunos querrían hacer pasar la espiritualidad por santurronería, que nos ofrece esta María de Antioquía que anticipa a las otras pastoras que son, en ocasiones, vírgenes mártires del barroco bávaro tal y como pueden verse, por ejemplo, en las iglesias de las Vierzehnhiligen —aportando al tratamiento de las telas el mimo de un Memling en la obra El matrimonio místico de Santa Catalina (Museo Memling, antiguo Hospital Saint Jean).
El maestro de La sábana de la Verónica, de Estocolmo, no creyó rebajarse al pintar el simple cordero con las patas atadas del Agnus Dei, del que se conocen varias versiones (dos, en el Museo del Prado y en el museo de San Diego). Zurbarán se reveló como un gran pintor animalista.
De nuevo se puede apreciar la calidad de la textura de la lana, revelándose una vez más como un extraordinario maestro de las sensaciones táctiles. Remite este Agnus Dei a la simbología pascual, por lo que el sencillo cuadro cobraría una trascendencia religiosa, en su concepción humilde.
También destacó en las naturalezas muertas dando prueba del cuidado respetuoso (casi afectuoso) que ponía en el trato de los objetos modestos, dotados, no obstante, de un valor simbólico. Hasta tal punto era así que Antonio Bonet-Correa subrayó que «sus naturalezas muertas tienen una densidad, una plenitud tan vigorosa que, aunque sólo sean uno de los elementos de una composición, su presencia se impone del mismo modo que la escena principal» (q.v., Enciclopedia Universales, 1996 «Durante toda su carrera, Zurbarán puso un cuidado especial en la representación de los objetos. p. 271).
Desde el precioso platillo con una rosa que apareció en sus primeros cuadros: La curación milagrosa del bienaventurado Reginaldo de Poitiers (Sevilla, la Magdalena), hasta los últimos frutos de un plato de estaño de La Virgen, el Niño y San Juan, de 1662, (Bilbao, Museo de Bellas Artes)» (Odile Delenda, Catálogo de la exposición de Zurbarán de 1988).
Estas cestas pueden verse en L'Annonciation de Grenoble, La Virgen niña en éxtasis (Nueva York, Metropolitan Museum of Art), El Niño Jesús hiriéndose con la corona de espinas, titulado La maison de Nazareth (Cleveland, Museum of Art).
Detalle de La virgen niña en éxtasis, 1630
Detalle de La casa de Nazareth, 1630
Detalle de La Anunciación, 1638
Los siete primeros cartujos, entre los que se encuentra san Bruno, fueron alimentados por san Hugo, por aquel entonces obispo de Grenoble. Un día, este último visitó a los monjes y, para comer, les pidió carne. Los monjes vacilaban entre contravenir sus reglas o aceptar esa comida y mientras debatían sobre esta cuestión, cayeron en un sueño extático. Cuarenta y cinco días más tarde, san Hugo les hizo saber, por medio de un mensajero, que iba a ir a visitarles. Cuando este regresó le dijo que los cartujos estaban sentados a la mesa comiendo carne. ¡Y estaban en plena Cuaresma!. San Hugo llegó al monasterio y pudo comprobar por sí mismo la infracción cometida. Los monjes se despertaron del sueño en que habían caído y san Hugo le preguntó a san Bruno si era consciente de la fecha en la que estaban y la liturgia correspondiente. San Bruno, ignorante de los cuarenta y cinco días transcurridos, le habló de la discusión mantenida acerca del asunto durante su visita. San Hugo, incrédulo, miró los platos y vio cómo la carne se convertía en ceniza. Los monjes, inmersos en la discusión que mantenían cuarenta y cinco días antes, decidieron que, en la regla que prohibía el comer carne, no cabían excepciones.
En la composición de Zurbarán, San Hugo en el refectorio de los Cartujos (Sevilla, Museo de Bellas Artes) el artista nos muestra una gran naturaleza muerta. Las verticales de los cuerpos de los cartujos, de san Hugo y del paje están cortados por una mesa en L, cubierta con un mantel que casi llega hasta al suelo. El paje está en el centro. El cuerpo encorvado del obispo, situado detrás de la mesa, a la derecha, y el ángulo que forma la L de la misma evitan ese sentimiento de rigidez que podría derivarse de la propia austeridad de la composición.
Delante de cada cartujo están dispuestas las escudillas de barro que contienen la comida y unos trozos de pan. Dos jarras de barro, un tazón boca abajo y unos cuchillos abandonados ayudan a romper una disposición que podría resultar monótona si no estuviera suavizada por el hecho de que los objetos presentan diversas distancias en relación al borde de la mesa. La composición tiene vida: son personas reales las que se plasman en el cuadro, no unos ángeles geométricos.
El término "bodegón" (por extensión naturalezas muertas), acuñado en España por la literatura del siglo XVII, se utiliza para designar los cuadros de este género (escenas de taberna, mercado, etc.), como los bodegones de Velázquez. Por extensión se aplica a los cuadros sin personajes: animales, flores, frutos, y todo tipo de objetos inanimados.
Una verdadera naturaleza muerta, firmada y datada, es la del Museo Norton Simon de Pasadena (EE. UU.): cuatro limones en un plato, seis naranjas con sus hojas y flores, una taza sobre un plato metálico con una rosa en el borde.
Otras dos naturalezas muertas idénticas (Bodegón con cacharros, 1633), impresionan por su originalidad, con los elementos alineados de manera casi ceremonial; se conservan en el Prado de Madrid y el MNAC de Barcelona, y curiosamente ambas fueron donadas a dichos museos por el mismo coleccionista, Francesc Cambó.
Se ven cuatro jarras alineadas: dos de ellas, en ambos extremos, reposan sobre unas bandejas de estaño. Las otras tres son de barro. La jarra de la izquierda es de metal dorado. Los objetos están dispuestos en un mismo plano.
Se trata de una galería de formas, tamaños, materiales diversos. Cada uno de ellos trabajado con detenimiento, desde el tacto de la loza hasta la sensación del barro cocido pasando por el frío metal. También es un tratado de líneas curvas, volúmenes, el recorrido sutil de la luz y su distinto comportamiento en cada material.
Ninguna fantasía distrae la atención del espectador y ninguna simetría le fatiga. Aunque no hay nada detrás de los objetos, solo un fondo oscuro, la impresión de simplicidad, no de vacuidad, se desprende de la composición: ascetismo sin severidad, rigor sin rigidez.
Es el momento en el que Cleofás y su compañero reconocen a Cristo. En este cuadro, bastante sombrío, todo está pensado para llamar la atención sobre esa simbólica comida. Sobre el mantel blanquísimo, los objetos (dos platos, una jarra, un trozo de pan) están casi alineados, como en la mesa de los cartujos —procedimiento que usaba Zurbarán para señalar el carácter hierático de una escena. Pero el blanco, más blanco aún que el del propio mantel, del trozo de pan que acaba de abrir Cristo atrae la mirada. Jesús se diluye en la sombra; su cuerpo resucitado, que solo se hace realidad frente a sus discípulos, deja paso al universal e intemporal efecto de la transubstanciación. Sobre la mesa, los objetos de la naturaleza muerta adquieren un tono intenso que procede de ese resplandor que relega la luz ambiental que proviene de la izquierda.
Su aprecio creció después de su fallecimiento y su renombre traspasó las fronteras de España. El hermano menor de Napoleón, el impopular José Bonaparte, al que los españoles llamaban, compasivamente, el rey intruso o, desdeñosamente, Pepe botellas, hizo enviar a París, para el Museo Napoleón, algunas de las obras mayores de Zurbarán. Muchos generales del Imperio, e incluso el mariscal Soult se llevaron varios de esos cuadros sacados de Sevilla tras el cierre de los conventos:
De 1835 a 1837, Luis Felipe envió a España al barón Isidore Taylor, comisario Real del Teatro Francés, para que reuniera una colección de obras de Zurbarán que se hallaban dispersas. Pese a sus 121 cuadros, Zurbarán fue, sin embargo, menos apreciado que Murillo. Solo se le juzgó desde un punto de vista romántico, considerándole, sobre todo, como el Caravaggio español, pintor de monjes. Su San Francisco arrodillado con una calavera, llamó poderosamente la atención.
Escrito por Théophile Gautier, en su selección España de 1845. Curiosamente, este Zurbarán, pintor tenebroso de atormentada fe, es también el de Élie Faure:
Zurbarán conoció la celebridad antes de los treinta años, sobre todo después de pintar su ciclo de la Merced Calzada, encargo que Alonso Cano, maestro pintor desde 1626, había rechazado.
Afortunadamente otro en el siglo XX acerca del pintor extremeño. Olvidando el aspecto pietista, exageradamente subrayado, Christian Zervos (1889-1970), que fue director de los Cahiers d'art (Cuadernos de Arte) y un gran conocedor de la pintura de su tiempo —así como del Arte griego y del Arte prehistórico—, editor de un catálogo razonado de la obra de Pablo Picasso, reconoce que hay que atribuir a Zurbarán un lugar preponderante en el arte español:
Zervos habla de la actualidad de la pintura de Zurbarán. Así es, si se analiza el tratamiento dado al ropaje de San Andrés (Budapest), al manto de San José (El paseo de San José y el Niño Jesús, obra maestra que se encuentra en la iglesia de San Medardo (París), y al hábito del Bienaventurado San Cirilo (Boston), se comprende que algunos críticos hablen de una «estilización buscada, premonitoria de la abstracción cubista». (Catálogo de la exposición de 1988, p. 156). Y la naturaleza muerta de los Discípulos de Emaús ¿no está más próxima, en su rigor, a la de la Naturaleza muerta de la cazuela de Cézanne (Museo de Orsay)?
Como todos los maestros, Zurbarán, no da la impresión de haberse conformado y limitado a las exigencias requeridas por los encargos. Los artistas de segundo orden dicen, alto y claro, que el genio reposa en la libertad de expresión y que ser libre es no obedecer a nadie. Lamentable explicación de la libertad que condena, de hecho, a ser el servidor de sus deseos, de sus pasiones e, incluso, de sus pulsiones. A todo esto hay que oponer el genio de un Zurbarán para el que la libertad real consiste en trascender las prohibiciones, las reglas (sin desdeñarlas), y transformar toda exigencia en la ocasión propicia para crear una obra maestra. Esta actitud de no esclavizarse a las reglas (esclavitud a la que se atienen los espíritus mediocres) es el germen de la creación, el que se encuentra, asimismo, en Jean Racine.
Pero, cuando uno ha llegado a la cumbre, no debería plantearse la cuestión de jerarquías entre los grandes pintores. ¡Para reconocer a los genios sería necesario creerse superior a ellos!. Lo mejor que se puede hacer es meditar sobre las obras, intentar comprender los problemas a los que se enfrentaron y reflexionar sobre la trascendencia que han podido tener sus obras en la historia del arte. El Greco, Zurbarán, Velázquez, Murillo, no son competidores, o están en competición, cada uno, a su manera, dispone del criterio particular que cada uno tiene acerca del arte, de las personas y de las cosas.
Sobre este particular hay que escuchar a Ives Bottineau, Inspector General de los Museos de Francia, encargado del Museo Nacional del Palacio de Versalles y del Trianón:
(Catálogo de la exposición, 1988, p. 55).
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