Julio de Médicis cumple los años el 26 de mayo.
Julio de Médicis nació el día 26 de mayo de 1478.
La edad actual es 546 años. Julio de Médicis cumplió 546 años el 26 de mayo de este año.
Julio de Médicis es del signo de Geminis.
Julio de Médicis nació en Florencia.
Clemente VII (Florencia, 26 de mayo de 1478 – Roma, 25 de septiembre de 1534) fue el papa n.º 219 de la Iglesia católica, de 1523 a 1534.
Cuando nació fue descrito: "Hijo natural del Magnífico Juliano de Médici nacido por parte de madre de muchacha que no tenía marido, Fioretta, hija de Antonio" [cita requerida]. En un documento encontrado en la Palatina se informa: "Julio, hijo del Mco. Juliano de Médici, nacido el 26 de mayo de 1478, que fue después el papa Clemente VII..." [cita requerida].
Tras el asesinato de su padre en la Catedral de Florencia, durante la Conjura de los Pazzi, el futuro papa Clemente contó enseguida con el afecto y la protección de los Médici. Su tío Lorenzo el Magnífico escribió a Fernando I de Nápoles y al Papa para que a Julio, destinado a la carrera eclesiástica, le fuera otorgado el rico Priorato de Capua, que le fue efectivamente concedido. Ya desde su infancia, Julio había contado con la amistad de sus primos Pedro, Juan (el futuro papa León X), y Juliano, los tres hijos de Lorenzo.
La elección como Papa de su primo León X, le supuso su inmediato nombramiento de Arzobispo de Florencia. El 23 de septiembre de 1513 fue nombrado cardenal.
Supo siempre hacerse valer como consejero del Papa, logrando ser uno de los personajes más influyentes de la curia. Con el objeto de evitar enredos en la carrera eclesiástica de Julio, el papa medió para que el futuro Clemente VII fuera declarado hijo de legítimo matrimonio.
A la muerte de Lorenzo II de Médici en 1519, se hizo cargo del gobierno civil de la República de Florencia, hasta su elección al pontificado. Elevado al pontificado encarga el gobierno de Florencia al tutor de sus parientes Alejandro de Médici y Hipólito de Médici, el cardenal Silvio Passerini para gobernar en su nombre.
Cuando en 1521 murió León X, muchos creyeron que la tiara pasaría al cardenal Julio, por ser uno de los papables más apreciados. Pero de los treinta y nueve cardenales reunidos en cónclave, al menos dieciocho esperaban ser elegidos. Para cansar a los adversarios el partido de Julio decidió otorgar sus votos al candidato menos probable, el cardenal Adriano Dedel, de Utrecht. Para sorpresa de todos, incluso del propio elegido, también el partido adversario había decidido entregar sus votos al mismo candidato, de modo que, ante la consternación general, fue elegido Adriano VI.
La influencia de Julio, que se mantendrá durante el pontificado de Adriano VI, será la que le permitirá ser elegido pontífice el 19 de noviembre de 1523 y adoptar el nombre de Clemente VII en el momento de su coronación el 26 de noviembre.
Fracasó, tanto en el campo político como en el religioso, seguramente por su temperamento indeciso, sus arriesgadas apuestas políticas y los intereses familiares, circunstancias que hicieron de él «el más desgraciado de los papas», según expresión del historiador Ferdinand Gregorovius.
El tratado de Noyón no se había cumplido, de forma que en 1521, poco antes de morir León X, las tropas coaligadas del papa y el emperador, con la ayuda también de Inglaterra, habían expulsado a los franceses de Milán. Francisco I se propuso recuperarlo, mas no solo no lo consiguió, sino que acabó prisionero de Carlos I de España en la batalla de Pavía (1525). Recluido en Madrid (que no sería corte de la monarquía hasta el reinado siguiente), obtuvo su libertad tras la firma del Tratado de Madrid (1526), protocolo por el que se comprometía a devolver al Habsburgo el ducado de Borgoña, a renunciar a Italia y a no entrometerse en Flandes.
El desastre francés de Pavía, al que había precedido el de Biccoca, traspasaba la hegemonía en Italia a España y sembraba, por lo mismo, la inquietud en el ánimo del papa que veía cómo Carlos I se convertía en el dueño de gran parte de la península y se constituía en potencial amenaza para la preponderancia eclesiástica y para la continuidad en el poder de su propia familia al frente de la República de Florencia. Le pareció momento de actuar y lo hizo; pero calculó mal y se equivocó. Retomando el grito de «¡fuera los bárbaros!» que había lanzado Julio II contra los franceses, aplicado ahora a los españoles, y siguiendo la desacreditada práctica de aquel de aliarse alternativamente con los unos para desembarazarse de los otros, Clemente buscó la asistencia de Francisco I. Estaba este comprometido por el Tratado de Madrid a no intervenir en Italia, pero fue el propio papa quien le disipó cualquier escrúpulo de moral caballeresca y le animó a su incumplimiento haciendo alarde de una amplia laxitud de conciencia; le manifestó por escrito que los tratados que se firman bajo la presión del miedo carecen de valor y no obligan a su observancia. Con la dispensa papal que legitimaba su resistencia a someterse a las cláusulas del tratado, Francisco I se dispuso a hacer frente al emperador, y a tal efecto se formó el 22 de mayo de 1526 la liga de Cognac o liga Clementina, integrada por el papa, Francia, Venecia, Milán y Florencia.
Por otra parte, la situación en Europa Central se puso cada vez más tensa, pues los ejércitos turcos del sultán Solimán I el Magnífico avanzaron sobre el reino de Hungría, que cumplía el papel de último bastión del cristianismo contra los musulmanes. De esta manera, los conflictos entre el papa y el emperador no permitieron asistir a los húngaros, y el 29 de agosto de 1526 se sucedió la batalla de Mohács, donde murió el rey Luis II de Hungría, y los ejércitos cristianos fueron barridos por los otomanos, siendo ocupado gran parte del reino. Clemente había intentado de varias maneras iniciar una nueva cruzada para proteger el mundo cristiano, sin embargo, mientras intentaba solucionar la grave situación con Carlos I, se enteró penosamente de la triste noticia de gran impacto para Europa, quedando totalmente impotente (tras esta derrota, Fernando I de Habsburgo reclamó de inmediato el trono húngaro para sí mismo por haber desposado a la hermana del fallecido rey, y Carlos I posteriormente le asistió para asegurarse la corona).
Paralelamente, las relaciones entre el papa y el cardenal Pompeo Colonna se iban enturbiando a medida que el primero abandonaba el partido filoimperial para acercarse al bando francés; todavía en abril celebraban juntos la liga pactada entre la Santa Sede y el reino de Nápoles, pero en octubre se destapaban las verdaderas intenciones de Clemente: su enviado Girolamo Morone trabajaba para formar una alianza entre Francia, los Estados Pontificios, Venecia y Milán contra el imperio, e intentaba atraer a Fernando de Ávalos prometiéndole el trono de Nápoles, pero este descubría todo el plan. Colonna salió de Roma en dirección al feudo familiar amenazando con ir contra el papa, que justamente se negó a que participase en las conversaciones que el duque de Sessa dirigía para evitar que el pontífice se adhiriera a la liga antiimperial. Colonna proponía al emperador encabezar una revuelta antipapal en Roma, y en enero de 1526 Clemente VII publicaba una bula declarándole rebelde y exhortando a combatirle.
En agosto ambas partes llegaban a un frágil acuerdo; los Colonna, que habían ocupado Anagni por la fuerza, se comprometían a retirar sus tropas de los Estados Pontificios, y el papa les concedía el perdón y revocaba el monitorio contra ellos. Vespasiano Colonna fue el artífice del acuerdo.
Pero cuando Clemente retiró de Roma la guarnición armada, el 20 de septiembre de 1526 los Colonna irrumpieron en la ciudad con cinco mil hombres y saquearon la Ciudad, obligando al papa a refugiarse en el castillo Sant'Angelo. Con la intermediación de Hugo de Moncada, ambas partes acordaron una tregua que tampoco llegaría lejos. Dos días después los Colonna se retiraban de Roma con su gente, a disgusto de Pompeo, cuyas intenciones al decir de varios autores, eran asesinar al papa y ocupar su lugar. En noviembre Clemente VII convocaba un consistorio en el que conminaba a Pompeo a disculparse de sus pasados actos; este se negaba, proponiendo la celebración de un concilio en Alemania, y el papa mandaba asaltar la casa de Colonna en Roma y sus propiedades en la campiña romana, y le privaba del cardenalato y de todas sus dignidades y rentas eclesiásticas.
Entretanto, la guerra proseguía por todo Italia. A principios de 1527 el Condestable de Borbón tomaba el mando del ejército imperial, los españoles e italianos que habían estado asediando Milán y los lansquenetes de Georg Frundsberg llegados de Alemania. Sin provisiones ni pagas, los hombres amenazaban constantemente con amotinarse, y el de Borbón les contenía a duras penas con la esperanza del botín que produciría el saqueo de una gran ciudad.
En marzo el papa firmaba con los enviados del emperador Cesare Ferramosca y Francisco de Quiñones una tregua por ocho meses, el pago de 60.000 escudos al ejército imperial, la restitución de Pompeo Colonna en el cardenalato y la restitución mutua de los territorios ocupados, pero el de Borbón exigía como mínimo 200.000 escudos para evacuar sus tropas. Incapaz de sujetar a sus hombres, evitó el enfrentamiento con el ejército de la Liga en Florencia, y a principios de mayo se presentó ante las murallas de Roma.
El día 6 las defensas de Roma cedieron ante el ataque de los imperiales. Muerto el de Borbón en el primer asalto, los soldados entraron a saco en la ciudad.
Clemente VII buscó refugio en el castillo de Sant'Angelo que se convirtió en su prisión durante siete meses. Antes de obtener la libertad se le exigió una capitulación formal y el pago de una ingente cantidad de dinero (300.000 ducados). Carlos I negó cualquier implicación personal en los hechos; es más, los lamentó profundamente, o eso aparentó. Pero lo cierto es que extrajo un pingüe provecho político del dramático acontecimiento. El papa se vio forzado por las circunstancias a cambiar la orientación de sus alianzas: vencido, humillado y preso, sin opción a la hora de comprar su propia libertad, necesitado de la ayuda del emperador para detener el progresivo avance de los luteranos en Alemania, dispuesto a cualquier sacrificio por reponer a un Médici en la corte de Florencia de la que habían sido apartados, Clemente se plegó sin condiciones a los requerimientos del emperador y se entregó a su causa como firme aliado. Carlos, por su parte, también deseaba ganarse al papa que debía dictar resolución en el proceso de divorcio planteado por Enrique VIII de Inglaterra en el que la afectada, su esposa Catalina de Aragón, era tía del emperador. El Tratado de Barcelona de junio de 1529 suscrito por Clemente VII y Carlos I marcaba el inicio de una nueva paz y concordia, aunque precaria, como luego se demostró, entre el imperio y el pontificado.
El papa adoptó un talante complaciente con el emperador, lo que trajo una doble consecuencia inmediata. Por un lado, el hasta hacía poco tiempo enemigo y luego prisionero de Carlos I, le imponía la corona del imperio en una pomposa ceremonia celebrada en Bolonia el 24 de febrero de 1530 (fecha del aniversario de su nacimiento). Por otro, tras muchos titubeos y vacilaciones, se negó a consentir el divorcio de Enrique VIII, que deseaba volver a casarse con Ana Bolena, y declaró válido su primer matrimonio con Catalina de Aragón. Esta decisión fue trascendental; la relación del rey inglés con el papa se degradó por su causa hasta tal extremo que determinó el apartamiento del monarca, previamente excomulgado, y con él de toda la iglesia de Inglaterra, de la obediencia del sumo pontífice romano. El cisma anglicano perdura hasta hoy. No obstante, en opinión del historiador católico inglés, Hillaire Belloc (Personajes de la Reforma), la decisión del Papa en este caso no fue influida tanto por Carlos I, sino se debió a que fallar en favor del divorcio hubiera significado un desprestigio enorme al Papado, y consiguientemente a la Iglesia.
Se derivaron más secuelas del entendimiento entre el papa y el emperador. Francisco I creyó necesario de todo punto romper la alianza y emprendió nuevas acciones ofensivas contra su perpetuo rival, a las que se unió Inglaterra tan distante políticamente del imperio como religiosamente de Roma. Clemente VII dudaba una vez más ante su persistente dilema de a cuál de los dos contendientes aproximarse, y también una vez más tomó una decisión desacertada. Consideró oportuno dar por concluida su colaboración con Carlos, que volvía a adquirir enorme poder e influencia en Italia, y, para granjearse el favor del monarca francés, planeó y consiguió enlazar matrimonialmente a su sobrina-nieta Catalina de Médici con un hijo de aquel, el futuro rey de Francia Enrique II. El teórico respaldo de Francisco I de nada le sirvió al infortunado papa, pues, con Andrea Doria militando ahora en la escuadra del emperador, el francés no hizo sino cosechar derrotas que le condujeron a la forzada firma de la paz de Crépy en 1544. Clemente no llegó disfrutar de aquella paz; la muerte se lo había llevado diez años antes. En definitiva, en opinión de este autor, al Papa le costó tomar la decisión, pero al fin hizo lo correcto.
Y mientras tanto la reforma protestante ganaba adeptos en Europa. El papa, preocupado en exceso por mantener a su familia en el gobierno de Florencia y mezclado en la pugna entre los poderosos, no pudo poner remedio a la escisión religiosa. Una vía para intentar acabar con la disidencia luterana era la conciliar. Pero tras los sínodos de Constanza y Basilea todos los papas renacentistas padecieron una alergia crónica a tales asambleas. En las dos citadas se había cuestionado la primacía del papa sobre el concilio y habían sido muchos los que habían defendido la doctrina según la cual las decisiones tomadas en un sínodo ecuménico eran dogmáticas, en cuanto a la fe, e inapelables en el ámbito de la administración de la iglesia. Carlos I puso todo su empeño en conseguir de Clemente VII la convocatoria de un concilio; lo reclamó hasta la saciedad. Con motivo de la coronación imperial en Bolonia, el papa se comprometió a reunirlo, cosa que no hizo nunca. Cuatro años después, en 1534, el emperador cursó a la Santa Sede una propuesta formal para que se convocase, pero el papa la rehusó. Más allá del rechazo generalizado que sentían aquellos papas por los concilios, mediaban en este caso concreto circunstancias de interés político que prevalecían sobre el religioso. Carlos veía el sínodo como un foro de discusión en el que cabría la posibilidad de conciliación de ideas y principios y, por ende, de reconciliación de sus súbditos alemanes. Era esa situación la que alarmaba a Carlos I y la que, por lo mismo, se esforzaba su eterno enemigo, Francisco I, en sostener. El papa tasó en mayor medida los inconvenientes de Francisco I que las súplicas de Carlos I y el concilio hubo de esperar. El Concilio de Trento no se inició hasta 1545, once años después de su fallecimiento, el cual se produjo, mediante una ingesta accidental de un hongo venenoso durante una cena.
Sin embargo el papa se mostró preocupado en reformar las órdenes religiosas que habían relajado su disciplina. Las órdenes de los capuchinos, barnabitas, teatinos fueron aprobadas por Clemente VII.
La publicación oficial de las profecías de San Malaquías se refieren a este papa como Flos pilae aegrae (La flor de las columnas enfermas), cita que hace referencia a las columnas y la flor de lis que aparecen en su escudo de armas. Asimismo, su pertenencia a la familia Médici (médico), permite un juego de palabras con "enfermedad" por el periodo turbulento en que discurrió su papado.
Desde una perspectiva actual parece más adecuado el lema siguiente; Hyacinthus medicorum (Jacinto de los médicos), ya que el lema menciona expresamente el apellido del papa (Médici, médico en latín) haciendo referencia a Jacinto, héroe de la mitología griega.
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