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Maniqueísmo



Maniqueísmo es el nombre que recibe la religión universalista fundada por el sabio persa Mani (o Manes; c. 215-276), quien decía ser el último de los profetas enviados por Dios a la humanidad, siguiendo a Zoroastro, Buda y Jesús.

El maniqueísmo se concibe desde sus orígenes como la fe definitiva, por cuanto pretende completar e invalidar a todas las demás. Al rivalizar en este sentido con otras religiones, como el zoroastrismo, el budismo, el cristianismo gnóstico y el islam, de sus contactos con ellas se derivaron numerosos fenómenos de fusión doctrinal.

La definición teológica del maniqueísmo ha dividido a la crítica. Mientras que, para algunos eruditos, el fenómeno maniqueo no es reductible a una concepción dualista de la divinidad y el cosmos, ni es definible como gnosticismo,[1]​ para otros muchos estudiosos es esencialmente gnóstico y dualista.[2]

Parte de su esencia doctrinal se funda en comprender que existen dos principios creadores en conflicto constante: el bien y el mal. Por ello, por extensión y de manera peyorativa también se usa este término para referirse a la «tendencia a reducir la realidad a una oposición radical entre lo bueno y lo malo».[3]

Se divulgó desde la Antigüedad tardía por el Imperio romano e Imperio sasánida, y en la Edad Media, por el mundo islámico, Asia Central y China, donde perduraría, al menos, hasta el siglo XVII. Se ha llegado a decir que el maniqueísmo llegó a extenderse desde el Atlántico hasta el Pacífico.[4]

Por ello, sus escritos litúrgicos sagrados y fuentes propias se encuentran registrados en múltiples lenguas, entre ellas, latín, griego, copto, persa medio, chino, parto, sogdiano, etcétera. Por lo demás, existen fuentes no maniqueas que informan sobre las creencias y costumbres de esta religión desde San Agustín con su obra Contra los herejes, a al-Biruni. En la Edad Media, catarismo y bogomilismo fueron consideradas herejías de raigambre maniquea, y en la actualidad algunas sectas y nuevas religiones se declaran maniqueas o neomaniqueas, aunque sin relación directa o histórica con el maniqueísmo.

Comenzó en el siglo III en Babilonia, en el Imperio sasánida, se extendió a través del Oriente hasta China por la cuenca del río Tarim, y en muchas partes del Imperio romano. Fue una religión universalista, que aprovechó la Ruta de la Seda para su expansión, pero que se vio pronto perseguida en el área islámica y el Occidente cristiano, perdurando sobre todo en el Extremo Oriente.

El maniqueísmo se extendió hacia occidente de Alejandría a Cartago, y de allí a Hispania. A finales del siglo IV, San Jerónimo hablaría sobre mujeres de alta alcurnia en la Lusitania que se habían convertido en adeptas de Mani, habiendo un importante centro de maniqueísmo en Emerita Augusta, donde ya existía el mitraísmo. Un avance paralelo se dio en Italia y la Galia.[4]

Según todas las evidencias disponibles, el maniqueísmo sobrevivió, fundamentalmente, en China, hasta inicios del siglo XVII, durante la dinastía Ming (1368-1644),[5]​ y algunas de sus ideas y principios, incluso, hasta más adelante, a principios del siglo XX. A pesar del dualismo tan ajeno a los conceptos chinos, el maniqueísmo, conocido bajo el nombre de religión de la luz, alcanzó un cierto éxito gracias a la incorporación de elementos budistas y taoístas. Incluso ha sido redactado un Catecismo de la religión del Buda de la Luz en Chang'an, en el año 731, por orden imperial.[6]

En 2005 un equipo de estudiosos ha postulado la posibilidad de que un culto maniqueo haya podido sobrevivir hasta el presente.[7]

La comunidad maniquea se dividía en dos grupos:

Para que el Reino de la Luz triunfara sobre las tinieblas, todos los elegidos y oyentes debían alcanzar el Reino de la Luz. En realidad, no era un triunfo lo que buscaban los maniqueos, sino un retorno al estado original, la separación del Bien y del Mal. Como el mal es indestructible, la única forma de alcanzar el Reino de la Luz es huir de las Tinieblas.

La fiesta religiosa fundamental de los maniqueos era el Bema, que se celebraba anualmente:

El Bema fue originalmente, en la Iglesia Cristiana Siríaca, un asiento situado en mitad de la nave desde el cual el obispo presidía y se leía el Evangelio. En los templos maniqueos, el Bema era un trono de cinco peldaños, cubierto por valiosos tejidos, que simbolizaban las cinco escalas de la jerarquía. La cima del Bema estaba siempre vacía, ya que correspondía al asiento de Mani. Esta celebración tenía lugar durante el equinoccio de primavera, y era precedida por ayunos, simbolizando la Pasión y muerte de Mani, constituyendo un estricto paralelo de la Pascua Cristiana.[8]

Aunque se presume que a menudo, el Bema estaba vacío, hay algunas evidencias procedentes del escrito maniqueo en copto "Salmos del Bema", de que en el Bema se hallaba una copia del Arzhang, libro ilustrado según la tradición por Mani, que narraba la creación del Universo.[9]

Los maniqueos, a semejanza de los gnósticos, mandeos y mazdeístas, eran dualistas: creían que había una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal, que eran asociados a la Luz (Zurván) y las Tinieblas (Ahrimán) y, por tanto, consideraban que el espíritu del hombre es de Dios pero el cuerpo del hombre es del demonio. Esto se explicaba a través de un conjunto de mitos antropogónicos, de influencia gnóstica y zoroástrica. En el hombre, el espíritu o luz se encuentra cautivo por causa de la materia corporal; por lo tanto, creen que es necesario practicar un estricto ascetismo para iniciar el proceso de liberación de la Luz atrapada. Desprecian por eso la materia, incluso el cuerpo. Los «oyentes» aspiraban a reencarnarse como «elegidos», los cuales ya no necesitarían reencarnarse más.

Zoroastro, Platón, Jesús, Buda y otras muchas figuras religiosas habrían sido enviadas a la humanidad para ayudarla en su liberación espiritual, siendo Mani el Sello de los Profetas.

En la práctica, el maniqueísmo niega la responsabilidad humana por los males cometidos porque cree que no son producto de la libre voluntad, sino del dominio del mal sobre nuestra vida. Por esto consideraban al pavo real (Pavo cristatus) su animal sagrado, porque sus colores en el plumaje revelaban los distintos estados espirituales por los que pasaba el cuerpo para lograr purificarse y transformarse en el espíritu divino.



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