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Isidro Gomá y Tomás



Isidro Gomá y Tomás (La Riba, 19 de agosto de 1869-Toledo, 22 de agosto de 1940) fue un clérigo y escritor español, cardenal primado de España durante la Guerra Civil, en la que desempeñó un destacado papel protagonista en favor de los sublevados.

Nació en un ambiente acomodado. Realizó sus estudios eclesiásticos en los seminarios de Montblanch y Tarragona y después en Valencia, doctorándose en Filosofía, Derecho Canónico y Teología. Ordenado sacerdote en junio de 1895, desempeña su ministerio en las localidades de Valls y Montbrió de Tarragona; aunque su labor parroquial se vería detenida al ser designado profesor del seminario de Tarragona, y muy pronto, rector del mismo. Luego deja la dirección del seminario y, nombrado doctoral de la sede tarraconense, se consagra preferentemente al cultivo de la oratoria sagrada, en la que destacó como uno de los conferenciantes más elocuentes de su época, cuya fama irradiaría incluso fuera de España. La mayor parte de las conferencias dictadas en congresos y conmemoraciones católicas se recopilaron e inspiraron la redacción de numerosas obras, en las que se patentiza una amplia, profunda y bien vertebrada cultura religiosa y profana. La fundamentación en los grandes filósofos y teólogos cristianos, y el influjo de autores franceses fieles a la doctrina de la Iglesia (en especial Pierre Batiffol, director de Instituto Católico de Toulouse) encuadran la formación intelectual de Gomá.

Fue elevado a la mitra de Tarazona en 1927, cuando las relaciones entre la dictadura del general Primo de Rivera y el clero catalán estaban sometidas a duras pruebas. Con el advenimiento de la Segunda República, Gomá mantuvo desde el obispado posiciones integristas y beligerantes; sus ataques contra las reformas del primer bienio republicano en temas como el divorcio, el matrimonio civil o la enseñanza pública (su pastoral Sobre los deberes de la hora presente, de abril de 1931, cuestionaba la obediencia al poder constituido), o sus críticas a la democracia liberal y el parlamentarismo, llegaron a alcanzar resonancia fuera de España.[1]

En julio de 1933 toma posesión de la silla toledana, vacante desde hacía dos años por la dimisión del cardenal Segura. En diciembre de 1935 alcanzó el cardenalato y, tras un viaje a Roma, logró que en abril de 1936 la Santa Sede confirmase la primacía de Toledo sobre la diócesis de Tarragona, con lo que pasó a sustituir en la dirección de la Iglesia española al «accidentalista» Vidal y Barraquer.[1]​ Pese a lo difícil del momento, en el desempeño de su tarea contó con el beneplácito de extensos círculos del moderantismo republicano, pero sin que su inalterable acatamiento al poder legítimamente constituido impidiera una enérgica repulsa contra cualquier injerencia o extralimitación de la potestad civil en el campo eclesiástico. Línea de conducta a la que conformaría igualmente su difícil y arriesgada actuación durante la Guerra Civil de 1936.

Su intervención fue decisiva para el reconocimiento por la Santa Sede del gobierno de la dictadura militar presidido por el general Franco, y también en 1937 redactó, conociendo los asesinatos de obispos y sacerdotes en la zona republicana, la Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España,[2]​ defendiendo el movimiento nacional. También justificó teológicamente la Guerra Civil y dio su aprobación a la designación de "cruzada" a esta. En una de sus intervenciones públicas más conocidas, celebrada en Budapest el 28 de junio de 1938, declaró: «Efectivamente, conviene que la guerra acabe. Pero no que se acabe con un compromiso, con un arreglo ni con una reconciliación. Hay que llevar las hostilidades hasta el extremo de conseguir la victoria a punta de espada. Que se rindan los rojos, puesto que han sido vencidos. No es posible otra pacificación que la de las armas. Para organizar la paz dentro de una constitución cristiana, es indispensable extirpar toda la podredumbre de la legislación laica...».[3]​ Muere cinco años después de haber obtenido de Pío XI la púrpura cardenalicia (19 de diciembre de 1935).

Mérito suyo, entre otros, es haber difundido ampliamente en España la lectura del Nuevo Testamento, sobre todo los Evangelios concordados.

La edición por el CSIC del Archivo Gomá, iniciada en 2001 y en trece volúmenes, publica la correspondencia y documentación conservadas en el archivo del cardenal. Abarca varios miles de documentos, con interés histórico, desde 1936 hasta la muerte de Gomá.[4]

Poco después del comienzo de la guerra (1936), este mismo cardenal se refirió al conflicto como una lucha entre:

y también que:

Tuvo especial predilección por el carlismo, movimiento tradicionalista y contrarrevolucionario por antonomasia en España, escribiéndole al Cardenal Pacelli, futuro papa Pío XII:

En enero de 1937, en su Respuesta obligada: Carta abierta AL Sr. D. José Antonio Aguirre[6]​ dice:

De hecho, no hay acto ninguno religioso de orden social en las regiones ocupadas por los rojos; en las tuteladas por el ejército nacional la vida religiosa ha cobrado nuevo vigor...

Las injerencias del nuevo estado en materias eclesiásticas fueron, sin embargo, causa del progresivo distanciamiento del cardenal, que en octubre de 1939 se opuso a la pretensión del ministro de la Gobernación Serrano Súñer de limitar la predicación en vasco y catalán y protestó ante la disolución de las Federaciones de Estudiantes Católicos. Pero el hecho de mayor trascendencia y que marcaría la ruptura definitiva fue la prohibición gubernativa de su carta pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz, firmada el 8 de agosto de 1939, contra lo que protestó por carta dirigida al ministro de la Gobernación y por medio de una nota, redactada por él mismo, publicada en el Boletín del Arzobispado el 15 de octubre.[7]​ Su desengaño ante las nuevas autoridades —jóvenes a los que les falta la prudencia, sin la adecuada formación cristiana y más cercanos a la Alemania totalitaria que a Italia, e incluso infiltrados de masonería— se pondrá de manifiesto en la carta que dirigió al cardenal Maglione, Secretario de Estado, el 25 de octubre, en la que concluía:





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