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Pucherazo



El pucherazo era uno de los métodos de fraude electoral usados principalmente durante el periodo de la Restauración borbónica en España para permitir la alternancia pactada previamente entre el Partido Liberal y el Partido Conservador, es decir, el turnismo, dentro del modelo de dominación política local (sobre todo en las zonas rurales y las ciudades pequeñas) conocido como caciquismo. Para llevar a cabo la manipulación, se guardaban papeletas de votación (por ejemplo en pucheros, de donde viene la denominación que se popularizó), y se añadían o se sustraían de la urna electoral a conveniencia del resultado deseado. Otros métodos consistían en la colocación de las urnas en lugares de imposible acceso o la manipulación de las votaciones con lázaros (votos de fallecidos que, al menos sobre el papel resucitaban como el Lázaro de los Evangelios) y cuneros (candidatos que se inscribían en una circunscripción con la que no tenían vinculación personal o política). En los periodos posteriores de la historia electoral española, el nombre de pucherazo siguió empleándose como sinónimo de fraude electoral.

Desde el comienzo del régimen liberal todos los gobiernos habían ganado las elecciones que ellos mismos convocaban, lo que se representaba con la frase: «las elecciones no hacen a los gobiernos, sino los gobiernos a las elecciones». En 1878, ya bajo la Restauración y la Constitución española de 1876, se pretendieron tomar medidas con el propósito de hacer las elecciones más libres: la principal era que las elecciones duraran solo un día y no varios, eliminando la posibilidad de falsificar votos según la información proporcionada al gobierno en varios días. No obstante, se había vuelto al sistema de sufragio censitario (en 1869, durante el Sexenio Revolucionario, se había implantado el sufragio universal masculino, que se volvió a recuperar en 1890). El procedimiento electoral incluía el encasillado o selección de los candidatos concertados para ocupar los puestos a elegir por las circunscripciones más adecuadas. La gestión de todo el procedimiento dependía del Ministerio de la Gobernación. Otras cuestiones que empañaban la pureza del sistema electoral eran el control del Congreso para repartir actas de diputados y la capacidad de interferencia de los ayuntamientos en el censo electoral y en las votaciones.[1]

En 1907 se aprobó una ley electoral con el teórico objetivo de eliminar el pucherazo, pero que contenía procedimientos que en la práctica lo fomentaban. El principal consistía en que en la circunscripción donde solo se presentara un candidato, este era nombrado automáticamente electo, sin necesidad de celebrarse las votaciones. Llegó a haber convocatorias electorales, como las de 1923, en que hasta 146 diputados obtuvieron su escaño sin necesidad de recurrir a las urnas, a pesar de ese truco no se obtuvo mayoría absoluta el partido gobernante, aunque eso si se estuvo cerca y en otra un 30% del censo electoral no pudo ejercer su teórico derecho al voto. Esta ley estuvo en vigor hasta las elecciones municipales de 1931, donde muchos concejales fueron elegidos por este procedimiento (14 018 monárquicos y 1832 republicanos).

Llegó a haber elecciones durante la Crisis de la Restauración en las que ningún partido obtuvo mayoría suficiente para gobernar: las de 1918 y 1919. Las circunstancias eran las posteriores a la Crisis de 1917, para salir de la cual se recurrió a gobiernos de concentración de todos los partidos, con lo que no había un gobierno monocolor que pudiera gestionar a su conveniencia el proceso electoral. Es de destacar que en 1919 no se obtuvo mayoría a pesar del endurecimiento del sistema, que significó suspender las garantías constitucionales.[2]​ En estricto cómputo numérico, ya las elecciones de 1914, como posteriormente las de 1920 y 1923, aunque en este último año había poco para la absoluta, no habían arrojado mayorías absolutas, pero sí una mayoría relativa tan amplia, y una dispersión tal de los escaños de las minorías, que no dificultaron por ello la formación de gobiernos al partido vencedor.

La Segunda República tomó medidas para que las elecciones fueran más limpias y transparentes, como la figura del interventor del partido, la disposición por la que se marcaba el dedo de los votantes con tinta indeleble, etc. Otros extremos de la ley electoral eran menos ecuánimes, o al menos suscitaron acusaciones de irregularidades en su práctica, especialmente cuando se obtenía por pocos votos una gran diferencia de escaños: por ejemplo, en la ciudad de Barcelona, con un total de 20 diputados, el partido o coalición más votada obtenía 16, y las minorías 4, aunque la diferencia entre el más votado y el siguiente fuera mínima. Incluso los 20 escaños podrían ser obtenidos por la mayoría si se cumplían una serie de requisitos. El control de las elecciones no dependía de los tribunales u otro organismo independiente, sino de una comisión formada por los propios parlamentarios elegidos. Su actuación provocó críticas sobre todo después de las elecciones de febrero de 1936 (el Frente Popular tenía mayoría en la comisión): no se anuló ningún escaño a la izquierda y sí muchos a la derecha (algunos los cifran en 40, otros lo aumentan, otros lo reducen sensiblemente). También fue objeto de debate el resultado del referéndum sobre el Proyecto de Estatuto de Autonomía de Galicia de 1936. La Constitución republicana exigía mayoría de dos tercios de en los referendos de Estatuto de Autonomía, no sobre votantes, sino sobre gente censada, y ese tan alto es discutido. El referéndum se celebró el 28 de junio, un mes antes del inicio de la Guerra Civil, y fue calificado de santo pucherazo por sus propios partidarios.[3]

Durante el franquismo, entre 1947 y 1976, se convocan tres referendums, otras dos elecciones para procuradores en Cortes. de representación familiar, y hasta ocho elecciones municipales para elegir concejales del mismo tercio.[4]

Hubo dos consultas populares para ratificar mediante referéndum dos de las denominadas Leyes Fundamentales del Reino. Las votaciones, celebradas bajo una fuerte represión, carecían de garantías y se caracterizaron por la abrumadora mayoría de síes y las cifras extraordinarias de participación (en algunas circunscripciones el exceso de celo de algunas autoridades hizo que se superara el 100% de participación).[5]

La recuperación de las elecciones democráticas desde 1977 se hizo mediante un sistema electoral proporcional, en vez del mayoritario (que había sido el tradicional en España)[cita requerida]. Se aplica el sistema D'Hondt para el reparto de escaños. La principal crítica que recibe es que la circunscripción provincial, sumada a la existencia de provincias de poca población, beneficia a los partidos mayoritarios, tanto los de ámbito estatal (actualmente PP y PSOE) como en el ámbito autonómico, en perjuicio de los partidos minoritarios de ámbito estatal (actualmente UP o Ciudadanos). En algunas ocasiones se han denunciado irregularidades en el voto por correo y en los votos procedentes de la inmigración, que son investigadas judicialmente como delitos electorales. La garantía del sistema electoral depende de la autoridad judicial, a través de las juntas electorales provinciales y la Junta Electoral Central. Las elecciones más polémicas fueron en 1989, donde bailaron 4 escaños. Al final el PSOE obtuvo todos menos el de Melilla, pues los tribunales decidieron que se repitieran las elecciones en Murcia, Pontevedra y Melilla. En Barcelona los tribunales no tomaron esa medida, y al final el Tribunal Constitucional decidió que solo habría repetición en Melilla.



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