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Real Monasterio de El Escorial



El Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial es un complejo que incluye un palacio real, una basílica, un panteón, una biblioteca, un colegio y un monasterio. Se encuentra en la localidad española de San Lorenzo de El Escorial, en la Comunidad de Madrid, y fue construido en el siglo XVI entre 1563 y 1584.

El palacio fue residencia de la familia real española, la basílica es lugar de sepultura de los reyes de España y el monasterio –fundado por monjes de la Orden de San Jerónimo– está ocupado actualmente por frailes de la Orden de San Agustín. Es una de las más singulares arquitecturas renacentistas de España y de Europa. Situado en San Lorenzo de El Escorial, ocupa una superficie de 33 327 m², sobre la ladera meridional del monte Abantos, a 1028 m de altitud, en la sierra de Guadarrama. Está gestionado por Patrimonio Nacional.

Conocido también como Monasterio de San Lorenzo El Real, o, sencillamente, El Escorial, fue ideado en la segunda mitad del siglo XVI por el rey Felipe II y su arquitecto Juan Bautista de Toledo, aunque posteriormente intervinieron Juan de Herrera, Juan de Minjares, Giovanni Battista Castello El Bergamasco y Francisco de Mora. El rey concibió un gran complejo multifuncional, monacal y palaciego que, plasmado por Juan Bautista de Toledo según el paradigma de la Traza Universal, dio origen al estilo herreriano.

Fue considerado, desde finales del siglo XVI, la Octava Maravilla del Mundo, tanto por su tamaño y complejidad funcional como por su enorme valor simbólico. Su arquitectura marcó el paso del plateresco renacentista al clasicismo desornamentado. Obra ingente, de gran monumentalidad, es también un receptáculo de las demás artes. Sus pinturas, esculturas, cantorales, pergaminos, ornamentos litúrgicos y demás objetos suntuarios, sacros y áulicos hacen que El Escorial sea también un museo. Su compleja iconografía e iconología ha merecido las más variadas interpretaciones de historiadores, admiradores y críticos. El Escorial es la cristalización de las ideas y de la voluntad de su impulsor, el rey Felipe II, un príncipe renacentista.

El 2 de noviembre de 1984, la UNESCO declaró el Monasterio y Sitio de El Escorial como Patrimonio de la Humanidad. Es una de las principales atracciones turísticas de la Comunidad de Madrid. El conjunto monumental recibe más de 500.000 visitantes al año.[1]

El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial fue promovido por Felipe II, entre otras razones, para conmemorar su victoria en la batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo. Esta batalla marcó el inicio del proceso de planificación que culminó con la colocación de la primera piedra el 23 de abril de 1563, bajo la dirección de Juan Bautista de Toledo. Le sucedió tras su muerte, en 1567, el italiano Giovanni Battista Castello El Bergamasco y, posteriormente, su discípulo Juan de Herrera. La última piedra se puso veintiún años después, el 13 de septiembre de 1584.

El edificio surge por la necesidad de crear un monasterio que asegurase el culto en torno a un panteón familiar de nueva creación, para así poder dar cumplimiento al último testamento de Carlos I de 1558. El Emperador quiso enterrarse con su esposa Isabel de Portugal y con su nueva dinastía alejado de los habituales lugares de entierro de los Trastámara.

La Carta de Fundación, firmada por Felipe II el 22 de abril de 1567, cuatro años después del comienzo de las obras, señalaba que el Monasterio estaba dedicado a San Lorenzo, pero sin señalar directamente la batalla de San Quintín, probablemente para evitar citar una guerra como motivo de fundación de un edificio religioso: se «fundó a devoción y en nombre del bienaventurado San Lorenzo por la particular devoción» al santo del rey y «en memoria de la merced y victorial que en el día de su festividad de Dios comenzamos a recibir». Las «consideraciones» que cita el rey fueron el agradecimiento a Dios por los beneficios obtenidos, por mantener sus Reinos dentro de la fe cristiana en paz y justicia, para dar culto a Dios, para enterrarse en «una cripta» el propio rey, sus mujeres, hermanos, padres, tías y sucesores, y donde se dieran continuas oraciones por sus almas:

En resumen, el rey buscó darle a Dios una casa donde alabarle y agradecerle su intervención en San Quintín, intercediendo de paso por sus familiares. Felipe II no quería una iglesia para los fieles, quería darle a Dios una morada bajo la cual enterrar a su extensa familia. Tampoco se pueden desdeñar otras razones para fundar el Monasterio, como la celebración de la primera victoria de Felipe II como rey, la afrenta que la mención a la Batalla de San Quintín -que se libró a apenas ciento cincuenta kilómetros de París- suponía hacia Francia, la veneración al mártir español San Lorenzo, en unos tiempos en los que la Reforma atacaba el culto a los santos y a las reliquias, o la necesidad de crear un centro unificador de la nueva fe que surgía del Concilio de Trento.

En julio de 1559 Juan Bautista de Toledo fue llamado a España por Felipe II para realizar toda una serie de obras de gran importancia para la realeza española. Una realeza que tendrá a partir de ahora una nueva concepción del estado moderno y para la que será necesaria la creación de un nuevo edificio que la representara. Juan Bautista será considerado el primer arquitecto del Monasterio de El Escorial y sus trazas sentarán las bases de lo que posteriormente será el lenguaje herreriano.

Las medidas del rectángulo de la planta, según señalaba el padre Sigüenza en 1605, son de 735x580 pies castellanos, es decir, 205x162 metros. La altura total del punto más elevado de la cruz tomada con respecto al pavimento de la iglesia es de 95 metros.

En primera instancia se observa que las primeras trazas que se conservan de Juan Bautista de Toledo proponían un edificio con una imagen muy diferente al que se construyó definitivamente: torres en la mitad de las fachadas laterales (las huellas de la Torre de la Biblioteca aún son visibles en la fachada que da al Jardín, ya que se construyó en vida de Juan Bautista) y dos torres más en la portada principal, donde el Patio de Reyes quedaba abierto y dejaba ver en el fondo la portada de la Basílica. Sabemos por la documentación que se conserva de los priores del convento que al principio se preveían solo cincuenta monjes en lugar de los cien finales, por lo que el proyecto original tenía una altura menos en la parte delantera.

En cuanto a la planta de la iglesia, el diseño se resolvía con unas naves de menores dimensiones que las actuales, rematadas con una capilla de ábside semicircular. No estando contento Felipe II con esta solución hará llamar a Francesco Paciotto que le aconsejará al monarca que el templo tenga el ábside plano. Finalmente el artífice de la solución definitiva fue Juan de Herrera, que construyó un templo cuadrado basado en la planta del Vaticano sobrepuesto a una planta basilical tradicional con el altar al final de la nave principal. A Herrera también se debe la imagen unitaria de las fachadas con menos torres y sin escalonamiento, lo que contribuyó a la potente imagen final del edificio.

La planta definitiva del edificio, con solo cuatro torres en las esquinas y el Palacio Real haciendo de «mango», recuerda la forma de una parrilla, por lo que tradicionalmente se ha afirmado que se escogió esta traza en honor de san Lorenzo, martirizado en Roma en una parrilla, ya que el 10 de agosto de 1557, día de la festividad del santo, tuvo lugar la batalla de San Quintín. De ahí el nombre del conjunto y de la localidad creada a su alrededor.[4]

Fernando Chueca Goitia explicó la disposición general del edificio dando gran importancia a la comprobada intervención de la orden jerónima en las primeras trazas de la obra, de la que resultaría el núcleo conventual de la iglesia y el claustro principal. La principal contribución de Juan Bautista de Toledo habría sido añadir los palacios privados y públicos, integrándolos en un esquema simétrico, mucho más propio del Renacimiento. Este primer esquema de palacio real adosado a un monasterio era costumbre entre los monarcas hispanos medievales, y lo utilizaron en los monasterios que usaban para retiros, lutos y descansos. Podemos encontrar muchos antecedentes, como Santo Tomás de Ávila, Guadalupe, Poblet, Santa Creus o Yuste, entre muchos otros.[5]

En realidad el origen arquitectónico de su planta es muy controvertido. Dejando a un lado la feliz casualidad de la parrilla, que no apareció hasta que Herrera cerró la fachada principal con la «falsa fachada» de la biblioteca y eliminó seis de las torres, la planta parece estar basada más bien en las descripciones del Templo de Salomón de la Biblia y del historiador judeo-romano Flavio Josefo.[6]​ Esta idea debió ser modificada por las crecientes necesidades del convento y las funciones que Felipe II quiso que albergara el edificio (panteón, basílica, convento, colegio, biblioteca y palacio), por lo que hubo que duplicar las dimensiones iniciales del proyecto. Las estatuas de David y Salomón flanquean la entrada a la basílica recordando el paralelismo con el guerrero Carlos I y el prudente Felipe II. Del mismo modo, se pintan dos frescos de Salomón en el centro de las bóvedas de la Biblioteca y de la Celda del Prior, mostrando sus imágenes de mayor sabiduría y prudencia en el gobierno: el famoso episodio de la discusión con la Reina de Saba y la pelea de las dos madres por el hijo, al que Salomón propone partir en dos.

La idea de evocar el Templo de Jerusalén no fue por tanto la principal, como hemos visto al enumerar las causas fundacionales, pero tampoco fue una decisión arbitraria o simplemente estética. Fue el modelo arquitectónico usado como idea del proyecto, dado que señalaba al Templo como Domus Dei, la Casa de Dios. La imponente estatua de Salomón en el centro de la portada de la Iglesia deja claro la ortodoxia de la idea y el gusto de Felipe II por el Antiguo Testamento. El rey nunca hubiera consentido frivolidades o insinuaciones sobre la tumba de su padre sin una base real.

Muchos autores, siguiendo un famoso artículo de René Taylor, han buscado connotaciones ocultistas y mágicas en la comparación con el edificio bíblico, lo que parece difícil dado la inflexible religiosidad de Felipe II. Además, las connotaciones esotéricas del Templo de Salomón no aparecieron hasta dos siglos después, con la aparición de la masonería. La teoría más aceptada en la actualidad es la de que la similitud con el Templo de Jerusalén y la presencia de las estatuas de David y Salomón en su fachada buscaban subrayar la presencia real de Dios en la Eucaristía, idea negada por los protestantes y defendida en el Concilio de Trento. Recordemos que para la Reforma dicha presencia es meramente simbólica, ya que niegan que Dios esté presente en las hostias consagradas. También es muy posible que, como hizo Juan Bautista Villalpando a finales del XVI, se buscara dotar de un trasfondo bíblico a las ideas del Humanismo sobre la recuperación de la arquitectura pagana y las ideas sobre la modulación de Vitrubio, ya que el Templo de Jerusalén que describió Flavio Josefo se construyó durante la dominación romana de Judea.[7]

El resultado final guarda reminiscencencias de los tres dominios que Felipe II había aprendido a amar en su juventud en Valladolid, Milán y Bruselas: la planta rectangular con sus cuatro torres en las esquinas, habitual en los sobrios alcázares castellanos de piedra, la arquitectura clásica italiana en la basílica y las portadas, y los típicos tejados apizarrados flamencos, elaborados en este caso utilizando pizarra de las canteras de Bernardos (Segovia), cuya explotación se inició por orden de Felipe II para la construcción del edificio.[8]​ Las cubiertas se renovaron por completo en 1968, sustituyendo las vigas de madera de pino de Valsaín y San Rafael por vigas de hierro.

El Monasterio destaca por la potencia de su imagen, la sabia composición de su complejo programa funcional, el rigor arquitectónico de cada una de sus partes, la elegancia de la articulación arquitectónica entre las distintas piezas, la cuidada perfección de sus proporciones y sus ricos valores simbólicos. Debe destacarse también su impresionante unidad de estilo y el haberse realizado en el reducido plazo para entonces de veintiún años. Los valores del proyecto son el orden, la jerarquización y la perfecta relación entre todas las partes de la composición, integrando monarquía, religión, ciencia y cultura en el eje principal: la Portada Principal con la estatua de San Lorenzo, la Biblioteca, los Reyes de Judá, la Basílica y el Palacio privado del rey. La teatralidad de este recorrido a través de este gran eje central para mostrar finalmente el Sagrario con la Eucaristía anticipa a la llegada del Barroco.

El estilo escogido fue el del Renacimiento, muy depurado y sin la profusa decoración plateresca. El orden arquitectónico predominante es el toscano, el más sencillo del clasicismo, y el dórico en la iglesia. Pese a su austeridad y aparente frialdad, el Monasterio de El Escorial fue un símbolo del salto entre una España medieval y otra moderna. Su arquitectura, el mejor ejemplo del Renacimiento español y modelo del estilo denominado "Herreriano" o "desornamentado", no puede dejarnos indiferente. Felipe II y sus arquitectos, de acuerdo con su gran cultura humanista aprendida en sus viajes por Italia, Alemania y los Países Bajos, contrapusieron el retorno al clasicismo romano al desbordante plateresco de la época. Se trata de una de las principales obras maestras de la arquitectura española, tal vez su página más brillante. Debe destacarse la fina sensibilidad de la fachada sur, superior a sus imitaciones del siglo XX en un tema tan difícil como es la repetición de tantas ventanas en un único lienzo.

Le Corbusier visitó el edificio, invitado en 1928 por García Mercadal y alabó su arquitectura, hasta el punto de que se ha señalado su semejanza con el proyecto del Mundaneum de 1929. Tras la celebración del Cuarto Centenario del Monasterio en 1984 se redescubrieron muchos detalles arquitectónicos del edificio, como la compleja geometría de los chapiteles herrerianos, la audaz bóveda plana, las bellas chimeneas siamesas o la ingeniosa solución espacial de la iluminación cenital de la linterna del convento. Pero no debemos olvidar el valor tradicionalmente reconocido a El Escorial: el hermoso Patio de los Evangelistas, con su espléndido ejercicio de bramantismo del templete central, la grandiosa cúpula trasdosada y apoyada sobre tambor, la colosal escalera del convento, y los ejemplos del manierismo de la Basílica y de la fachada principal, entre otras muestras de gran arquitectura.[9]

Las principales secciones en que se puede dividir el Real sitio son:

Felipe II cedió a la Biblioteca del Monasterio los ricos códices que poseía y para cuyo enriquecimiento encargó la adquisición de las bibliotecas y obras más ejemplares tanto de España como del extranjero. Fue proyectada por Juan de Herrera cerrando el atrio de la Basílica y unificando la fachada principal, ya que Juan Bautista de Toledo la situaba en la desaparecida torre central de la fachada Sur. Herrera también se ocupó de diseñar las estanterías que contiene. Se ubica en una gran nave de 54 metros de largo, 9 de ancho y 10 metros de altura con suelo de mármol y estanterías de ricas maderas nobles ricamente talladas.

Arias Montano elaboró su primer catálogo y seleccionó algunas de las obras más importantes para la misma. Está dotada de una colección de más de 40.000 volúmenes de extraordinario valor. En 1616 se le concede el privilegio de recibir un ejemplar de cada obra publicada en España, aunque tal cosa nunca se llegó a cumplir del todo.

La bóveda de cañón del techo de la biblioteca está decorada con frescos representado las siete artes liberales, esto es: Retórica, Dialéctica, Música, Gramática, Aritmética, Geometría y Astrología. Entre los estantes de libros se colgaron retratos de diversos monarcas españoles, entre ellos el famoso Silver Philip (Felipe IV con traje castaño y plata) pintado por Velázquez, y que ahora está en la National Gallery de Londres. Los frescos de las bóvedas fueron pintados por Pellegrino Tibaldi, según el programa iconológico del Padre Sigüenza.

La fama de Salomón como el rey sabio por excelencia de la Biblia debió condicionar la decisión de Felipe II de donar su biblioteca a los monjes del Monasterio para crear un Centro de Sabiduría, en vez de repartirla por sus otros palacios, como Aranjuez, Valsaín o el Alcázar de Madrid, y donarla así solo a sus herederos.

El también denominado «Palacio de los Austrias» ocupa todo el mango de la parrilla de El Escorial y parte del patio Norte, construido en dos pisos alrededor del presbiterio de la Basílica y en torno al Patio de Mascarones. Sigue el mismo esquema arquitectónico del Palacio de Carlos I en el Monasterio de Yuste. Actualmente solo se pueden visitar los Cuartos Reales y la Sala de Batallas. En las dependencias privadas de los Reyes se pueden contemplar importantes obras pictóricas de la escuela española de principios del XVII, de la escuela italiana y veneciana del siglo XVI, y de las escuelas flamencas del XVI y XVII, entre ellos San Cristóbal en el vado de Joachim Patinir.

Antes de las habitaciones reales se atraviesan otras dependencias como el Salón de Embajadores, con interesantes objetos expuestos: morteros del siglo XVII, una mesa con incrustaciones de marfil, dos relojes solares en el pavimento, dos sillas plegables de madera chinas de la época Ming (ca. 1570) y los retratos de todos los monarcas de la Casa de Austria. Merecen especial mención las impresionantes puertas de marquetería, regalo del emperador Maximiliano II. Se expone también la supuesta silla-litera en la que Felipe II realizó su último viaje al Monasterio aquejado por la gota.

La «Casa del Rey» está formada por una serie de estancias decoradas con sobriedad, ya que fue el lugar de residencia del austero Felipe II. El dormitorio real, situado junto al altar mayor de la Basílica, cuenta con una ventana que permitía al rey seguir la misa desde la cama cuando estaba imposibilitado a causa de la gota que padecía. Está dividido en cuatro estancias: la sala principal, el escritorio, la alcoba y el lujoso oratorio.

En claro contraste con la austera monumentalidad del Palacio de los Austrias, se yergue el Palacio de los Borbones. Construido al norte de la Basílica, alrededor del Patio del Palacio, el complejo de habitaciones tiene su origen en época de Felipe II, cuando en esa zona se instalaron los aposentos de los Infantes (lado noreste del patio), la Galería de Batallas (lado sur, ver más abajo) y las cocinas y zonas del servicio (lado oeste).

Bajo el reinado de Carlos III, esta área fue habitada por los entonces Príncipes de Asturias. Cuando estos ascendieron al trono, en 1788, como Carlos IV y María Luisa de Parma, decidieron mantener sus aposentos en la misma zona y no trasladarse a la «Casa del Rey». Los nuevos monarcas encargaron una nueva escalinata de acceso al arquitecto Juan de Villanueva que fue terminada en 1793. Los interiores fueron además aderezados con suntuosos tapices diseñados por Bayeu o Goya y un rico mobiliario. Fernando VII fue el último monarca en hacer uso de estos aposentos.

En diciembre de 2015, después de años de restauraciones, el conjunto de 18 salones fue abierto al público en visita libre.[10]

Precedida por el Patio de los Reyes, es el verdadero núcleo de todo el conjunto, en torno al cual se articulan las demás dependencias.

Juan Gómez de Mora, según planos de Juan Bautista Crescenzi, reformó por orden de Felipe III la pequeña capilla funeraria de debajo del altar para albergar allí veintiséis sepulcros de mármol donde reposan los restos de los reyes y reinas de las casas de Austria y Borbón, con solo algunas excepciones.

Siguiendo uno de los preceptos aprobados por el Concilio de Trento referente a la veneración de los santos, Felipe II dotó al Monasterio de una de las mayores colecciones de reliquias del mundo católico. La colección se compone de unas 7500 reliquias, que se guardan en 507 cajas o relicarios escultóricos trazados por Juan de Herrera y la mayoría construidos, por el platero Juan de Arfe y Villafañe. Estos relicarios adoptan las más variadas formas: cabezas, brazos, estuches piramidales, arquetas etc. Las reliquias fueron distribuidas por todo el Monasterio concentrándose las más importantes en la Basílica. En el lado del Evangelio, bajo la protección del Misterio de la Anunciación de María, se guardan todos los huesos de los santos y mártires. En el lado opuesto, en el Altar de San Jerónimo, se sitúan los restos de los santos y mártires. Los restos sagrados se guardan en dos grandes armarios, decorados por Federico Zuccaro, que se encuentran divididos en dos cuerpos; se pueden abrir por delante, para ser expuestos al culto, y por detrás, para poder acceder a las reliquias. En la actualidad permanecen cerrados exponiéndose únicamente el día de Todos los Santos.

El monasterio propiamente dicho ocupa todo el tercio sur del edificio. Fue ocupado originalmente por monjes jerónimos en 1567, aunque desde 1885 está habitado por los padres Agustinos, de clausura. El recinto se organiza en torno al gran claustro principal, el Patio de los Evangelistas, obra maestra diseñada por Juan Bautista de Toledo y que constituye una de las mejores páginas de arquitectura del Monasterio. Sus dos pisos están comunicados por la espectacular escalera principal, con las bóvedas decoradas por frescos de Luca Giordano. El ambicioso programa pictórico de sus soportales fue iniciado por Luca Cambiaso y continuado por Pellegrino Tibaldi. En el centro del claustro se levanta un hermoso templete realizado en granito, mármoles y jaspes de diferentes colores sobre traza de Juan de Herrera, influido por el tempietto de San Pietro in Montorio de Bramante. Las esculturas de los cuatro evangelistas fueron cinceladas por Juan Bautista Monegro de un solo bloque de mármol y sujetan un libro abierto con un fragmento de su Evangelio en la lengua en que fueron escritos.

Junto a las Salas Capitulares, destaca también la Celda Prioral Baja, con un fresco en el techo sobre El Juicio de Salomón de Francesco da Urbino, recordando al prior la necesidad de un gobierno justo al frente del Monasterio. La sacristía, aún en uso, con la Adoración de la Sagrada Forma de Claudio Coello.[11]​ En la Iglesia Vieja o de Prestado se conserva El Martirio de San Lorenzo de Tiziano, una de las obras maestras del renacimiento italiano, que Felipe II encargó para el retablo principal de la Basílica pero que descartó por su oscuro colorido, poco visible a cierta distancia.

Sigue la típica tradición española de escalera imperial con un tramo principal dividido en dos a los lados a partir de la primera meseta, manteniendo el eje de simetría del convento y compatibilizando los tres pisos del Patio de los Evangelistas con los tres del convento mediante puertas discretas que permiten el paso a la zona más recogida y doméstica. Se suele atribuir a Bergamasco, aunque su proyecto fue modificado y desarrollado por Juan de Herrera. Su altura es de 23 metros, 8 de anchura y se forma por 52 peldaños de granito de una sola pieza de 4,40 metros de largo; cuenta con una cubierta propia que cubre la gran bóveda esquifada que ilumina desde arriba sus magníficos frescos.

Su decoración de pinturas al fresco es notable; la caja de la escalera presenta 14 arcos a la altura del piso superior. Cinco de ellos están cerrados y muestran paneles pintados que continúan loa asuntos de la Vida de Jesucristo del claustro bajo; dos son de mano de Luca Cambiaso (San Pedro y San Juan junto al sepulcro del Señor y Aparición de Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo) y tres de Pellegrino Tibaldi (Aparición del Señor a la Magdalena; Aparición a las Santas Mujeres y Aparición a los discípulos de Emaús). Pero la obra más considerable corresponde a Luca Giordano, que en época de Carlos II (1692) pintó el gran friso y la grandiosa bóveda con su estilo grandilocuente y brioso, realizando una obra de extraordinaria belleza y técnica insuperable en el increíble tiempo de siete meses. En el friso destaca las escenas de La batalla de San Quintín y la Fundación de El Escorial, en la que aparece Felipe II discutiendo las trazas del Monasterio con Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, junto al Obrero Mayor, el jerónimo Fray Antonio de Villacastín. La bóveda es una obra maestra donde se representan escenas de la Santísima Trinidad, Virgen con ángeles llevando los emblemas de la Pasión, numerosos santos españoles o las Virtudes cardinales. En el lado occidental se representa una balaustrada a la que se asoma Carlos II, quien explica a su esposa Mariana de Neoburgo y a su madre Mariana de Austria el significado de la pintura que había ordenado realizar.

Ocupa una gran sala abovedada, con unas dimensiones de 30x9 metros y casi 11 de altura. Se encuentra situada en la zona Este del claustro bajo del Patio de los Evangelistas, y de él recibe luz por cinco ventanas a nivel del suelo. En el centro está colocado un hermoso espejo de barroco marco de plata y adornos de cristal de roca, regalo de la Reina Doña Mariana de Austria (madre de Carlos II), y a sus lados, hay otros seis menores convenientemente distanciados, con marcos de chapa de plata finamente trabajada. La bóveda está pintada de grutescos, fugurando grandes casetones con adornos diversos entre fajas resaltadas, obra de Niccolò Granello y Fabrizio Castello; el pavimento es de mármoles blanco y gris.

En ella se exhibe una excelente colección pictórica, entre las que destacan obras de Luca Giordano (Noé embriagado y sus hijos; La Oración del Huerto; El falso profeta Balaán; El santo Job; La heroína Jael y Sísara), Tiziano (Cristo crucificado), José de Ribera (San Pedro en la prisión), Michel Coxcie (La Virgen, el Niño Jesús y Santa Ana que le ofrece una fruta) o Herrera Barnuevo (San Juan Bautista). Aunque entre todas ellas, brilla con luz propia La adoración de la Sagrada Forma, obra maestra del madrileño Claudio Coello, representando en ella la función religiosa que se celebró el 19 de octubre de 1680 para el solemne traslado de la Santa Forma desde otro lugar del Monasterio a su nueva Capilla de la sacristía, admirablemente compuesto tanto en perspectiva como en la maestría de los personajes retratados: Carlos II arrodillado; Francisco de los Santos, prior del Monasterio; Padre Fray Marcos de Herrera; los Duques de Medinaceli y Pastrana; el Conde Baños; el Marqués de la Puebla y el primogénito del Duque de Alba; la Comunidad de jerónimos religiosos cantando e, incluso, el propio pintor incluyó un autorretrato suyo en el persona situado más a la izquierda de la obra.

El altar queda completamente cubierto con el cuadro de Coello, que sirve de velo o transparente al Santísimo y que sólo se descorre dos veces al año (fiesta de San Miguel el 29 de septiembre y de San Simón y San Judas el 28 de octubre). Es entonces cuandro el cuadro se desplaza inferiormente y queda bajo el pavimento, descubriéndose entonces el magnífico crucifijo con la figura de Cristo bellamente modelada y fundida en bronce dorado a fuego, obra de Pietro Tacca, así como un gran templete también dorado a fuego, de estilo gótico-germánico de 1,60 metros de alto, dibujado por Vicente López, comenzado en 1829 por Ignacio Millán y terminado en 1834. Contiene diversas reliquias y se adorna con cuarenta estatuillas y diez bustos. La riquísima custodia de Isabel II, regalo de esta reina en 1852, es obra hecha en Madrid por Carlos Pizzala, con admirable trabajo de orfebre y cuajada de pedrería, es -lamentablemente- una de las joyas desaparecidas en 1936. El camerín de la Sacristía, detrás del retablo cubierto de mármoles y adornos de bronce, es obra de Francisco Rizi, José del Olmo y Francisco Filippi.

Destinadas actualmente a pinturas, eran las salas donde los monjes celebraban sus capítulos, especie de confesiones mutuas para mantener la pureza de la congregación. Desde tiempos de Velázquez, que intervino en su decoración, albergaron importantes pinturas. A pesar del traslado de muchas al Museo del Prado, actualmente se exhiben varias tan importantes como La Última Cena y un San Jerónimo de Tiziano y La túnica de José de Velázquez. En febrero de 2009 se volvió a colgar en sus paredes el Martirio de San Sebastián de Van Dyck, recuperado (tras su adquisición por Patrimonio Nacional) dos siglos después de su sustracción durante la invasión napoleónica.

Sus bóvedas están bellamente pintadas al fresco en estilo renacentista de grutescos y con figuras bíblicas y de santos, realizadas por los hijos del Bergamasco (Niccolò Granello y Fabrizio Castello) en las propias Salas y por Francisco de Urbino en la celda prioral baja, con un hermoso efecto decorativo.

En el centro del vestíbulo se expone un Ángel algo mayor del natural, sobre pedestal y que sostiene un atril que hacía de oficio de facistol; es de bronce dorado y fue hecho en Amberes por el flamenco Juan Simón en 1571. En el testero menor de la Sala Capitular derecha se muestra un curioso Altar portátil del Emperador, que se supone que llevaba Carlos I en sus campañas, realizado a base de bronce y plata con esmaltes.

La espléndida pinacoteca de las Salas Capitulares está formada por obras de las escuelas alemana, flamenca, veneciana, italiana y española, de los siglos XV, XVI y XVII. Incluye diversas obras de algunos de los pintores predilectos de Felipe II como El Bosco, Pieter Coecke o Michel Coxcie, junto a obras de artistas como Navarrete "el Mudo", Tintoretto (Adoración de los pastores), Federico Barocci, Paolo Veronese, Luca Giordano, Francesco Guercino, José de Ribera, Zurbarán, Alonso Cano, Mario de Fiori, Vicente Carducho, Andrea Vaccaro, Pablo Matteis, Daniel Seghers o Francisco Rizi, así como una copia del Retrato de Inocencio X de Velázquez debida a Pietro Martire Neri y dos obras del estilo del Veronés (Adoración de los Pastores y Adoración de los Reyes).

Se trata de una galería de 60 x 6 metros, con 8 metros de altura, situada en la zona de los aposentos reales. En sus muros se representan pintadas al fresco algunas batallas ganadas por los ejércitos españoles. En el muro sur, solo interrumpido por dos puertas, se pintó de forma continua la batalla de La Higueruela, donde el ejército castellano venció a los moros granadinos en Sierra Elvira (1431). Por el contrario, el muro norte aparece dividido por nueve ventanas creándose nueve espacios en los que se representaron otras tantas escenas de la guerra contra Francia (1557-1558), con el acento puesto en la batalla de San Quintín, vinculada a la fundación del propio monasterio. Por último, en los extremos se representaron dos escenas de una de las más recientes victorias de las tropas españolas: la batalla de la Isla Terceira librada entre la armada española dirigida por Álvaro de Bazán y la armada francesa (1582-1583). De la pintura se encargaron Niccolò Granello y su medio hermano Fabrizio Castello, Lazzaro Tavarone y Orazio Cambiaso, que abandonó pronto. Lo primero que se pintó fueron los grutescos de la bóveda, por los que los artistas cobraron ya en enero de 1585 y se dieron por terminados seis meses más tarde.

En enero de 1587 se firmó el contrato para la pintura de la batalla de La Higueruela, que no se terminó hasta septiembre de 1589. El padre Sigüenza explica que se eligió representar esta batalla de la guerra de Granada por haberse hallado en el Alcázar de Segovia en un viejo arcón un lienzo de 130 pies en el que aparecía pintada la misma batalla en grisalla y que, habiendo gustado al rey, ordenó copiarla.

Algunos meses después de acabada la pintura de la batalla de la Higueruela se resolvió completar la decoración de la sala, firmándose un nuevo contrato con Castello, Granello y Tavarone en febrero de 1590. Las batallas elegidas eran, por una parte, las de la guerra contra los franceses de 1557 y 1558, las únicas batallas a las que Felipe II había acudido en persona, y la toma de la isla Tercera en las Azores, con la que se completaba la incorporación de Portugal a la corona española. Para asegurar la veracidad histórica, a los pintores se les entregaron modelos de la formación de las escuadras y de sus uniformes proporcionados por Rodrigo de Holanda, yerno de Antonio de las Viñas.[12]

En 1890 fue colocada la barandilla de hierro que protege los frescos, dibujo del arquitecto José de Lema.

La extraordinaria pinacoteca que alberga el Monasterio fue reorganizada en la segunda mitad del siglo XX para la adecuada instalación de la colección, ya que las obras se exhibían deficientemente desde antiguo en las Salas Capitulares y en la Sacristía, en las que la luz, escasa y nada conveniente, así como la falta de espacio, perjudicaban no sólo la contemplación de los cuadros, sino que menoscababan calidades excelsas de colorido, de luz y de composición de las obras maestras expuestas, tapizando por completo los muros, todavía con un criterio de la época barroca.

En este sentido, el principal esfuerzo fue encaminado a dar el mayor relieve y eficacia a la celebración del cuarto Centenario de la construcción del Monasterio. Las obras de restauración del Palacio de Verano de Felipe II fueron una de las más destacables, pues el palacio se hallaba en completo abandono y franca ruina, sin carpintería, sin soldados y destrozados los revocos. Estas dependencias se hallan en la planta baja, al nivel del Jardín de los Frailes, y comprenden todos los salones y cámaras con sus saletas, que coinciden absolutamente con las del piso superior o Palacio de Felipe II y que rodean al Patio de los Mascarones; en estas salas se han instalado las pinturas de escuelas flamenca, alemana, italiana y española. A este conjunto se le agregaron también salones, habitaciones principales y de recepción en la época del fundador, pero divididos en su altura y abundantemente tabicados en la época de Carlos IV; derribados todos los añadidos y con una labor de restauración de la estructura original, volvieron a contemplarse estos aposentos como fueron proyectados, con dimensiones y aspecto semejante a las Salas Capitulares. En total, diez salas que han dotado a Madrid de otra pinacoteca de importancia internacional.

La Sala I reúne pinturas de los siglos XV y XVI de la escuela flamenca y alemana. En ella, las obras capitales son el Paisaje con San Cristóbal de Patinir, Los Improperios (Ecce Homo) y un fragmento de la Creación, réplica de El Jardín de las Delicias, del taller de El Bosco, los Estudios de Historia Natural de Durero y un Tríptico de Gerard David con La Piedad (centro), San Juan Bautista (izquierda) y San Francisco recibiendo los estigmas (derecha). Otras pinturas destacables son El cambista y su mujer de Marinus Reymerswaele, Descanso en la huida a Egipto, atribuido a Quentin Massys, Las tentaciones de San Antonio de la escuela de El Bosco y un gran paño gótico del Calvario del siglo XV, con técnica "de trepas o de repostero", pero pintadas en vez de bordadas.

La Sala II muestra obras del flamenco Michel Coxcie: Tríptico de San Felipe; Anunciación; La Virgen con el Niño, San Joaquín y Santa Ana; La Virgen y San José postrados adorando al Niño; Ofrenda al Niño Jesús y Sagrada Cena.

La Sala III contiene obras de gran valor de Tiziano: Entierro de Cristo; Cristo crucificado cuya sangre redentora es recogida por tres ángeles; Cristo mostrado al pueblo por Pilatos (Ecce Homo); La Oración del Huerto y San Jerónimo en oración. También se exponen el Descanso en la huida a Egipto y La Adoración de los Reyes de Francesco Bassano y Noli me tángere, copia del Veronés por Luca Giordano.

La gran Sala IV (que corresponde al Salón del Trono de la planta principal) expone, entre otras, obras de Tiziano (La Última Cena y San Juan Bautista), una excelente serie de Tintoretto (La Magdalena ungiendo los pies del Señor en casa del fariseo; Magdalena penitente; Entierro de Cristo; Desmayo de la reina Esther ante Asuero y Nacimiento con la adoración de los pastores, así como un Ecce Homo atribuido), Veronés (Anunciación; La Aparición de Cristo a su madre acompañado de los padres del Limbo y El Padre y el Espíritu Santo, atribuido), Andrea Vaccaro (Lot y su familia saliendo de Sodoma guiados por un ángel), Jacopo Bassano (Partida de Abraham y La Cena de Emaús), Guido Reni (Cristo cargando con la cruz) y Federico Zuccaro (Adoración de los Reyes y Adoración de los pastores).

La Sala V está dedicada a las obras de José de Ribera, entre las que se encuentran tres San Jerónimo Penitente; San Antonio; José apacentando los ganados de Labán; San Francisco; Entierro de Cristo; Rey Ermitaño; San Pablo; El filósofo Crisipo; San Juan Bautista niño y Esopo.

Entre las salas V y VI, en una alacena diáfana por dos lados, bajo cristales, se muestran diversos modelos de cerámica de Talavera, producida para las necesidades del Monasterio: tinteros, jarras, platos, tazones, fuentes, hondas, barreños, azulejos para zócalos y estantes y superficies en ángulo.

La Sala VI, que corresponde en el piso superior a las habitaciones de Felipe II, comprende obras de la escuela española del siglo XVII, donde brilla con luz propia La Túnica de José de Velázquez, pintada durante la estancia del sevillano en Roma en 1630 (como La Fragua de Vulcano). Otras obras de interés son del taller de Zurbarán (Presentación de la Virgen en el Templo), Valdés Leal (Nacimiento de la Virgen), Alonso Cano (Virgen con Niño, atribuida), Juan Bautista del Mazo (Vista del palacio de Aceca) y un Retrato de Carlos II niño, del taller de Carreño de Miranda

La Sala VII reúne pinturas de escuela italiana, algunas muy notables como El profeta Isaías y la Sibila Eritrea (obras maestras de Alessandro Bonvicino "Moretto"), Asunto Místico de Mariotto Albertinelli, dos grisallas anónimas (Bajada de Cristo al Limbo y Resurrección y Virgen con Niño) y San Juanito, copia de Rafael por Nicolas Poussin.

También la Sala VIII muestra obras de escuela italiana: Descendimiento de la escuela del Veronés; Lot embriagado por sus hijas del Guercino; Virgen con el Niño y San Juanito (La Virgen del Roble), atribuida al Pordenone y un Ecce Homo de Giovanni Battista Crespi.

La Sala IX contiene diversas obras tanto de escuela italiana como flamenca y holandesa. Entre ellas destacan las de Jan Davidsz de Heem (Bodegón con granadas, peras y uvas y Bodegón con uvas, peras, ciruelas y manzanas que unos pájaros están picando), Daniel Seghers (dos Floreros en hornacina), escuela de Van Dyck (Virgen con el Niño) y Rubens (La Cena de Emaús, boceto del cuadro conservado en el Prado).

En dos grandes salones abovedados contiguos a esta sala se expone un conjunto de obras de importancia extraordinaria: Martirio de San Mauricio y la Legión Tebana (El Greco), El Calvario (Van der Weyden), una magnífica copia del Descendimiento del anterior artista, realizada por Michel Coxcie (el original se expone en el Prado) y un espectacular tapiz de la serie de La Conquista de Túnez, obra capital del maestro bruselés Willem Pannemaker realizada a mediados del siglo XVI.

Por último, la Sala X es conocida como la Sala de los Grecos, donde se exhiben obras del pintor cretense como La Adoración en Nombre de Jesús (también conocida como El sueño de Felipe II), San Eugenio o San Pedro. También se exponen dos obras de Carletto Veronese (La Adoración de los Reyes ambas) y un hermoso tapiz flamenco de la serie Las Esferas, del siglo XVI.

Estaba situado en los sótanos del edificio, en la llamada por Juan de Herrera Planta de Bóvedas, y fue creado en el año 1963 como parte de las exposiciones del IV centenario de la colocación de la primera piedra. En sus once salas se mostraban las herramientas, grúas y demás material empleado en la construcción del monumento, así como reproducciones de planos, maquetas y documentos relativos a las obras, con datos muy interesantes que explicaban la idea y gestación del edificio. Estas salas fueron cerradas definitivamente en 2015.

Mandados construir por Felipe II, que era un amante de la naturaleza, constituyen un lugar ideal para el reposo y la meditación. Manuel Azaña, que estudió en el colegio de los frailes agustinos de este monasterio, lo cita en sus Memorias y en su obra El jardín de los frailes. Es lugar de entretenimiento y estudio de los alumnos. El rey concebía sus jardines como un espacio productivo donde cultivar hortalizas y plantas medicinales, pero también los veía como una fuente de placer, con fuentes y flores. El monarca recopiló planos de jardines de Francia, Italia, Inglaterra y los Países Bajos, contratando a los mejores jardineros, tanto extranjeros como españoles. Este hoy austero jardín estaba originalmente repleto de flores, formando una especie de tapiz, por lo que fue comparado con las alfombras que se traían de Turquía o Damasco. También era un auténtico jardín botánico, con hasta 68 variedades diferentes de flores, muchas medicinales, y unas 400 plantas que se trajeron del Nuevo Mundo.

Al sudoeste del jardín se encuentra la Galería de Convalecientes o Corredor del Sol, un espacio amplio, aireado y lleno de luz diseñado para el reposo de los enfermos. Se apoya con una articulación arquitectónica poco conseguida en la Torre de la Botica, tal vez por la necesidad de garantizar la clausura a los monjes. Su sobria fachada hacia la lonja Oeste contrasta con la más abierta hacia los jardines, donde la solución arquitrabada con arcos sobre columnatas jónicas es única en el monasterio.

El 2 de noviembre de 1984, en coincidencia con la celebración del cuarto centenario de la colocación de la última piedra, el Comité del Patrimonio Mundial de la Unesco, reunido en la ciudad argentina de Buenos Aires, inscribió el Monasterio en la Lista del Patrimonio de la Humanidad, como "El Escorial: Monasterio y Sitio". Esta figura incluye el Monasterio y otros enclaves de realengo, la Casita del Príncipe y la Casita del Infante, ambas diseñadas por Juan de Villanueva en tiempos de Carlos III.

En 2013, y dentro de la colección de Edificios Patrimonio de la Humanidad, el Banco de España emitió una moneda conmemorativa de 2€ en la que aparecía el Monasterio.



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