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Teoría de los cuatro humores



La teoría de los cuatro humores o humoral, fue una teoría acerca del cuerpo humano adoptada por los filósofos y médicos de las antiguas civilizaciones griega y romana. Desde Hipócrates, la teoría humoral fue el punto de vista más común del funcionamiento del cuerpo humano entre los «físicos» (médicos) europeos hasta la llegada de la medicina moderna a mediados del siglo XIX.

En esencia, esta teoría mantiene que el cuerpo humano está compuesto de cuatro sustancias básicas, llamadas humores (líquidos), cuyo equilibrio indica el estado de salud de la persona. Así, todas las enfermedades y discapacidades resultarían de un exceso o un déficit de alguno de estos cuatro humores. Estos fueron identificados como bilis negra, bilis amarilla, flema o pituita y sangre. Tanto griegos y romanos como el resto de posteriores sociedades de Europa que adoptaron y adaptaron la filosofía médica clásica, consideraban que cada uno de los cuatro humores aumentaba o disminuía en función de la dieta y la actividad de cada individuo. Cuando un paciente sufría de superávit o desequilibrio de líquidos, entonces su personalidad y su salud se veían afectadas.

Teofrasto y otros elaboraron una relación entre los humores y el carácter de las personas. Así, aquellos individuos con mucha sangre eran sociables, aquellos con mucha flema eran calmados, aquellos con mucha bilis eran coléricos, y aquellos con mucha bilis negra eran melancólicos. La idea de la personalidad humana basada en humores fue una base para las comedias de Menandro y, más tarde, las de Plauto. En las Etimologías (4,5,3) de Isidoro de Sevilla encontramos la correspondencia entre los cuatro humores y los cuatro elementos del universo.

Durante el período neoclásico en Europa, la teoría humoral dominó la práctica de la medicina, en ocasiones resultando en situaciones un tanto dramáticas. Prácticas típicas del siglo XVIII como el sangrado o la aplicación de calor eran el resultado de la teoría de los cuatro humores (en estos casos, para tratar los excesos de sangre y de bilis, respectivamente).

Por otro lado, debido a que mucha gente pensaba que existía una cantidad finita de humores en el organismo, era común la creencia de que la pérdida de fluidos era una forma de muerte.

Los cuatro temperamentos (sanguíneo, colérico, melancólico y flemático), que eran el resultado de las condiciones climáticas o ambientales que determinaban la composición y el equilibrio interno de los distintos humores, también se aplicaron a las «naciones», ya que estas estaban sometidas a los mismos condicionantes que las personas individuales. Esta teoría determinista ambiental se mantuvo hasta mediados del siglo XVIII cuando autores como David Hume (Of National Characters, 1742) o Voltaire (Essai sur les moeurs et l'esprit des nations, 1753) introdujeron otros factores como la forma de gobierno o las creencias religiosas. Hasta entonces la teoría fue sustentada no solo por médicos sino también por alguno de los tratadistas políticos más influyentes de la época como Jean Bodin o Giovanni Botero, ya que ambos partían del principio aristotélico de la adecuación de la forma de gobierno al carácter de los pueblos. Bodin decía que una república ordenada requería «acomodar la forma de las cosas públicas al natural de los lugares» y que era necesario «que el sabio governador [sic] de un pueblo sepa bien el humor dél y su natural». Así, afirmaba Bodin, «el natural del español... por ser mucho más meridional, es más templado y melancólico, más firme y contemplativo... que el francés, que de su natural... [es] inquieto y colérico», de lo que deducía una serie de máximas nacionistas como que «Francia [es] inclinada a los pleitos».[1]

En el siglo XVIII Montesquieu sostuvo el mismo determinismo climático en su conocida obra De l'esprit des lois (1736) donde afirmó: «Si es verdad que el carácter del espíritu y las pasiones del corazón son extremadamente diferentes en los distintos climas, las leyes deben ser relativas a la diferentes pasiones y a la diferencia de esos caracteres». En su Essai sur les causes que peuvent affecter les esprits et les caractères afirmó que «el frío o el calor del clima dan a las distintas naciones un tan desigual carácter» que de ello se siguen «varios efectos».[2]

El historiador español Xavier Torres concluye: «Tanto para los tratadistas europeos, desde Bodin o Montaigne hasta Montesquieu, como para los viajeros de cualquier condición, las "naciones" de la Europa moderna seguían siendo, más que nada un conjunto peculiar de gente; y que se definía o singularizaba no tanto en términos lingüísticos como humorísticos».[3]



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