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Primeros cristianos



La historia de los primeros cristianos se caracteriza por la persecución por parte de los romanos, el rápido crecimiento numérico y geográfico, el testimonio del martirio, el debate con la filosofía griega y el judaísmo, y la proliferación de herejías.

El estudio de la Iglesia primitiva se divide habitualmente en dos fases: el período apostólico (siglo I) y el período preniceno (siglos II, III y comienzos del IV).[1]​ Conservamos algunos escritos de los padres apostólicos, discípulos de los apóstoles en el siglo I. Luego floreció la literatura cristiana con autores que han dejado obras a veces bastante extensas, cuya lectura esclarece las prácticas, las creencias y la organización de los cristianos durante este tiempo de persecución.

Otras características son el progreso hacia la expresión teológica clara de las doctrinas cristianas universalmente aceptadas, en contraposición a las herejías, y la ausencia de una «lista definitiva» de libros que componen el nuevo testamento.

El cristianismo primitivo fue un fenómeno principalmente urbano, minoritario y extraño al orden legal, oscilando entre la indiferencia de los Césares y las persecuciones. Éstas se sucedieron mayoritariamente entre el Incendio de Roma del año 64 y hasta el Edicto de tolerancia del año 313. El período primitivo concluyó con el Concilio de Nicea, en el año 325, cuando la Iglesia comenzó su rápida transformación hacia una institución mayoritaria y legalmente permitida.

La primera parte de este período, durante la vida de los Doce Apóstoles y hasta la primera década del siglo II, se denomina Período Apostólico.[2][3]​ El inicio de la predicación de la Iglesia como movimiento religioso acaeció tras el evento de Pentecostés en la ciudad de Jerusalén, y entre sus líderes estaban los apóstoles Pedro, Santiago y Juan.[4]​ Estos primeros cristianos se llamaban a sí mismos Nazarenos o los del Camino. Acudían a las sinagogas como todos los demás grupos dentro del judaísmo tradicional y su proclama era de tipo profético. Enseñaban que Jesús de Nazaret era realmente el Mesías anunciado por los profetas, y que a Jesús, a quien las autoridades romanas y judías habían crucificado, Dios lo había resucitado.[5]

En esta pequeña comunidad muchos eran judíos, ya fuera de nacimiento o por conversión, para los cuales se utilizaba el término bíblico «prosélito»,[6]​ y denominados por algunos historiadores como «judeocristianos». También había discípulos provenientes del paganismo y de los samaritanos.[7]Pablo de Tarso, tras su conversión al cristianismo, reivindicó para sí el título de Apóstol de los gentiles y encabezó actividades misioneras hacia los paganos de Arabia, Asia Menor, Grecia, y otros lugares del Imperio Romano.[8]​ Al poco tiempo surgió tensión entre las prácticas judías tradicionales y los gentiles convertidos al cristianismo primitivo. Se produjo una disputa acerca de si los nuevos creyentes de origen gentil debían observar la circuncisión y la Ley de Moisés tal como el pueblo hebreo. Esta disputa indujo una reunión de los apóstoles denominada Concilio de Jerusalén, cerca del año 50, que resolvió no imponer la Ley judía a los cristianos de origen pagano. A partir de este momento el cristianismo comenzó a separarse gradualmente del judaísmo rabínico.

Los cristianos del Período Apostólico sufrieron persecuciones como consecuencia de su rechazo al culto imperial del emperador como divinidad. La persecución aumentó en Asia Menor hacia el final del siglo I,[9]​ así como en Roma en las postrimerías del Gran incendio de Roma en el 64 d. C.

A fines del siglo I el cristianismo primitivo se separó gradualmente de las demás religiones y del judaísmo, hasta el distanciamiento definitivo después de la destrucción del templo de Jerusalén, en el año 70. Concluida la vida de los apóstoles, las comunidades cristianas mantuvieron viva la práctica de su fe. Una rica fuente de información acerca de la Iglesia Primitiva son los discípulos directos de los apóstoles, llamados Padres Apostólicos. Estos autores, que no conocieron a Cristo sino a sus primeros discípulos, florecieron entre el año 70 y 150 de nuestra era, y los pocos textos supervivientes son una invaluable fuente para contemplar el estado de las comunidades cristianas, sus prácticas de piedad, sus creencias, y su diálogo u oposición con el paganismo y el judaísmo.

Si bien las circunstancias de cada texto son muy variadas, Johannes Quasten subraya tres características principales: la escatología, la nostalgia de un Jesucristo cercano en el tiempo, y una cristología común: «Jesucristo es, para ellos, el Hijo de Dios, preexistente al mundo, que participó en la obra de la creación»".[10]

Entre estos autores se destacan: Ignacio de Antioquía, con sus siete cartas escritas de camino a Roma donde iba a ser martirizado; Clemente de Roma, con su epístola pastoral a los Corintios; y Policarpo de Esmirna, autor de una Epístola y mártir destacado. También cabe mencionar el texto llamado Didaché, un breve catecismo con instrucciones para la celebración del bautismo y la eucaristía.

A partir del año 130 se desarrolla la Apologética: explicación y defensa del cristianismo ante las autoridades Romanas y ante las autoridades judías. A diferencia de los escritos íntimos y pastorales de los Padres Apostólicos, los apologetas tuvieron por destinatarios a la élite pagana, por eso explotaron las doctrinas de la filosofía para difundir el mensaje cristiano en los medios de mayor cultura y poder.[11]​ No se trata de escritos catequéticos sino de defensa, y por tanto, el contenido doctrinal es más bien pobre.

Los escritos de Justino el Mártir ejemplifican el espíritu del cristianismo en los años 140 a 160: entusiasmo y diálogo razonado, tratando de convencer a la población culta mediante ejemplos de la filosofía griega. Sus descripciones de la doctrina y los ritos cristianos explican en detalle qué creía y cómo vivía su comunidad, aunque sin el nivel de reflexión teológica que se desarrolló posteriormente.[12]

En el contexto de los Apologistas Griegos un autor anónimo compuso la célebre carta a Diogneto, una de las obras cumbre de los primeros cristianos por la singular belleza y elegancia de su estilo; también se destacan los escritos de Arístides, Taciano, Teófilo de Antioquía, entre otros.

Durante esta época ya se conocen mártires en distintas regiones del imperio: Antíoco de Sulcis en Cerdeña, Zaqueo de Jerusalén, Julián de Emesa en Siria, Zacarías de Vienne en Galia, Potito en Sárdica, los mártires escilitanos en África, etc.

Desde mediadios del siglo II surge la denominada «literatura antiherética» como respuesta a la diversidad de visiones dentro y fuera de la Iglesia, y por la multitud de movimientos espirituales que adoptaron algunos elementos del cristianismo, como las religiones gnósticas; esta diversidad fue categorizada como novedad o herejía por la iglesia mayoritaria.[13]​ Ante esta situación aparece una variedad de respuestas por parte de la jerarquía eclesiástica y por diversos autores que avanzan en el estudio la teología y la reflexión doctrinaria.

Se destaca Ireneo de Lyon (140-202) cuyas obras explican al detalle la controversia con el gnosticismo y escribe el primer tratado de contenido teológico que se conserva: ante las objeciones de cada grupo, Ireneo expone detalladamente la doctrina tradicional y la contrasta también con los textos sagrados. Desarrolla los primeros textos extensos acerca de Cristo, la resurrección de la carne, y otros temas.

Ireneo intercede ante el papa Víctor I en favor de los cristianos de Asia que calculaban la fecha de Pascua por el mismo método que los judíos, según el calendario lunar. También se muestra relativamente laxo con los que adhirieron al montanismo, un grupo con prácticas ascéticas muy estrictas (prohibiendo completamente el vino y el matrimonio) que chocaba con la disciplina tradicional de la Iglesia.

La ciudad de Alejandría, fundada por Alejandro Magno en 331 a. C., fue centro cultural del helenismo y crisol de perspectivas filosóficas egipcias, orientales y griegas. En tiempos de Jesús ya contaba con una numerosa comunidad judía helénica: fue en Alejandría donde por primera vez se tradujo el Antiguo Testamento al idioma griego, en la versión llamada Septuaginta. En esa ciudad enseñó Filón, filósofo judeo-helénico, dedicado a armonizar la filosofía con el monoteísmo. Los cristianos, arribados a mediados del siglo I, se encontraron con un medio ambiente muy culto, abierto a nuevas ideas siempre y cuando estuvieran bien fundamentadas.[14]

Si los padres apostólicos escribieron pocos y breves textos pastorales, y los primeros apologistas griegos se preocuparon en defender al cristianismo y contestar las objeciones ajenas, en Alejandría por primera vez nació el estudio sistemático y completo de la teología. La Escuela Alejandrina buscó educar en el cristianismo a la clase alta de una ciudad helénica mediante la exposición ordenada, sistemática y completa de toda la fe cristiana. Los maestros de esta escuela enfrentaban un ambiente social muy compenetrado en temas teóricos de la metafísica, así pues muestran una preferencia por el platonismo y las interpretaciones alegóricas de la Sagrada Escritura.[15]

El primer maestro de la Escuela fue Panteno, que la lideró cerca del año 180; aunque más famosos y prolíficos fueron los maestros que le sucedieron como Clemente de Alejandría (150-217).

A partir del año 200 se multiplican las comunidades y los autores cristianos dentro y fuera del Imperio Romano, especialmente en Siria y el norte de África. En Occidente la lengua principal del culto deja de ser el griego y pasa al latín. Se profundiza la teología y los pormenores de la cristología y la doctrina trinitaria. Sucede la controversia de los donatistas, que no aceptaban el arrepentimiento de los presbíteros que hubieran renunciado al cristianismo durante la persecución.

Se hallan instrucciones litúrgicas muy desarrolladas como la Tradición Apostólica (Occidente) y la Didascalia apostolorum (Oriente), y distintas oraciones e himnos como el Sursum corda, Sub tuum praesidium, etc. Se multiplica también la cantidad de monjes a partir de las actividades de Pablo el Ermitaño (228-341) y Antonio Abad (251-356). A partir de la persecución de Valeriano en el año 259 sobreviene un período de paz para la Iglesia en el que se construyen cientos de iglesias y muchos cristianos salen a la vida pública. Este período finaliza en el año 303 con la Gran Persecución, iniciada por Diocleciano en la ciudad de Nicomedia. Por este motivo son pocos los restos arqueológicos de los primeros cristianos; aunque sobrevivieron, por ejemplo, las ruinas de una pequeña iglesia en la localidad mesopotámica de Dura Europos.

Entre los autores de este período se destacan Tertuliano (160-220), Hipólito de Roma (170-236), Orígenes (184-253), Cipriano de Cartago (200-258) y Lactancio (250-325).

A principios del cuarto siglo surge la controversia arriana, durante la cual muchos miembros de la jerarquía eclesiástica y algunos emperadores negaron la divinidad de Jesucristo. Esta postura dio pie a severos conflictos durante el siglo siglo IV, y fue eventualmente abandonada.

A pesar de las persecuciones, la iglesia clandestina creció en número de miembros y en dispersión geográfica hasta convertir al primer emperador cristiano, Flavio Valerio Constantino. En el año 313 el cristianismo fue legalizado, lo cual facilitó la reconstrucción de iglesias y la presencia pública de esta fe.

En el año 325, Constantino convocó el Concilio de Nicea, una reunión de obispos cristianos venidos de todo el mundo con el objeto de zanjar diferencias de praxis y de doctrina entre todas las iglesias. Este Concilio condenó el arrianismo y dio fin a la era primitiva del cristianismo.

Línea de tiempo con los principales escritores y textos de los primeros cristianos, junto a las principales persecuciones y el primer concilio de Nicea:

El mundo cristiano estuvo signado por la persecución estatal desde sus inicios, pero especialmente durante los 250 años entre el incendio de Roma del año 65 hasta el Edicto de Tolerancia del año 313, por este motivo una de las características del cristianismo primitivo es la clandestinidad de sus reuniones. Desde inicios del siglo II se popularizó el género literario de las Acta Martyrum, que describen con emoción las circunstancias de persecución y muerte de los santos. Tan característico era el martirio que esta época es denominada la Era de los Mártires, y la Iglesia de Alejandría comenzó a contar el paso de los años desde la Gran Persecución de Diocelciano.

Por la epístola de Clemente Romano (año 96) se toma noticia de los estragos causados por la persecución de Nerón, aunque el primer relato extenso y detallado de un martirio fue el de Policarpo de Esmirna en el año 155: este importante texto, joya de la primitiva literatura cristiana, narra la situación previa a la persecución, el arresto del mártir, el proceso judicial, la condena, la actitud heroica durante ejecución de la pena, y el destino de las reliquias.

Se destaca también el caso de Perpetua y Felicidad, cuyo martirio acaeció durante la persecución de Septimio Severo en 202. La vívida Passio Perpetuae et Felicitatis describe la fortaleza de ambas en medio de los tormentos. Entre los mártires se destacan muchas mujeres, como Cecilia (†230), Águeda (†261), Inés (†291) y Lucía (†304).

Las catacumbas de la ciudad de Roma son galerías subterráneas excavadas en el suelo para organizar en ellas los enterramientos de los muertos de los primeros cristianos. Estos subterráneos fueron en limitadas ocasiones lugar de culto, pero principalmente de enterramiento. Sus paredes están repletas de nichos, donde se disponen los cuerpos en horizontal por niveles. En algunas hay hasta 12 niveles y en otras tan solo 3: todo depende de la altura de la galería construida, además de la solidez de la roca. Los corredores son largos y estrechos, tan estrechos que malamente pueden caber dos personas que se crucen. Se cortan los unos a los otros de mil maneras y el resultado es un verdadero laberinto que puede llegar a ser peligroso si no hay un guía.[16]

Las catacumbas también servían como lugar de culto en determinadas ocasiones.[16]​ En algunos casos tenían luz solar que entraba por una abertura que daba al campo y que servía también para introducir los cadáveres. Pero estas aberturas no eran muy frecuentes; lo común era que la iluminación se diese por medio de las lámparas de bronce suspendidas de la bóveda por unas cadenas.

El culto comunitario del cristianismo primitivo comparte algunas características con el de la sinagoga tales como el canto de los salmos y las lecturas de la Biblia, pero agrega el elemento central de la eucaristía, una ceremonia sacrificial y memorial de la Última Cena que en los primeros cien años de cristianismo era precedida habitualmente de una comida comunitaria denominada ágape. Si bien el culto público se celebraba los domingos, la práctica del cristianismo incluía hacer oración todos los días, en particular el Padre Nuestro, y hacer ayuno los miércoles y viernes.[17]

Desde la era apostólica el cristianismo impulsó el estilo de vida célibe, y a lo largo del período pre-niceno se multiplican los testimonios de personas que sienten el llamado para seguir esa vida. En torno al año 155, escribe Justino el Mártir al Emperador en su Primera Apología: «Nosotros o nos casamos desde el principio por el solo fin de la generación de los hijos, o, de renunciar al matrimonio, permanecemos absolutamente castos».[18]

El fenómeno monástico, ya conocido desde el judaísmo inmediatamente anterior a Cristo, se expandió rápidamente a causa de las persecuciones en Egipto y se diversificó en dos tendencias. En primer término el monasticismo anacoreta, cuyo primer exponente de peso fue Pablo el Ermitaño, inspiró a muchos monjes para vivir apartados del mundo en una vida solitaria de oración y contemplación. Posteriormente, a inicios del siglo IV, el movimiento cenobítico aglutinó comunidades cuyo énfasis religioso giraba en torno a la vida en común.

El cristianismo primitivo desarrolla variados tipos artísticos ya sea en el campo de la música, la literatura, la pintura y la escultura. En Occidente las primeras manifestaciones artísticas de los cristianos reciben un gran influjo del arte romano tanto en la arquitectura de las primeras iglesias como en las artes figurativas.

Las primeras expresiones del arte poético pueden remontarse a las Odas de Salomón, aunque ya desde el Nuevo Testamento se encuentran himnos y cantos de naturaleza poética.

En el nuevo testamento se menciona la existencia del epískopo, o sea inspector, supervisor, en la comunidad cristiana. Se conservan testimonios de muchos epískopos de fines del siglo I y comienzos de II, como Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, Onésimo de Éfeso, etc,[19]​ y desde el año 150 en adelante la sucesión ininterrumpida de epískopos desde tiempos de los apóstoles es considerada una demostración de autoridad doctrinaria, eco de la predicación original y garantía de continuidad; lo cual está en contradicción con las ideas de los gnósticos, que decían poseer un conocimiento novedoso y secreto.

Indicaremos cómo la mayor de ellas, la más antigua y la más conocida de todas, la Iglesia que en Roma fundaron y establecieron los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo, tiene una tradición que arranca de los apóstoles y llega hasta nosotros, en la predicación de la fe a los hombres (cf. Rom 1, 8), a través de la sucesión de los obispos. Así confundimos a todos aquellos que, de cualquier manera, ya sea por complacerse a sí mismos, ya por vana gloria, ya por ceguedad o falsedad de juicio, se juntan en grupos ilegítimos. (...) En efecto, los apóstoles (Pedro y Pablo), habiendo fundado y edificado esta Iglesia, entregaron a Lino el cargo episcopal de su administración; y de este Lino hace mención Pablo en la carta a Timoteo. A él le sucedió Anacleto, y después de éste, en el tercer lugar a partir de los apóstoles, cayó en suerte el episcopado a Clemente, el cual había visto a los mismos apóstoles, y había conversado con ellos; y no era el único en esta situación, sino que todavía resonaba la predicación de los apóstoles, y tenía la tradición ante los ojos, ya que sobrevivían todavía muchos que habían sido enseñados por los apóstoles (...)

Durante el período de los Primeros Cristianos surgió una variedad de ideas y desarrollos que, eventualmente, fueron considerados heterodoxos por la opinión mayoritaria dentro de la Iglesia. El Nuevo Testamento menciona negativamente a dos de estos grupos:

Durante los siglos posteriores surgieron muchas otras doctrinas y comunidades consideradas heterodoxas, o herejías, entre las que cabe mencionar:

Una característica del Cristianismo Primitivo es la ausencia de la Biblia tal como se conoce hoy día con un Antiguo Testamento y un Nuevo Testamento bien definidos y recopilados en un solo volumen.

Los primeros cristianos generalmente utilizaban y reverenciaban la Biblia Judía como su libro sagrado, fundamentalmente a través de la traducción griega Septuaginta, que es citada literalmente por los apóstoles en los escritos canónicos, particularmente por Pablo de Tarso.[21]​ Más tarde esta versión de la biblia fue utilizada por los Padres Apostólicos y por muchos otros escritores cristianos posteriores de habla griega.

En cambio el Nuevo Testamento con los 27 libros actualmente aceptados no quedó fijo sino hasta fines del siglo IV y principios del V, o sea unos cien años después de terminado el período del cristianismo primitivo, y unos 70 años después de la muerte de Constantino, el primer emperador cristiano. De hecho hay que esperar hasta el año 367 para hallar por primera vez una lista de libros que coincida exactamente con el Nuevo Testamento actual, sin agregar ni quitar nada.

Si bien la mayoría de los primeros cristianos aceptaron los cuatro evangelios, hubo muchas dudas acerca de incluir o excluir distintas epístolas y el Apocalipsis. Además muchos cristianos dieron por canónicos ciertos textos que hoy no se incluyen en la Biblia, tales como el Evangelio de Santiago, la Didaché, la Epístola de Clemente, el Pastor de Hermas, etc.

Era también común la transmisión de resúmenes, citas sueltas, y armonizaciones de los evangelios combinando los distintos textos en una sola narración continua: de hecho el Diatessaron de Taciano (siglo II) fue durante muchos años la única versión de los evangelios hallada en Siria hasta la traducción Peshitta del siglo V.

Pablo de Tarso escribe la Primera Carta a los Tesalonicenses dirigida a la comunidad de Tesalónica, fundada en el año 50. Este es el texto más antiguo del Nuevo Testamento. Ya se definen por escrito algunos de los dogmas más importantes del cristianismo. Se afirma la creencia en la resurrección de los muertos. Creían en esos momentos que la segunda venida de Cristo era inminente. Se preocupaban y entristecían porque algunos seres queridos morían sin haber visto llegar a Jesucristo en la gloria del final de los tiempos.

Durante el tercer viaje de Pablo de Tarso, el Apóstol escribe la mayoría de su obra epistolar. Tradicionalmente esta etapa se data de los años 54 a 57, en tanto que las posturas revisionistas tienden a ubicarla entre los años 51 y 54. En esa etapa Pablo escribió buena parte de su obra epistolar: la Carta a los gálatas, la Carta a los filipenses, dirigida a la comunidad de Filipo, fundada hacia el año 49, la Carta a Filemón y la Carta a los romanos. Esta última está datada de los años 55 a 58.[22]

Año 70: El estudio crítico del Evangelio según Marcos ha aportado en los últimos años datos acerca de las características de las primitivas comunidades cristianas.

Año 80: En el Evangelio según Mateo se observa la relación conflictiva de la primitiva comunidad cristiana con los fariseos que habían escapado a la destrucción de Jerusalén. El Evangelio según Lucas muestra ciertas características de las comunidades cristianas procedentes del paganismo.

Fines del siglo I. El Evangelio según Juan, las cartas y el libro del Apocalipsis aportan algunos datos del final del siglo I y principios del siglo II, que estuvo marcado por las persecuciones romanas.





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