El segundo bienio de la Segunda República Española, también llamado bienio radical-cedista, bienio rectificador, bienio conservador o bienio contrarreformista, denominado también bienio negro por las izquierdas, constituye el periodo de la II República comprendido entre las elecciones generales de noviembre de 1933 y las de febrero de 1936 durante el que gobernaron los partidos de centro-derecha republicana encabezados por el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, aliados con la derecha católica de la CEDA y del Partido Agrario, primero desde el parlamento y luego participando en el gobierno. Precisamente la entrada de la CEDA en el gobierno en octubre de 1934 desencadenó el hecho más importante del periodo: la Revolución de octubre de 1934, una fracasada insurrección socialista que solo se consolidó en Asturias durante un par de semanas (el único lugar donde también participó la CNT), aunque la Revolución de Asturias finalmente también fue sofocada por la intervención del ejército. A diferencia de la relativa estabilidad política del primer bienio (con los dos gobiernos presididos por Manuel Azaña), el segundo fue un periodo en que los gobiernos presididos por el Partido Republicano Radical tuvieron un promedio de tres meses de vida (se formaron 8 gobiernos en dos años) y se turnaron tres presidentes distintos (Alejandro Lerroux, Ricardo Samper y Joaquín Chapaprieta), y aún duraron menos los dos últimos gobiernos del bienio, los presididos por el centrista Portela Valladares.
El presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora decidió resolver la crisis planteada por la disolución de la coalición republicano-socialista que había sustentado al gobierno de Manuel Azaña durante el primer bienio con la disolución de las Cortes elegidas en junio de 1931, porque creyó que éstas ya no representaban a la opinión pública dominante en ese momento después de las fuertes reacciones y tensiones que se habían vivido en España como consecuencia de la política reformista emprendida por el gobierno social-azañista, y por esta razón buscó «orientación y armonía definitiva, acudiendo a la consulta directa de la voluntad general», tal como decía en el preámbulo del decreto de convocatoria de las elecciones.
La nueva ley electoral aprobada el 27 de julio de 1933 introdujo algunos cambios respecto a la que se aplicó en las elecciones anteriores de junio de 1931: se elevó al 40 % la cantidad de votos requerida por una candidatura para triunfar en la primera vuelta, mientras que en la segunda, que se celebraría si ningún candidato llegaba a esa cifra, solo podían participar quienes hubiesen alcanzado el 8 % de los votos. Además se posibilitó el cambio en la composición de las candidaturas entre la primera y la segunda vueltas. Pero se mantuvo lo esencial: era un sistema electoral mayoritario de listas abiertas que premiaba a las candidaturas que obtuvieran más votos, por lo que los partidos que consiguieran presentarse en coalición conseguían un mayor número de diputados que si se presentaban en solitario.
A diferencia de las elecciones constituyentes de junio de 1931, las derechas no republicanas formaron una coalición electoral que se formalizó el 12 de octubre de 1933 con el nombre de Unión de Derechas y Agrarios, en la que se integraron la CEDA, como partido hegemónico, el Partido Agrario, los monárquicos «alfonsinos» de Renovación Española y la Comunión Tradicionalista, además de algunos independientes «agrarios y católicos». A pesar de sus diferencias ideológicas y tácticas, consiguieron elaborar un programa mínimo que constaba de tres puntos y que plasmaba los tres ejes sobre los que había girado su política de confrontación con los gobiernos de Manuel Azaña durante el primer bienio «en defensa del orden y de la religión»: revisión de la Constitución de 1931 y de la legislación reformista del primer bienio, especialmente la social y la religiosa; abolir la Ley de Reforma Agraria de 1932, y declarar una amnistía por «delitos políticos», lo que suponía sacar de la cárcel a todos los condenados por el intento de golpe de Estado de agosto de 1932 encabezado por el general Sanjurjo, así como la liberación de los insurrectos anarquistas y otros presos políticos. Durante la campaña la CEDA hizo un gran despliegue de propaganda gracias a la financiación que obtuvo muy por encima del resto de los partidos que concurrían a las elecciones. En el manifiesto de la «Coalición antimarxista» (que fue el nombre que adoptó la candidatura de las derechas no republicanas por la circunscripción por Madrid), publicado por el diario católico El Debate el 1 de noviembre, se definía la política aplicada por los gobiernos republicano-socialistas del primer bienio como «marxista», «con su concepción materialista y anticatólica de la vida y de la sociedad» y su «antiespañolismo» por lo que
Por su parte el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, que había encabezado la oposición a los gobiernos de Manuel Azaña durante el año 1933, esperaba recoger los frutos de esa campaña y se presentó como una opción de centro, con su propuesta de «República, orden, libertad, justicia social, amnistía». Para ello pactó con otros grupos republicanos de centro-derecha (el Partido Republicano Liberal Demócrata de Melquiades Álvarez y el Partido Republicano Progresista, el partido del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora) y con la CEDA y el Partido Agrario en las circunscripciones donde fue necesario celebrar segunda vuelta. En cambio, los republicanos de izquierda y los socialistas, que se habían presentado en coalición en las elecciones constituyentes de 1931, ahora lo hicieron por separado. En el PSOE se impuso la postura de Largo Caballero de romper completamente las relaciones con los republicanos, frente a la posición favorable a la coalición defendida por Indalecio Prieto o Fernando de los Ríos.
La CNT desplegó una campaña sin precedentes a favor de la abstención, con insultos al «animal elector» incluidos y con descalificaciones a derecha e izquierda: «Buitres, rojo y amarillo, y buitres tricolores. Todos buitres. Todos, aves de rapiña. Todos, canalla inmunda que el pueblo productor barrerá con la escoba de la revolución». Su alternativa era la insurrección si ganaban «las tendencias fascistas» las elecciones e instaurar el comunismo libertario.
El resultado de las elecciones de noviembre de 1933, en las que votaron por primera vez las mujeres (6 800 000 censadas),CEDA, 30 de los agrarios, 20 de los tradicionalistas, 14 de los alfonsinos de Renovación Española y 18 independientes de derecha, más dos fascistas, uno de Falange Española y otro del Partido Nacionalista Español), mientras que el centro-derecha y el centro obtuvieron unos 170 diputados (102 de Partido Republicano Radical, 9 de los liberal-demócratas, y 3 de los progresistas; 11 del PNV; 24 Lliga Regionalista; Partido Republicano Gallego, 6; Partido Republicano Conservador, 17) y la izquierda vio reducida su representación a apenas un centenar de parlamentarios (59 el PSOE; 17 ERC; USC 3; Acción Republicana, 5; federales 4; Partido Republicano Radical Socialista Independiente 3). Se había producido un vuelco espectacular respecto de las Cortes Constituyentes, aunque el parlamento volvía a estar muy atomizado y se hacían necesarios los pactos para asegurar la gobernabilidad.
fue la derrota de los republicanos de izquierda y de los socialistas y el triunfo de la derecha y del centroderecha, debido fundamentalmente a que los partidos de esa tendencia se presentaron unidos formando coaliciones, mientras que la izquierda se presentó dividida. La coalición de la derecha no republicana obtuvo en torno a los 200 diputados (de los cuales 115 eran de laSegún el testimonio del radical Diego Martínez Barrio, los principales dirigentes de los republicanos de izquierda encabezados por Manuel Azaña nada más conocerse los resultados electorales presionaron al presidente de la República Alcalá-Zamora para que convocara nuevas elecciones antes de que se constituyeran las Cortes recién elegidas. Sin embargo, la sesión de apertura de las nuevas Cortes se celebró con normalidad el 8 de diciembre de 1933 presidida por Alcalá Zamora.
Como ha señalado el historiador Santos Juliá, «el resultado de las elecciones fue un realineamiento espectacular del sistema de partidos, buena muestra de lo lejos que la República estaba aún de ser una democracia consolidada». El cambio más notable fue la irrupción en la escena parlamentaria de la CEDA, la derecha católica «accidentalista» que no había declarado su lealtad a la República y que se convirtió en la mayor minoría de las Cortes. Otros partidos de la derecha o del centro-derecha (Agrarios, Conservadores, Lliga, Progresistas y Liberal-demócratas) obtuvieron resultados aceptables, convirtiéndose en piezas imprescindibles para la formación de gobierno. El otro cambio trascendental para el sistema de partidos fue la inapelable derrota de la izquierda republicana y el duro correctivo sufrido por los socialistas, que se habían presentado en solitario a las elecciones con la aspiración de obtener una mayoría suficiente que les permitiese gobernar y transformar de forma pacífica la república «burguesa» en una «república socialista». Por último, señalar que la posición central la ocupaba el Partido Radical.
Se ha discutido mucho sobre hasta qué punto el triunfo de la derecha y del centro-derecha en las elecciones de noviembre de 1933 se debió al voto de las mujeres, supuestamente muy influenciadas por la Iglesia católica, y a la campaña abstencionista de la CNT que habría restado votos a los partidos de izquierda. Los historiadores han descartado estas dos causas. «Las mujeres votaron también en 1936, y muchas de ellas a la CEDA y a los partidos derechistas, y sin embargo ganaron los partidos de izquierda», ha señalado Julián Casanova respecto de la primera cuestión. En cuanto a la segunda, también según Julián Casanova, «la abstención se notó especialmente en ciudades como Sevilla, Barcelona, Cádiz o Zaragoza, donde los anarquistas tenían más presencia. Pero las investigaciones sobre Cataluña, el lugar con más arraigo del sindicalismo revolucionario (de la CNT), han mostrado que el comportamiento electoral abstencionista por razones ideológicas, es decir, por la propaganda anarquista, quedaría restringido a sectores minoritarios de la clase obrera». La causa fundamental de la derrota de las izquierdas y del triunfo de las derechas fue que las primeras se presentaron desunidas y las segundas unidas, todo lo contrario de lo había sucedido en las elecciones de 1931.
Dada la práctica desaparición de las Cortes de la izquierda republicana, la única opción que quedaba para formar un gobierno estable era que las dos principales minorías, Partido Republicano Radical (102 diputados) y CEDA (115 diputados), alcanzaran algún acuerdo, apoyado por grupos menores, como el Partido Agrario (30 diputados), la Lliga Regionalista (24) o el Partido Republicano Liberal Demócrata (9 diputados), y así alcanzar los 237 diputados necesarios para tener la mayoría en las Cortes.
El líder del Partido Radical Alejandro Lerroux recibió el encargo del presidente de la República Alcalá-Zamora de formar un gobierno «puramente republicano», pero para conseguir la confianza de las Cortes necesitaba el apoyo parlamentario de la CEDA, que quedó fuera del gabinete (siguió sin hacer una declaración pública de adhesión a la República), y de otros partidos de centro-derecha (los agrarios y los liberal-demócratas que entraron en el gobierno con un ministro cada uno). Como ha señalado Santos Juliá, «los radicales justificaron esa opción como la única vía para incorporar a la derecha católica a la República y lograr así ‘una República para todos los españoles’; la derecha católica de la CEDA la justificó como la mejor manera de acercarse al poder para reformar la Constitución. Respaldado por su triunfo electoral, José María Gil Robles se dispuso a llevar a la práctica la táctica de tres fases enunciada dos años antes: prestar su apoyo a un gobierno presidido por Lerroux y dar luego un paso adelante exigiendo la entrada en el gobierno para recibir más tarde el encargo de presidirlo» y, una vez obtenida la presidencia, dar un «giro autoritario» a la República construyendo un régimen similar a las dictaduras corporativistas que acababan de instaurarse en Portugal (1932) y en Austria (1933). Otros autores , en cambio, aclaran que la CEDA tenía la mera intención de rectificar la legislación anterior y hacer valer su posición de partido mayoritario y soporte del gobierno a efectos de revertir las políticas anteriores, como declaraba en el Diario de Sesiones:
El 19 de diciembre de 1933, Alejandro Lerroux presentó su Gobierno, compuesto por siete radicales, dos republicanos independientes, un liberal-demócrata y un agrario. Comenzaba así lo que Lerroux llamó ‘una República para todos los españoles’.
El apoyo de la CEDA al gobierno de Lerroux fue considerado por los monárquicos alfonsinos de Renovación Española y por los carlistas como una «traición», por lo que iniciaron los contactos con la Italia fascista de Mussolini para que les proporcionara dinero, armas y apoyo logístico para derribar a la República y restaurar la Monarquía.[cita requerida] Con ese fin en marzo de 1934 viajaron a Roma para entrevistarse con Mussolini y con Italo Balbo, el general Barrera, el alfonsino Antonio Goicoechea y el carlista Rafael de Olazábal.
Por su parte, los republicanos de izquierda y los socialistas consideraron una «traición a la República» el pacto radical-cedista e intentaron que el Presidente de la República convocara nuevas elecciones antes de que llegaran a constituirse las Cortes recién elegidas. Los socialistas del PSOE y UGT fueron aún más lejos y acordaron que desencadenarían una revolución si la CEDA entraba en el gobierno, lo que era especialmente grave pues el PSOE era uno de los partidos que habían fundado la República y había gobernado durante el primer bienio. Así lo expresó en el mismo debate de investidura el portavoz del grupo parlamentario socialista Indalecio Prieto, tal como lo refleja el Diario de Sesiones del 20 de diciembre de 1933:
En este marco, el nuevo gobierno empezó a gobernar con el decidido propósito de «rectificar» el curso emprendido por la República bajo el gobierno de las izquierdas del bienio anterior. La pretensión del gobierno de Lerroux era «moderar» las reformas del primer bienio, no de anularlas, con el objetivo de incorporar a la República a la derecha «accidentalista» (que no se proclamaba abiertamente monárquica, aunque sus simpatías estuvieran con la Monarquía, ni tampoco republicana) representada por la CEDA y el Partido Agrario. Lerroux pensaba que sería suficiente con una «rectificación» parcial de las reformas del primer bienio, manteniendo la fidelidad a los principios básicos proclamados el 14 de abril, pero pronto surgieron las tensiones porque la CEDA y sus aliados pretendían ir más lejos en la «rectificación». No obstante, los gobiernos radicales llevaron a cabo políticas durante los tres primeros trimestres de 1934 que, si bien podían resultar inaceptables para las izquierdas que gobernaron durante los años previos, no pusieron en el peligro la República, si se la entiende como una forma de gobierno y un régimen de libertades independientes de los programas de los partidos.
Diego Martínez Barrio fue el primer ministro del gobierno de Lerroux que criticó la colaboración con la CEDA hasta que esta no se declarara republicana, y denunció la presión que esta ejercía, que inclinaba al gobierno a realizar una política cada vez más derechista. A finales de febrero de 1934 abandonó el gobierno, lo que obligó a Lerroux a formar un segundo gobierno el 3 de marzo (salieron del gabinete, además de Martínez Barrio, el ministro de Hacienda Antonio Lara, y el ministro de educación José Pareja Yébenes, sustituidos por Salvador de Madariaga, académico y diplomático, Manuel Marraco en Hacienda y Rafael Salazar Alonso en Gobernación, desde donde acentuaría la dureza en las actuaciones de las fuerzas de orden público). Con la salida de Martínez Barrio del gobierno Lerroux tuvo que ceder cada vez más a la presión de la CEDA, como se pudo comprobar con la crisis que se desató en abril con motivo de la aprobación de una ley de amnistía que terminó provocando la caída del gobierno.
En efecto, el 20 de abril de 1934 las Cortes aprobaron la Ley de Amnistía (uno de los tres puntos del «programa mínimo» de la CEDA, y que también figuraba en el programa electoral del Partido Republicano Radical), que suponía la excarcelación de todos los implicados en el golpe de Estado de 1932 (la «Sanjurjada»), incluido el general Sanjurjo, de aquellos que participaron en la insurrección anarquista de diciembre de 1933, así como la reapertura de la sede de Acción Española, permitiendo que José Calvo Sotelo regresara a España. El problema que se planteó fue la decisión del presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora de vetar la ley, pero ningún ministro aceptó refrendarle el decreto de devolución a las Cortes, por lo que Niceto Alcalá Zamora tuvo que firmarla, aunque la acompañó de un largo escrito personal, de dudosa constitucionalidad, en el que planteaba diversas objeciones a la ley, una de ellas, el haber sido privado del ejercicio constitucional del derecho de veto. Lerroux constató que había perdido la confianza del presidente y presentó la dimisión. La solución a la crisis fue encontrar un nuevo dirigente radical que presidiera el gobierno: fue el valenciano Ricardo Samper, quien formó el tercer gobierno radical el 28 de abril de 1934. Se mantuvo en el poder hasta que la CEDA inició a principios de octubre la segunda fase de su estrategia de conquista del poder exigiendo la entrada de tres ministros suyos en el gabinete. El pretexto fue la supuesta falta de carácter del gobierno de Samper para resolver el conflicto con la Generalidad de Cataluña con motivo de la aprobación por el parlamento catalán de la Ley de Contratos de Cultivo y la posterior declaración de inconstitucionalidad por el Tribunal de Garantías Constitucionales
El nuevo gobierno de Samper nada más nacer perdió el apoyo de diecinueve diputados de su partido que siguieron los pasos de Martínez Barrio: el grupo de disidentes, en un manifiesto publicado el 19 de mayo, afirmaba que dejaba el partido porque este ya no seguía el «viejo ideario radical» y se había «derechizado». Tres meses más tarde, este grupo encabezado por Martínez Barrio se unió al Partido Republicano Radical Socialista (PRRS), encabezado por Félix Gordon Ordás, para dar nacimiento a un nuevo partido llamado Unión Republicana, que pronto inició el acercamiento a Izquierda Republicana, el nuevo partido de Manuel Azaña, surgido en abril de 1934 de la fusión de Acción Republicana, el Partido Republicano Gallego de Santiago Casares Quiroga y el Partido Republicano Radical Socialista Independiente (PRRSI) de Marcelino Domingo.
El abandono de los 19 diputados disidentes de Martínez Barrio aún hizo más dependiente al nuevo gobierno Samper a las presiones de la CEDA, no solo desde parlamento, sino también mediante demostraciones de fuerza como las dos multitudinarias concentraciones que celebró la CEDA en El Escorial y en Covadonga, en las que aparecieron signos propios de la parafernalia fascista, como la exaltación de su líder José María Gil Robles —que acababa de asistir al Congreso del partido nazi en Nuremberg— con los gritos de «¡Jefe, jefe, jefe!». No obstante, Gil-Robles se expresaba siempre públicamente asegurando que la reforma constitucional se haría llegado el momento conquistando la opinión pública y ratificándola en las urnas. Paralelamente, una porción creciente de los socialistas no escondía estar preparándose para pronunciarse con las armas ante la probable llegada de la derecha al poder. En agosto de 1934, sin que hubiera algún motivo especial que lo provocase, medios socialistas como Renovación invocaban la «revolución armada para la conquista del poder».
Aún no se había constituido el nuevo gobierno, cuando estalló la tercera insurrección anarquista de la historia de la República, y como las dos anteriores del primer bienio también resultó un completo fracaso. La decisión se había tomado nada más conocerse el resultado de la primera vuelta de las elecciones de noviembre de 1933 en un Pleno Nacional de la CNT celebrado en Zaragoza el 26 de noviembre, del que salió un comité revolucionario encargado de organizarla e integrado, entre otros, por Buenaventura Durruti, Cipriano Mera, Antonio Ejarque o Joaquín Ascaso, casi todos ellos miembros de la FAI. El mismo día en que se abrieron las nuevas Cortes, el 8 de diciembre, el gobernador civil de Zaragoza ordernó cerrar los locales de la CNT como medida preventiva y desplegar las fuerzas de orden público por las calles, pero eso no evitó que por la tarde y durante los seis días siguientes los tiroteos y los enfrentamientos entre policías y revolucionarios que querían implantar el comunismo libertario se extendieran, en una ciudad paralizada por la huelga, muriendo doce personas solo el primer día. El día 14 fue declarado el Estado de Guerra e intervino el Ejército para restablecer el orden, mientras guardias de asalto conducían los tranvías, escoltados por los soldados. El día 15 la CNT dio la orden de volver al trabajo y al día siguiente la policía detenía al comité revolucionario (Durruti fue detenido después en Barcelona).
El movimiento insurreccional iniciado en Zaragoza se extendió a otras localidades de Aragón y de La Rioja, y allí donde se proclamó el comunismo libertario se produjeron los hechos más graves, siguiendo todos ellos un esquema similar: intento de apoderarse del cuartel de la guardia civil, detención de las autoridades y de las personas «pudientes», quema de iglesias (San Asensio) y de los archivos de la propiedad y documentos oficiales, abastecimiento de productos «de acuerdo con las normas del comunismo libertario». La respuesta gubernamental fue siempre la misma: una dura represión. También hubo alzamientos anarquistas en puntos aislados de Extremadura, Andalucía, Cataluña y la cuenca minera de León, que el 15 de diciembre ya habían sido completamente dominados.
El balance de los siete días de la insurrección anarquista de diciembre de 1933 fue de 75 muertos y 101 heridos, entre los insurrectos, y 11 guardias civiles y 3 guardias de asalto muertos y 45 y 18 heridos, respectivamente, entre las fuerzas de orden público. A los implicados en la «revolución de diciembre», como la llamaron algunos anarquistas, se les aplicó la recién aprobada Ley de Orden Público de 1933. Por su parte el fracaso dejó a la CNT rota y desarticulada, y sin órganos de expresión. Los dirigentes sindicalistas más moderados que habían sido expulsados de la CNT, como Joan Peiró de la Federación Sindicalista Libertaria, culparon del desastre a la facción más radical del anarcosindicalismo, la FAI, cuyos integrantes había dominado el «comité revolucionario» de la insurrección.
La reforma militar de Azaña se mantuvo aunque los tres gobiernos radicales imprimieron a su gestión una orientación marcadamente contraria de la etapa de Azaña. El ministro de la Guerra Diego Hidalgo intentó atraerse a los militares descontentos, sobre todo a los africanistas, concediendo ascensos para puestos vacantes que deberían haberse eliminado. Así fueron promocionados militares de dudosa lealtad a la República, como el general Franco, a quien acabaría encomendando, contra la opinión del resto del gabinete,[cita requerida] la dirección de las operaciones militares contra los sublevados en la Revolución de Asturias de 1934, o el general Goded, implicado en el fracasado golpe de Estado de agosto de 1932 encabezado por el General Sanjurjo. En cualquier caso, en verano de 1934, el ejército, aunque era partidario de un sistema político más conservador no estaba unido en la perspectiva de pronunciarse violentamente contra la República ni de anular las libertades de expresión, reunión y manifestación, como acreditó el fracaso de la "Sanjurjada".
La primera batalla de la política religiosa de los gobiernos radicales se centró en los haberes del clero. El gobierno era consciente de que si se aplicaba estrictamente la Constitución de 1931, según la cual el presupuesto del clero tendría que ser suprimido durante el ejercicio de 1934, se dejaría a los párrocos más pobres (los rurales) sin ingresos (un problema que también se planteó el gobierno de Manuel Azaña pero que no llegó a resolver).
Así el gobierno aprobó un proyecto de ley por el que los clérigos que trabajaban en parroquias de menos de 3000 habitantes y que tenían más de 40 años en 1931, recibirían dos tercios de su sueldo de 1931. Pero cuando el gobierno lo llevó al parlamento en enero de 1934 la izquierda lo acusó de poner en práctica una política «antirrepublicana», y la CEDA también lo rechazó, aunque por las razones contrarias, porque consideraba que la ayuda económica propuesta era demasiado escasa, una decepción que era compartida por los sectores más moderados de la Iglesia católica encabezados por el cardenal Vidal y Barraquer. Los radicales hicieron algunas concesiones como incluir las poblaciones de más de 3000 habitantes y al final los cedistas apoyaron el proyecto (aunque seguía estando «muy alejado» de sus expectativas) y la ley fue aprobada el 4 de abril de 1934. El diario El Socialista publicó al día siguiente: «desde ayer no cabe hacer ninguna distinción entre el partido radical y el que acaudilla el señor Gil Robles. Con concesiones de este tipo lo que no durará cuatro meses será la República... Si la República ha de vivir como vive al presente, preferimos que se muera». Los radical-socialistas manifestaron que la ley ponía la «pureza del régimen republicano» en peligro. Por su parte la derecha monárquica exigía el restablecimiento del presupuesto del clero de 1931 en su totalidad.
La segunda batalla de la política religiosa se desarrolló en el campo de la enseñanza. El gobierno radical era consciente de que la sustitución de las escuelas privadas religiosas por escuelas públicas, prevista para enero de 1934 en el caso de la enseñanza primaria, planteaba graves problemas administrativos y presupuestarios a la vista de la falta de dinero, escuelas y maestros. Por ejemplo, el ayuntamiento de Cádiz calculó que las 130 aulas que harían falta para el municipio costarían unas 665 000 pesetas, pero el dinero que recibió del gobierno a través de un crédito extraordinario fueron 100 000 pesetas. Una opción que tenía el gobierno era la expropiación de los edificios de las escuelas religiosas para convertirlos en escuelas públicas, pero esa opción era inaceptable para la CEDA, su aliada parlamentaria, que consideraba la enseñanza «una cuestión vital, en la que no podremos de ningún modo retroceder» y además los radicales seguían apostando por la integración de la derecha católica «accidentalista» en la República. Así, el gobierno de Lerroux presentó el 31 de diciembre de 1933 un proyecto de ley que prorrogaba los plazos para la sustitución de la enseñanza primaria, aunque el gobierno seguiría construyendo escuelas públicas (y subió el sueldo a los maestros). Además, como la Constitución de 1931 permitía la escuela privada, la Iglesia Católica hubiera podido mantener muchas de sus escuelas abiertas porque muchas las había puesto a nombre de mutualidades escolares.
Que los radicales no eran exactamente unos «títeres» de la derecha, como afirmaba la izquierda, lo demostró el nuevo plan de bachillerato que en el verano de 1934 presentó Filiberto Villalobos, ministro de educación del gobierno Samper, un plan que estaba inspirado en la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza que por ello enfureció a la CEDA, además de porque, en cumplimiento de la Constitución de 1931, excluía la enseñanza de la religión. Aunque El Socialista acusó a Villalobos de consentir que el Ministerio fuera «invadido» por los jesuitas, el gasto en educación en los años 1934 y 1935 aumentó por encima incluso del nivel del primer bienio.
Los gobiernos radicales fueron receptivos a la «reclamación» presentada por la Iglesia Católica a finales de febrero de 1934, por «las extralimitaciones reiteradamente cometidas por muchas autoridades locales contra el libre ejercicio del culto católico, en particular por lo que se refiere a los entierros católicos y a los Viáticos, y al empleo de las campanas». Aunque en muchas localidades no se había puesto ninguna traba a las celebraciones católicas fuera de los templos (que la Constitución de 1931 no prohibía, sino que las sometía a un régimen de autorizaciones), con la llegada de los radicales al poder la presencia pública del culto católico en la calle se incrementó notablemente, aunque de forma desigual (por ejemplo en Málaga y en Córdoba las procesiones de la Semana Santa de 1934 no salieron a la calle). Por otro lado, los gobiernos radicales devolvieron bienes a los jesuitas, al parecer los que habían sido incautados ilegalmente, y exceptuaron cuatro institutos religiosos de la aplicación de la Ley de Confesiones y Congregaciones, dos de las cuales eran órdenes dedicadas a actividades caritativas.
El último aspecto de la política religiosa de los gobiernos radicales fue, a la vez, el que llevaron más en secreto: el intento de negociar un concordato con el Vaticano. El gobierno de Lerroux ya manifestó en su presentación que algún tipo de acuerdo con Roma era fundamental, aunque sin incluir la revisión de la Constitución, para poder integrar dentro de la República no solo a la derecha católica «accidentalista» sino a la gran mayoría de los católicos. Tras restablecerse las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, en junio de 1934 se iniciaron los contactos que se mantuvieron en secreto y sin que interviniera en ellos la CEDA. Pero el Vaticano exigió la revisión sustancial de la «legislación antirreligiosa» que había causado «graves daños» a la Iglesia en España, por lo que fue imposible el acuerdo. El gobierno propuso entonces alcanzar un modus vivendi, pero el Vaticano y la Iglesia española, encabezada por el integrista Isidro Gomá, también se opusieron, si previamente no se revisaba la Constitución. Tras la derrota de la Revolución de octubre de 1934 la postura intransigente del Vaticano y de la jerarquía eclesiástica española se acentuó por lo que el acuerdo fue ya imposible. Se apostó todo a que la CEDA ocupara la presidencia del gobierno y cambiara la Constitución.
Las reformas socio-laborales de Largo Caballero fueron parcialmente «rectificadas» bajo la presión de las organizaciones patronales, además de que a los radicales tampoco les agradaban. Sin embargo, ni la Ley de Contratos de Trabajo ni la de Jurados Mixtos fueron derogadas (si bien se comenzó a discutir su reforma) pero en el caso de estos últimos los presidentes nombrados por el gobierno empezaron a fallar más favorablemente a los patronos.
El motivo fundamental de no llevar adelante completamente la «contrarreforma laboral» que demandaban los empresarios fue que los sindicatos aún conservaron una gran capacidad de movilización lo que se tradujo en una creciente oleada de huelgas a lo largo de 1934 (las más significadas fueron la de la construcción y de la metalurgia en Madrid, la de tranvías y el puerto de Barcelona y, sobre todo, la huelga general de 36 días que paralizó Zaragoza), que por primera vez desde la proclamación de la República eran convocadas por comités conjuntos de UGT y CNT. Esto fue lo que obligó al gobierno a mantener los jurados mixtos para intentar acabar con las huelgas con resoluciones de los mismos que dieran al menos parcialmente la razón a los trabajadores. Esto hizo que aumentara el descontento de los patronos con los gobiernos del Partido Radical al que acusaban de debilidad y de haber traicionado a los que les habían votado.
Cirilo del Río Rodríguez, que estuvo en los tres gabinetes radicales al frente del Ministerio de Agricultura, respetó el ritmo previsto de aplicación de la Ley de Reforma Agraria por lo que en 1934 se asentaron más campesinos que durante todo el bienio anterior, expropiándose el cuádruple de propiedades, aunque la Ley de Amnistía aprobada en abril de 1934 le devolvió a la nobleza «grande de España» una parte de las tierras que le había confiscado el gobierno de Azaña por la implicación de algunos de sus miembros en la Sanjurjada.
Pero el objetivo principal de la política de Cirilo del Río era desmontar el «poder socialista» en el campo, para lo que anuló o modificó sustancialmente los decretos agrarios del Gobierno Provisional. Además, en febrero de 1934 no se prorrogó el Decreto de Intensificación de Cultivos por lo que unas 28 000 familias fueron desalojadas de las parcelas que cultivaban en fincas que mantenían tierras incultas. Asimismo se aumentaron las facilidades para el desahucio de los arrendatarios que no cumplieran con los plazos de pago establecidos en los contratos. La derogación de facto del decreto de Términos Municipales y la reforma de los Jurados Mixtos agrarios (cuyos presidentes nombrados por el gobierno se inclinaron cada vez más a favor de los patronos) les permitió a los propietarios volver a gozar de una casi completa libertad de contratación de los jornaleros que necesitaran y poder tomar represalias contra sus organizaciones. Como consecuencia de todo ello los salarios agrícolas, que habían aumentado durante el primer bienio, volvieron a caer.
Esta política de «descuaje del poder socialista» en el campo obedecía a la ofensiva de los propietarios rurales que habían interpretado la victoria de la derecha y del centro derecha en las elecciones de noviembre como un triunfo sobre los jornaleros y los arrendatarios. Algunos de ellos utilizaban la expresión «¡comed República!» cuando los jornaleros les pedían trabajo o cuando desalojaban a los arrendatarios.
La respuesta sindical a esta ofensiva de los propietarios no se hizo esperar. A finales de febrero de 1934 el Comité Nacional de FNTT denunció que los decretos agrarios del Gobierno Provisional no se estaban cumpliendo porque estaban siendo violados sistemáticamente por los propietarios. Y anunció una huelga general para comienzos de junio si el Gobierno no hacía caso de sus reivindicaciones, en un momento en que el paro agrario aumentaba (había más de 400 000 parados, el 63 % del total, que eran unos 700 000, lo que representaba el 18 % de la población activa). El secretario general de la FNTT Ricardo Zabalza se entrevistó el 14 de mayo con el ministro de Trabajo José Estadella, que junto con el ministro de agricultura Cirilo del Río y el propio presidente del gobierno Ricardo Samper intentaron la negociación para evitar la huelga, pero la actitud intransigente del ministro de la Gobernación Rafael Salazar Alonso la hizo imposible porque estaba convencido de que la huelga era solo el comienzo de un movimiento revolucionario. Por eso Salazar Alonso ordenó a los gobernadores civiles «suspender y prohibir toda clase de reuniones» e implantar la censura previa en la prensa en todo lo que hiciera referencia a la huelga campesina.
Presionada por sus bases y aun sin contar con la aprobación de la ejecutiva nacional de UGT (que estaba preparando una huelga general revolucionaria de ámbito nacional), la FNTT convocó la huelga de jornaleros para el 5 de junio de 1934, momento en que iba empezar la cosecha, en defensa de las conquistas sociales del primer bienio (en contratos, empleo, salarios, reconocimiento de sindicatos, jurados mixtos), y esperando que los obreros de las ciudades les secundarían. No se unieron. La huelga afectó a más de 500 municipios de Andalucía, Extremadura y La Mancha, y a unos doscientos más en otras provincias. Duró de cinco a quince días, dependiendo del grado de implantación socialista en cada lugar. «Fue la mayor huelga agraria de la historia [española]».
El gobierno acabó apoyando la línea dura del ministro de la Gobernación Salazar Alonso que consideró la huelga un «movimiento revolucionario» y declaró de «interés nacional» la recogida de la cosecha, dando instrucciones para que se impidiera la actuación de las organizaciones campesinas. Así «la mayor huelga agraria de la historia» dio lugar a una represión sin precedentes en la República. Hubo más de 10 000 detenciones y unos 200 ayuntamientos de izquierda fueron destituidos y sustituidos por gestores de derechas nombrados por el gobierno. Los enfrentamientos entre huelguistas y las fuerzas de orden público (y con los esquiroles) causaron trece muertos y varias decenas de heridos.
Como consecuencia de la desmedida actuación de Salazar Alonso el sindicalismo agrario fue prácticamente desmantelado, por lo que se debilitó aún más la capacidad de resistencia de los jornaleros agrícolas frente a los propietarios.
Los tres primeros gobiernos del Partido Republicano Radical neutralizaron el impulso estatutario propio del Estado integral definido en la Constitución de 1931 (que según la CEDA suponía un peligro de «desintegración de la patria»), lo que provocó graves tensiones allí donde los procesos de autonomía ya estaban en marcha.
En febrero de 1934 se paralizó el proceso de aprobación del estatuto de autonomía del País Vasco, cuando un diputado tradicionalista vasco planteó la exclusión de Álava de la autonomía vasca alegando que allí no se había alcanzado la mayoría necesaria (el 50 %) en el referéndum celebrado el 3 de noviembre de 1933 (un hecho que se había producido precisamente por la oposición de los carlistas al estatuto vasco). El 12 de junio los diputados del PNV se retiraron de las Cortes como protesta por la paralización de la tramitación de su Estatuto y en solidaridad con Esquerra Republicana de Cataluña que también había retirado los suyos después del que el Tribunal de Garantías Constitucionales anulase la Ley de Contratos de Cultivo aprobada por el parlamento catalán.
En el verano de 1934 surgió un conflicto en torno al Concierto Económico (el gobierno central pretendía modificar el régimen fiscal específico que tenía el comercio del vino en el País Vasco) lo que provocó una rebelión institucional de los ayuntamientos. La iniciativa corrió a cargo del ayuntamiento de mayoría republicano-socialistas de Bilbao y el liderazgo del movimiento lo ostentó el alcalde de San Sebastián, el republicano Fernando Sasiain (que en agosto de 1930 había presidido la reunión del Pacto de San Sebastián celebrada en la sede de su partido), y fue secundada por el resto de municipios vascos, muchos de ellos gobernados por el PNV. El punto clave del conflicto fueron las elecciones convocadas por los municipios de las tres provincias vascas (sin la aprobación de las Cortes) de unas elecciones indirectas (votaban los concejales) para el 12 de agosto con el fin de nombrar una Comisión que negociara la defensa del Concierto Económico y que el gobierno intentó impedir por todos los medios (detuvo y procesó a más de mil alcaldes y concejales y sustituyó a numerosos ayuntamientos por comisiones gestoras gubernamentales).
El momento de mayor tensión se alcanzó durante la primera quincena de septiembre. El día 2 de septiembre los parlamentarios vascos, tanto socialistas como del PNV, presididos Indalecio Prieto, diputado socialista por Bilbao, celebraron una Asamblea en Zumárraga en solidaridad con los municipios y a la que también asistieron algunos diputados de la Esquerra Republicana de Cataluña (sin embargo, el PNV no quiso suscribir la propuesta de que los partidos políticos formaran unas comisiones que asumiesen la dirección del movimiento de los municipios, porque eso le daría un sesgo «político» vinculándolo al «revolución» que estaban preparando los socialistas; de hecho el 28 de septiembre los parlamentarios del PNV acordaron volver al parlamento y un portavoz del partido manifestó que el PNV no apoyaría ni contribuiría en el «rumoreado movimiento» que se anunciaba como «huelga general revolucionaria»). El día 7 de septiembre dimitieron en bloque los ayuntamientos vascos y el 10 de septiembre fueron detenidos el alcalde y treinta y un concejales del Ayuntamiento de Bilbao (y conducidos poco después a la cárcel de Burgos) acusados del delito de sedición por haber sido los iniciadores de la «rebelión». El día anterior 9 de septiembre fue asesinado en San Sebastián el propietario de un hotel y conocido falangista Manuel Carrión Damborenea y al día siguiente era asesinado, también en San Sebastián, el líder de Acción Republicana Manuel Andrés Casaus, que había sido director general de Seguridad en el último gobierno de Azaña (el entierro de Manuel Andrés Casaus, que fue encabezado por Manuel Azaña y por Indalecio Prieto, constituyó el mayor acto de masas celebrado en San Sebastián hasta entonces). Por último, el día 15 de septiembre fue detenido el empresario bilbaíno Horacio Echevarrieta, en tiempos amigo íntimo de Indalecio Prieto, por ser sospechoso de estar implicado en el alijo de armas del barco Turquesa descubierto días antes en Asturias. El gobierno con esta detención intentaba llevar la impresión a la opinión pública de que Echevarrieta había adquirido las armas para su antiguo amigo Prieto y la revolución que llevaban tiempo anunciando los socialistas.
El conflicto con la Generalidad de Cataluña (presidida por Lluís Companys que había sustituido a Francesc Macià fallecido en la Navidad de 1933) fue a propósito de la promulgación el 14 de abril de 1934 de la Ley de Contratos de Cultivo aprobada por el parlamento catalán, que posibilitaba a los arrendatarios de viñedos (rabassaires) la compra de las parcelas tras cultivarlas durante quince años. Los propietarios protestaron y consiguieron con el apoyo de la Lliga Regionalista que el Gobierno llevara la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales. El 8 de junio la declaró anticonstitucional porque el parlamento catalán se había excedido en las competencias que le atribuía el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932.
La respuesta de la Generalidad de Cataluña fue retirar de las Cortes Generales a los 18 diputados de la Esquerra Republicana de Cataluña, acompañados de los 12 del PNV, y proponer al Parlamento de Cataluña una ley idéntica que fue aprobada el 12 de junio, lo que constituía un grave desafió al gobierno y al Tribunal de Garantías Constitucionales. A partir de ese momento el gobierno Samper intentó negociar con el de la Generalidad a lo largo del verano para intentar llegar a un acuerdo, pero la CEDA lo acusó de falta de energía en la «cuestión rabassaire» y acabó retirándole su apoyo, lo que abriría la crisis de octubre de 1934.José Antonio Aguirre con Companys en la que este le confirmó que el conflicto de la Ley de Contratos de Cultivo estaba en vías de solución.
Un signo de que se había alcanzado cierta distensión entre el gobierno de Madrid y la Generalidad catalana fue que los diputados del PNV volvieron a las Cortes el 28 de septiembre tras la entrevista que mantuvo el Barcelona días antes el líder del PNVA la vuelta de las vacaciones parlamentarias, y antes de que se reunieran el 1 de octubre, la CEDA anunció que retiraba su apoyo al gobierno de Ricardo Samper y exigía la entrada en el mismo. En la sesión de apertura del 1 de octubre Samper intentó defender su gestión pero la CEDA no lo apoyó, por lo que tuvo que presentar su dimisión. Entonces el presidente de la República se encontró con un grave problema político, pues los republicanos de izquierda (la Unión Republicana de Martínez Barrio e Izquierda Republicana de Manuel Azaña) le presionaron para que disolviera las Cortes, convocaran nuevas elecciones y no consumara la «traición» que suponía «el hecho monstruoso de entregar el gobierno de la República a sus enemigos». Pero Alcalá Zamora se atuvo a las reglas de los sistemas democráticos y propuso a Alejandro Lerroux de nuevo como presidente de un gobierno que incluiría a tres ministros de la CEDA (Manuel Giménez Fernández en Agricultura; Rafael Aizpún en Justicia; y José Oriol Anguera de Sojo en Trabajo). La composición del nuevo gobierno se hizo pública el día 4 de octubre. Los socialistas cumplieron su amenaza de que desencadenarían la «revolución» si la CEDA accedía al gobierno y convocaron la «huelga general revolucionaria» que comenzaría a las 0 horas del día 5 de octubre.
En un contexto en que se trataban asuntos de extrema importancia y sensibilidad en la política (cuestiones religiosas, laborales, educación,...), la Revolución de Octubre envenenó la vida política y empañó de incertidumbre al régimen de la Segunda República.
Según el historiador Julián Casanova, «nada sería igual después de octubre de 1934». Los socialistas desde su expulsión del gobierno en septiembre de 1933 y su ruptura con los republicanos, y especialmente tras la derrota en las elecciones de noviembre de 1933, cambiaron de estrategia para alcanzar el socialismo: abandonaron la «vía parlamentaria» y optaron por la vía insurreccional para la toma del poder. Para muchos socialistas la lucha legal, el reformismo y la República parlamentaria ya no servían, convirtiéndose la revolución social en su único objetivo. Así lo justificó en enero de 1934 Francisco Largo Caballero, el líder socialista que protagonizó este cambio de orientación:
Pero para que la vía insurreccional fuera legítima, según los socialistas, debía mediar una «provocación reaccionaria», que enseguida relacionaron con la entrada de la CEDA en el gobierno.insurrección anarquista de diciembre de 1933 que cerró el ciclo insurreccional de la CNT durante la Segunda República. «Justo cuando los anarquistas agotaban la vía insurreccional y aparecían en el seno del movimiento las críticas de esas acciones de ‘minoría audaces’, los socialistas anunciaban la revolución».
Este cambio de orientación coincidió con el fracaso de laAsí pues, «los socialistas no pretendían con sus anuncios de revolución defender la legalidad republicana contra un ataque de la CEDA, sino responder a una supuesta provocación con objeto de avanzar hacia el socialismo. En parte por ese motivo y en parte porque nunca creyeron que el presidente de la República y el propio Partido Radical permitieran el acceso de la CEDA al gobierno, se comprometieron solemnemente, desde las Cortes y desde la prensa, a que en el caso de que ésta se produjera, desencadenarían una revolución. Esa decisión se vio reforzada por el activismo de las juventudes socialistas y por los acontecimientos de febrero de 1934 en Austria, cuando el canciller socialcristiano Dollfuss aplastó una rebelión socialista bombardeando los barrios obreros de Viena, acontecimientos interpretados por los socialistas españoles como una advertencia de lo que podía esperarles en caso de que la CEDA llegara al gobierno». Otros acontecimientos que también influyeron en la radicalización socialista fueron la subida de Hitler al poder en enero de 1933, la aparición de la violencia fascista de Falange Española (en enero de 1934 se produjo un asalto en el que varios estudiantes fueron agredidos a los locales en Madrid de la izquierdista Federación Universitaria Escolar (FUE), por una milicia falangista al mando de Matías Montero, que sería asesinado el 9 de febrero; el asesinato de la socialista Juanita Rico en julio por pistoleros falangistas), y la agresividad verbal de Gil Robles con continuas declaraciones contra la democracia y a favor del «concepto totalitario del Estado» y las demostraciones fascistas de las juventudes de la CEDA (las Juventudes de Acción Popular, JAP).
Al menos al principio, la huelga general revolucionaria proyectada por los socialistas también era una forma de «defensa de la ‘legitimidad’ republicana frente a la ‘legalidad’ detentada por el Gabinete radical-cedista [cuando éste se formara], de insurrección defensiva destinada tanto a proteger a las masas trabajadoras del fascismo como a corregir el rumbo de la República burguesa hacia la orientación revolucionaria a la que nunca había renunciado el movimiento obrero español».
Sin embargo, al abandonar la «vía parlamentaria», «los socialistas demostraron idéntico repudio del sistema institucional representativo que habían practicado los anarquistas en los años anteriores». El primer paso de la nueva estrategia se produjo en enero de 1934 cuando Francisco Largo Caballero, el dirigente socialista que defendía la «vía insurreccional», y sus partidarios desalojaron de la comisión ejecutiva de UGT a Julián Besteiro y a otros dirigentes socialistas contrarios a la estrategia «revolucionaria» (poco después hicieron lo mismo con la dirección «besteirista» de la FNTT). Así Largo Caballero acumuló en ese momento los cargos de presidente del PSOE con el de secretario general de la UGT, además de ser el líder más aclamado por las Juventudes Socialistas, y las consecuencias de este hecho estaban claras, según Largo Caballero:
Antes del acceso de Largo Caballero a la presidencia de UGT, había habido un intento fallido de que la dirección moderada de UGT, presidida por Julián Besteiro, aceptara el abandono de la «vía parlamentaria», para lo que la dirección del PSOE había presentado un «Proyecto de bases» con diez puntos redactado por Indalecio Prieto en representación de la ejecutiva, al que Besteiro respondió con la presentación de una «Propuesta de bases». En el primer documento predominaban las medidas revolucionarias (como la nacionalización de la tierra o la disolución del ejército, como paso previo a su reorganización democrática) frente a las medidas reformistas (en la administración, hacienda e industria, que no sería socializada aunque los trabajadores tendrían cierto grado de control sobre las empresas, junto con «medidas encaminadas a su mejoramiento moral y material»), mientras que el segundo documento lo que propugnaba era la continuidad de las reformas del primer bienio manteniendo el régimen constitucional republicano. Además los «largocaballeristas», para aplicar su «Proyecto de bases», presentaron a debate cinco «puntos concretos de la acción a desarrollar», en el primero de los cuales se exponía la voluntad de organizar «un movimiento francamente revolucionario con toda la intensidad posible y utilizando todos los medios de que se pueda disponer». Cuando el Comité Nacional de UGT votó abrumadoramente a favor del «Proyecto de bases», la dirección moderada del sindicato encabezada por Besteiro no tuvo más remedio que dimitir, siendo sustituida por otra radical encabezada por Largo Caballero, que acumuló así la presidencia del partido y la del sindicato. Largo Caballero en los meses siguientes ignorará prácticamente el «Proyecto de bases» y se centrará en lo que él llamará el «programa sucinto» del movimiento revolucionario:
Nada más producirse la derrota de los moderados «besteiristas» se formó una Comisión Mixta presidida por Largo Caballero e integrada por dos representantes del PSOE, dos de la UGT y dos de las Juventudes Socialistas,
cuya misión era organizar la huelga general revolucionaria y el movimiento insurreccional armado que estaría protagonizado por las milicias socialistas y que contaría con la complicidad de algunos mandos militares. Inmediatamente la Comisión Mixta convocó en Madrid a delegaciones de las provincias que recibieron instrucciones de formar «comités revolucionarios» a nivel local coordinados por las «Juntas Provinciales», y a las que se les dijo que «el triunfo de la revolución descansará en la extensión que alcance y la violencia con que se produzca». Asimismo deberían constituirse, además de grupos de sabotaje de los servicios como electricidad, gas o teléfonos, milicias integradas por «los individuos más decididos» y que recibirían instrucción militar de los «jefes» a los que deberían obedecer. Las armas las obtendrían apoderándose de los depósitos militares. La Comisión Mixta encargó a Indalecio Prieto la preparación militar del movimiento, con el avituallamiento de armas y la captación de la oficialidad en los cuarteles como principales cometidos. «La reconocida capacidad de trabajo y, en especial, la tupida red de relaciones personales que su polifacética actividad -periodista, diputado, ministro- le había permitido urdir a Indalecio Prieto, le deparó cierto éxito inicial en la captación de recursos financieros y en la adquisición de armas. Aquéllos, a través de la decisiva colaboración de jóvenes sindicalistas bancarios radicalizados; éstas, con el concurso de viejas lealtades personales de procedencia burguesa y trayectoria liberal». Pero la actividad de Prieto se saldó finalmente con un rotundo fracaso, pues ni consiguió atraer a la oficialidad del ejército a la insurrección, ni consiguió hacer llegar las armas adquiridas a los «comités revolucionarios». Tres importantes depósitos de armas –los almacenados en la Casa del Pueblo de Madrid, en la Ciudad Universitaria y en Cuatro Caminos, también en la capital– fueron descubiertos por la policía y a mediados de septiembre de 1934 la Guardia Civil impidió el desembarco en Asturias del alijo de armas que transportaba el buque Turquesa.
Por otro lado los socialistas apoyaron la creación de Alianzas Obreras en las que se integraron pequeñas organizaciones proletarias, como Izquierda Comunista o el Bloque Obrero y Campesino, que eran las primeras que habían propuesto la idea de formar «alianzas antifascistas», pero no la CNT, y solo muy al final el reducido Partido Comunista de España, que hasta entonces las había combatido con dureza.
La ocasión se planteó a la vuelta de las vacaciones parlamentarias que finalizaban el 1 de octubre de 1934 cuando la CEDA hizo saber que retiraba su apoyo al gobierno de centro-derecha de Samper y que exigía formar parte del gobierno. Alcalá Zamora encargó la resolución de la crisis al líder del Partido Radical Alejandro Lerroux que accedió a la demanda cedista y formó el nuevo gobierno el 4 de octubre con la inclusión de tres ministros de la CEDA. Ese mismo día el comité revolucionario socialista convocó la huelga general revolucionaria que se iniciaría a las 0 horas del día 5 de octubre. La CNT se abstuvo de apoyar la convocatoria, salvo en Asturias.
La anunciada «huelga general revolucionaria» se inició el día 5 de octubre y fue seguida prácticamente en casi todas las ciudades (no así en el campo, que acababa de salir de su propia huelga), pero la insurrección armada quedó reducida, salvo en Asturias, a algunos tiroteos y ninguna población importante quedó en poder de los revolucionarlos.
En Madrid algunos insurrectos intentaron ocupar el Ministerio de la Gobernación y algunas instalaciones militares, pero no lo consiguieron, aunque los tiroteos, algunos de cierta intensidad, se mantuvieron hasta el día 8 de octubre, en que fueron detenidos casi todos los miembros del Comité revolucionario socialista.
En el País Vasco, donde los nacionalistas no secundaron el alzamiento, la huelga se mantuvo en algunos puntos hasta el 12 de octubre. Los enfrentamientos armados más duros se produjeron en la zona minera de Vizcaya donde el Ejército y la Guardia Civil tuvieron que combatir contra los insurrectos. Murieron al menos 40 personas, en su mayoría huelguistas abatidos por los guardias. En Éibar y Mondragón las acciones violentas de los insurrectos causaron varias víctimas, entre ellas un destacado dirigente tradicionalista y diputado Marcelino Oreja.
En todos los lugares, excepto en Asturias, fracasó la insurrección porque los militantes socialistas comprometidos estuvieron a la espera de que se abrieran las puertas de los cuarteles y los soldados se unieran al «pueblo revolucionario», pero eso no se produjo nunca. Al contrario, el Ejército al proclamar el gobierno el «estado de guerra» es el que protagonizó el restablecimiento del orden. En realidad la insurrección careció de una auténtica planificación, política y militar.
La revolución también fracasó porque no contó con el apoyo de la CNT, salvo en Asturias, y porque tampoco pudo contar con los jornaleros del campo, «exhaustos y desorganizados tras las desastrosas movilizaciones de la primavera». Hacia las 8 de la tarde del sábado 6 de octubre, al día siguiente del inicio de la huelga general revolucionaria en Cataluña convocada por la Alianza Obrera, el gobierno de la Generalidad presidido por Lluís Companys anunció que el Gobierno de la Generalidad rompía toda relación con «las instituciones falseadas» de la República (como habían hecho ya todos los partidos republicanos de izquierdas al conocerse la entrada en el gobierno de la CEDA) y a continuación proclamó, como en el 14 de abril de 1931, «el Estado catalán en la República Federal Española» como una medida contra «las fuerzas monárquicas y fascistas... que habían asaltado el poder». A continuación Companys invitaba a la formación de un «Gobierno Provisional de la República» que tendría su sede en Barcelona. Sin embargo esta ruptura de la legalidad no tenía ninguna conexión con la revolución obrera que estaba en marcha, como lo prueba el hecho de que la Generalidad se negó a armar a los revolucionarios e incluso actuó contra ellos.
Pero la falta de planificación (a pesar de que el conseller de Gobernació, Josep Dencàs, movilizó los escamots, las milicias de la Esquerra, y a los Mozos de Escuadra) y la pasividad con que respondió la principal fuerza obrera de Cataluña, la CNT, hizo que la rebelión catalana se terminara rápidamente el día 7 de octubre por la intervención del Ejército encabezado por el general Domingo Batet, cuya moderada actuación evitó que hubiera muchas más víctimas (murieron ocho soldados y treinta y ocho civiles).
El president y los consellers de la Generalidad fueron encarcelados (menos Dencás que consiguió escapar). A continuación el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 fue dejado sin efecto y todos los órganos de la administración autonómica fueron suspendidos y sustituidos temporalmente por un control militar. Finalmente, las Cortes aprobaron una ley el 2 de enero de 1935 que acordaba la suspensión indefinida del Estatuto de Cataluña (la derecha monárquica exigía su derogación definitiva) y la recuperación por la Administración central de las competencias transferidas a la Generalidad.
En Asturias, a diferencia del resto de España donde el movimiento insurreccional fracasó, sí se produjo un auténtico conato de revolución social: el «Octubre Rojo». Las razones de la «diferencia asturiana» hay que buscarlas en que allí la CNT sí se sumó a la Alianza Obrera junto con la organización obrera hegemónica la UGT (el Partido Comunista de España se incorporó muy tardíamente después de haber combatido la Alianza durante meses), y en que la insurrección fue preparada minuciosamente, con convocatorias de huelgas generales previas, y el aprovisionamiento de armas y de dinamita obtenidas mediante pequeños robos en las fábricas y en las minas, además del adiestramiento de grupos de milicias.
La insurrección comenzó en la noche del 5 al 6 de octubre cuando las milicias obreras integradas por unos 20 000 obreros, en su mayoría mineros, se hicieron rápidamente con el control de las cuencas del Nalón y del Caudal y a continuación se apoderaron de Gijón y de Avilés y entraron en la capital Oviedo, aunque no pudieron ocuparla completamente (en el centro de la ciudad se produjeron violentos combates entre las fuerzas del orden y los revolucionarios). Un «comité revolucionario», dirigido por el diputado socialista Ramón González Peña coordinó los comités locales que surgieron en todos los pueblos y trató de mantener el «orden revolucionario» (en algunos sitios se llegó a suprimir el dinero), aunque no pudo impedir la ola de violencia que se desató contra propietarios, personas de derechas y religiosos. De estos últimos fueron asesinados 34 (algo que no ocurría en España desde 1834-1835), además de ser incendiadas 58 iglesias y conventos, el palacio episcopal, el Seminario y la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo, que fue dinamitada.
El 10 de octubre desembarcaban en Gijón tropas coloniales (dos batallones de legionarios y dos de regulares procedentes de África, al mando del coronel Yagüe), mientras que desde Galicia alcanzaba Oviedo una columna al mando el general Eduardo López Ochoa. Toda la operación estaba siendo dirigida desde Madrid por el general Franco, por encargo expreso del ministro de la guerra Diego Hidalgo. El día 14 ante el avance de las tropas gubernamentales Ramón González Peña ordenó la retirada hacia las montañas, aunque algunos grupos de milicianos se negaron a obedecer y siguieron combatiendo en las calles de Oviedo. El día 18 de octubre los insurrectos se rendían, tras las negociaciones entre el nuevo dirigente de la insurrección Belarmino Tomás y el general López Ochoa. El balance de víctimas fue de unos 1100 muertos y 2000 heridos entre los insurrectos, y unos 300 muertos entre las fuerzas de seguridad y el ejército.
Los diarios de la derecha (como ABC, portavoz de la derecha antirrepublicana y antidemocrática de Renovación Española, o El Debate, vinculado a la derecha católica «accidentalista» de la CEDA), calificaron a los revolucionarios como «fieras», como seres no humanos cuyo único instinto es solo matar y destruir, por lo que su destino final es estar muertos o presos. Honorio Maura Gamazo en el diario ABC del 16 de octubre calificaba a los insurrectos asturianos como «España ante la lista de crímenes que durante tres años ha presenciado desde Castilblanco a Asturias...la providencía de España que no abandono jamás a España ha juntado en un solo haz bien definido y bien visible toda la escoria, toda la podredumbre, toda la basura que roia sus entrañas» son «Esas mujeres y esos niños degollados y ultrajados bárbaramente por unos chacales repugnantes que no merecen ser ni españoles ni seres humanos» (16 de octubre). ABC en su edición del día 17 de octubre calificó los hechos de «macabra explosión marxista».
El elemento esencial sobre el que giró la percepción derechista de la «Revolución de Octubre» fue el considerarla como obra de la «Anti-España», de la «Anti-Patria», en una visión «mítico-simbólica» en la que se identificaba el Bien con la Patria, España, contra la que lucha el Mal, la Anti-Patria o Anti-España, definiendo a la Patria desde un punto de vista esencialista como algo ajeno a la voluntad de los ciudadanos e identificándola con los valores y las ideas de la derecha.José Calvo Sotelo, líder de la derecha antidemocrática de Renovación Española, definió a la Patria en las Cortes como «algo más que un territorio, algo más que una comunidad idiomática»; ese más es un «acervo moral de tradiciones, de instituciones, de principios y de esencias». Así los sucesos revolucionarios se entienden como un «agravio inferido a España», como una «traición a la Patria», jaleada por la «hedionda prensa de la Anti-Patria». Al vencer a la revolución «España se recobró a sí misma».
Esta idea de España se concreta en la relación de la Patria con el Ejército, como lo expresó Calvo Sotelo en un discurso célebre que fue pronunciado con motivo de los sucesos de Octubre:
Honorio Maura dijo «Hoy en día, España entera está de uniforme» (ABC, 16 de octubre) y Ramiro de Maeztu, el mismo día también en ABC escribió:
En cambio la acción represiva de las tropas que sofocaron la sublevación es apenas mencionada. Las destrucciones en «Asturias, la mártir», y sobre todo en «Oviedo, la mártir» se atribuían exclusivamente a los revolucionarios.
Por último la derecha antirrepublicana aprovechó la insurrección de las izquierdas para incitar a una «revolución auténtica y salvadora para España». Para esta extrema derecha la revolución «rojo-separatista» de Octubre, como la llamaron, fue la comprobación de que la «revolución antiespañola» estaba en marcha y de que solo podía ser vencida por la fuerza. Honorio Maura escribió en ABC el 20 de octubre:
En conclusión, como ha señalado el historiador Julio Gil Pecharromán:
Las izquierdas republicanas y socialistas no condenaron con rotundidad la insurrección, sino que la justificaron alegando que se había permitido la llegada de "los enemigos de la República" al Gobierno.
Esto fue motivo suficiente para provocar una enorme polarización ideológica en las elecciones posteriores de febrero de 1936 y sirvió como pretexto para las izquierdas para deslegitimar cualquier opción de centrar la República y atraer a una parte de la derecha católica al sistema, que pudiera asentar el régimen en el futuro. Tampoco fue interpretada la revolución como un fracaso o una equivocación que mereciera autocrítica o corrección, sino que la reivindicaron como un acto de legítima defensa. El propio Indalecio Prieto, ya en el exilio, dejó por escrito que la revolución solo había servido para "hacer más profundo el abismo político que dividía a España".
Se hicieron unos treinta mil prisioneros en toda España. Las cuencas mineras asturianas fueron sometidas a una durísima represión militar, primero (hubo ejecuciones sumarias de presuntos insurrectos), y de la guardia civil, después, encabezada esta última por el comandante Lisardo Doval. Hubo torturas a los detenidos a causa de las cuales murieron varios de ellos. La dura represión fue alentada por una intensa campaña de la prensa de derechas, especialmente el diario antirrepublicano ABC y el católico «accidentalista» El Debate, exigiendo represalias especialmente por el asesinato a manos de los insurrectos de 34 religiosos y de varios guardias civiles y de paisanos de ideología conservadora. Asimismo fueron detenidos numerosos dirigentes de izquierdas, entre ellos el comité revolucionario socialista encabezado por Francisco Largo Caballero, y los tribunales militares dictaron veinte penas de muerte aunque solo se ejecutaron dos, gracias a que el presidente de la República Niceto Alcalá Zamora las conmutó por cadena perpetua, resistiendo la presión de la CEDA y de Renovación Española que reclamaban una represión mucho más dura.
Los primeros en ser sometidos a juicio por los tribunales militares fueron el comandante Enrique Pérez Farrás y los capitanes Frederic Escofet y Ricart, quienes habían estado al mando de los Mozos de Escuadra implicados en la insurrección catalana. Fueron condenados a muerte y el gobierno ratificó la sentencia el 17 de octubre, pero el presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora logró que el presidente del gobierno Lerroux, después de recordarle que los implicados en la Sanjurjada habían sido amnistiados, refrendara el 31 de octubre la conmutación de las penas de muerte, a pesar de la fuerte oposición de la CEDA (Gil Robles llegó a sondear la posibilidad de una solución de fuerza» por parte del ejército para restaurar la «legalidad violada por el presidente» de la República) y del partido de Melquiades Álvarez. Los siguientes en ser procesados fueron el presidente de la Generalidad Catalana Lluís Companys y el resto de «consellers» que fueron condenados a 30 años de cárcel cada uno por «rebelión militar». En cuanto a los revolucionarios de Asturias se dictaron 17 sentencias de muerte, de las que solo se cumplieron dos (un sargento del ejército que se había pasado al lado de los insurrectos y un obrero acusado de varios asesinatos). Precisamente la conmutación de la pena de muerte a dos de los dirigentes socialistas de la «Revolución de Asturias», Ramón González Peña y Teodomiro Menéndez el 29 de marzo de 1935 provocó una grave crisis en el seno del gobierno pues los tres ministros de la CEDA, el agrario y el liberal-demócrata votaron en contra, y presentaron su dimisión.
El 28 de septiembre de 1934 Manuel Azaña había llegado a Barcelona para asistir al funeral de Jaume Carner, amigo y ministro en uno de sus gobiernos, que había tenido que abandonar el cargo a causa de un cáncer. En la comida que se celebró tras el entierro a la que asistieron políticos catalanes y políticos de Madrid que habían venido para el funeral, Azaña intentó persuadir a los socialistas Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos de que no llevaran a cabo la insurrección que habían anunciado si finalmente la CEDA, como había exigido, entraba en el gobierno. Azaña no regresó a Madrid y se quedó en Barcelona, «para estar apartado de la capital en unos días en que se anunciaban conmociones políticas», según afirmó Azaña tras su detención. En aquellos contactos que mantuvo Azaña en Barcelona con Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos se volvió a demostrar que la relación con los socialistas estaba rota y que Izquierda Republicana, el partido de Azaña, nada tenía que ver con los planes socialistas de insurrección.
El viernes 5 de octubre, cuando se declaró la huelga general en Barcelona, Azaña permaneció el día entero en su hotel donde se mantuvo en contacto por teléfono con la dirección de su partido Izquierda Republicana en Madrid para redactar un manifiesto en que rechazaba la forma como había resuelto la crisis Alcalá-Zamora (permitiendo la entrada de la CEDA en el gobierno). Hacia la una del mediodía del día siguiente, sábado 6 de octubre, recibió la visita en su hotel del conseller de la Generalidad Joan Lluhí i Vallescà que le pidió que participara en el movimiento contra el gobierno central que iba a encabezar la Generalidad al proclamar en las próximas horas «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española». Azaña no solo rechazó la invitación, recodándole que él nunca había defendido la República Federal («un régimen que no es el mío», le dijo), sino que intentó persuadir a Lluhí de que el gobierno de la Generalidad no diera ese paso, afirmando que la defensa de la República y de la autonomía de Cataluña deberían hacerse con la Constitución de 1931 y el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932.
Para que no lo acusaran de ser cómplice con lo que iba a ocurrir Azaña intentó marcharse de Barcelona, pero no lo consiguió por lo que se fue al piso de un conocido suyo donde pasó los tres días siguientes. (Casi a la misma hora en que Azaña abandona su hotel Lerroux está hablando con el general Batet, al que le informa, entre otra cosas, de que Azaña en esos momentos estaba redactando un manifiesto para Companys «presumiblemente sedicioso»)El Debate del día 7: «allí está Azaña, el masón»), inventando historias de que había difundido por radio proclamas llamando «a los catalanes a colocarse en pie de guerra» (ABC del día 7) o de que había conseguido escapar del Palau de la Generalidad a través de las alcantarillas (ABC del día 9 de octubre). Según el historiador Gabriel Jackson esta última noticia falsa procedería de la declaración efectuada por el director general de Seguridad el día 7 en que afirmó que «Azaña y su banda» habían huido a través de una alcantarilla que había en los sótanos de la Generalidad.
Los temores de Azaña se vieron cumplidos pues la prensa de derechas de Madrid, sabiendo que está en Barcelona, le acusa de estar detrás de la rebelión de la Generalidad (El martes 9 de octubre, la policía detuvo a Azaña en la casa donde había estado desde el día 6 (Azaña le había dicho a su escolta donde se encontraba) y es conducido a la Jefatura de Policía donde pasará la noche, sin que nadie le diga el motivo de la detención. Al día siguiente es internado en el barco «Ciudad de Cádiz» anclado en el puerto de Barcelona y requisado por el gobierno como prisión. Allí presta su primera declaración ante el general Sebastián Pozas que queda convencido de la inocencia de Azaña. El presidente Lerroux eufórico afirmó ese mismo día ante la prensa que se había intervenido a Azaña «una documentación muy extensa e interesante, la documentación de un hombre político que va a realizar una empresa tan importante como la que llevaba a Azaña a Barcelona» (lo que resultó completamente falso). El día 13 de octubre el fiscal general de la República presentó ante el Tribunal Supremo, que es el órgano competente para juzgar a un diputado como era Azaña, una querella por delito de rebelión y pide que solicite el suplicatorio a las Cortes para poder ser juzgado. El 31 de octubre se trasladó a Azaña a los buques de guerra «Alcalá Galiano», primero, y al «Sánchez Barcáiztegui» después, donde fue atendido con mayor consideración. Allí recibió cada día cientos de cartas y de telegramas de solidaridad y apoyo.
Mientras está prisionero, un importante grupo de intelectuales dirigió una carta abierta al Gobierno el 14 de noviembre denunciando la «persecución» de que es objeto Azaña, pero la censura impidió que la carta apareciera en los periódicos.Azorín, Luis Bagaria, José Bergamín, Alejandro Casona, Américo Castro, Antonio Espina, Oscar Esplá, León Felipe, García Mercadal, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón, Isabel de Palencia, Valle-Inclán y Luis de Zulueta. El diario católico «accidentalista» El Debate define a los firmantes como «esa intelectualidad falsa y sin contenido español».
Era la primera vez que de forma pública se calificaba de «persecución» la acción emprendida contra Azaña. Firmaban la carta «A la opinión pública» entre otrosEl 28 de noviembre las Cortes concedieron el suplicatorio por 172 votos (radicales, cedistas, agrarios y monárquicos) contra 20 (con los socialistas y la izquierda republicana ausentes). Pero un mes después, el 24 de diciembre, el Tribunal Supremo desestimó por falta de pruebas la querella y ordenó la inmediata puesta en libertad de Azaña. El 28 de diciembre Azaña recobraría la libertad, tras una detención dudosamente legal que había durado noventa días.
A pesar de que para la izquierda el fracaso de la «Revolución de Octubre», de la que tanto socialistas como anarquistas salieron escindidos y muy debilitados, le hizo abandonar la «vía insurreccional»,
«Octubre» hizo aumentar en la derecha su temor a que en un próximo intento la "revolución bolchevique" acabara triunfando. Esto acentuó su presión sobre su socio de gobierno, el Partido Radical, para llevar adelante una política más decididamente «antirreformista» («contrarrevolucionaria» decían ellos), lo que no dejó de producir crecientes tensiones entre el centro-derecha republicano y la derecha «accidentalista» de la CEDA y el Partido Agrario (jaleada desde fuera por la derecha monárquica y por los fascistas). Ciertos autores consideran que, en última instancia, «Octubre» convenció a la CEDA de que era necesario llegar a alcanzar la presidencia del gobierno para poder dar el «giro autoritario» que el régimen necesitaba. La derrota de la «Revolución de Octubre» había mostrado el camino: bastaba con provocar continuas crisis de gobierno para avanzar posiciones. Otros autores, en cambio, recalcan que después de «Octubre» el régimen parlamentario siguió su curso y no hubo suspensión indefinida de derechos constitucionales ni la CEDA aprovechó para fundar un régimen autoritario, a pesar de las severas críticas que recibía de la derecha monárquica.El primer momento de tensión entre radicales y cedistas fue inmediatamente posterior a la «Revolución de Octubre» cuando los partidos del centro-derecha republicano se negaron a adoptar las medidas de represión implacable de los «revolucionarios de octubre» que exigía la CEDA, y aun así éstas fueron durísimas. Así el 7 de noviembre la CEDA obligó a Lerroux, bajo la amenaza de que le retiraría su apoyo al gobierno, a que cesara al ministro de la Guerra Diego Hidalgo y al ministro de Estado Ricardo Samper, a los que la derecha hacía responsables de lo sucedido, por no haber sabido frenar la Revolución de Octubre. En diciembre le tocó el turno al ministro de educación el liberal demócrata Filiberto Villalobos que desde el principio había intentado que se matuviera el gasto en educación para proseguir con la construcción de escuelas públicas y que había intentado poner en marcha algunas reformas educativas que conectaban con las propuestas en el primer bienio. Tuvo que dimitir porque, según la CEDA, su ministerio estaba todavía dominado por «una política marxista y revolucionaria».
La crisis más grave que provocó la CEDA se produjo a principios de abril de 1935, cuando los tres ministros de su partido se negaron a aprobar la conmutación de la pena de muerte de dos de los dirigentes socialistas de la «Revolución de Asturias» (los diputados Ramón González Peña y Teodomiro Menéndez). Lerroux buscó una salida formando un gobierno que dejara fuera a la CEDA gracias a la confianza que le otorgó la Presidencia de la República que, en uso de sus prerrogativas, suspendió las sesiones de las Cortes por un mes. Pero este gobierno «doméstico», formado exclusivamente por radicales y demócrata-liberales, en cuanto se reabrieron las Cortes en mayo no consiguió los apoyos parlamentarios necesarios para gobernar por la oposición de la CEDA (y del Partido Agrario) lo que obligó finalmente a Lerroux a aceptar las exigencias de la derecha: la CEDA pasaría de tres a cinco ministros, uno de ellos el propio líder de la CEDA, José María Gil Robles, que exigió para sí mismo el Ministerio de la Guerra.
Así en el nuevo gobierno de Lerroux formado el 6 de mayo de 1935 la mayoría ya no la tenían los republicanos de centro-derecha, sino la derecha no republicana «accidentalista» integrada por la CEDA y el Partido Agrario, lo que se reflejó muy pronto en que su política fue aún más conservadora que la del gobierno radical-cedista anterior. Otra prueba de la «derechización» del nuevo gobierno fue la sustitución del cedista Manuel Giménez Fernández, que al frente del ministerio de Agricultura había desarrollado una política reformista moderada, por Nicasio Velayos Velayos, que enseguida puso en marcha un programa de «contrarreforma» agraria (el segundo punto del «programa mínimo» de la CEDA). Así pues, con el nuevo gobierno formado el 6 de mayo de 1935 de mayoría no-republicana, lo que sucedía por primera vez durante la República, «comenzó entonces de verdad la «rectificación» de la República, con los radicales, que habían roto todos los puentes posibles con los republicanos de izquierda y los socialistas, sometidos a la voluntad de la CEDA y a las exigencias revanchistas de los patronos y terratenientes». Un hecho simbólico lo constituyó la decisión de Clara Campoamor, la diputada que más había luchado por conseguir el sufragio femenino, de abandonar el Partido Republicano Radical, por discrepar con la política cada vez más derechista de su partido. Así y todo, incluso en las circunstancias habidas en 1935, no se introdujeron cambios profundos en materias de gran sensibilidad como la educación o las relaciones Iglesia-Estado, ni tampoco se pudo avanzar en el gran objetivo programático de la CEDA, que era la reforma de la constitución. Sí hubo, en cambio, cambios en política agraria, laboral y militar.
Entre octubre de 1934 hasta abril de 1935, fue el cedista liberal Manuel Giménez Fernández, que defendía el catolicismo social, quien ocupó el ministerio de Agricultura desde el cual (aunque suspendió temporalmente las expropiaciones que establecía la Ley de Reforma Agraria de 1932) amplió la legislación reformista con la Ley de Yunteros de 21 de diciembre de 1934 que prorrogaba la ocupación de tierras por los campesinos extremeños, poniendo así de nuevo en vigor, aunque solo fuera parcialmente, el Decreto de Intensificación de Cultivos que había derogado su antecesor Cirilo del Río, y poniendo fin así a la amenaza que pesaba sobre ellos de ser desalojados de las tierras por los propietarios.
Giménez Fernández impulsó un proyecto todavía más ambicioso, la Ley de Arrendamientos Rústicos, que pretendía amparar los derechos de los colonos, garantizándoles la compra de tierras a los doce años de su explotación a un precio razonable. Pero las Cortes cuando aprobaron la ley el 15 de marzo de 1935 la vaciaron del contenido social que tenía al establecer una libertad total de contratación de arrendamientos, derogando la legislación anterior sobre subarriendo, arrendamientos colectivos, desahucios y revisión de rentas.
Una tercera ley, sobre incremento de pequeño cultivo, que habría permitido parcelar parte de las grandes fincas extremeñas no prosperó. Todas estas iniciativas le valieron a Giménez Fernández el sobrenombre de «marxista disfrazado» o de «bolchevique blanco» por parte de las organizaciones de propietarios que presionaron, junto con sector importante de su propio partido la CEDA, para que quedara fuera del gobierno En el nuevo gobierno del 6 de mayo, Giménez Fernández fue sustituido por el miembro del Partido Agrario y gran terrateniente Nicasio Velayos Velayos, que inició inmediatamente una política claramente «contrarreformista». Lo primero que hizo al ocupar el ministerio fue no renovar la Ley de Yunteros por lo que miles de familias se vieron expulsadas inmediatamente de las tierras que cultivaban, y a continuación el 3 de julio presentó la Ley para la Reforma de la Reforma Agraria, que fue aprobada el 1 de agosto de 1935, y que supuso la congelación definitiva de la reforma iniciada en el primer bienio. Entre otras cosas la nueva ley, que solo formalmente dejaba en vigor la de 1932, suprimió la expropiación sin indemnización (por lo que el IRA se vio obligado a pagar por las tierras confiscadas a la nobleza por su implicación en la Sanjurjada), y además otorgaba la potestad a los dueños de las fincas expropiables de intervenir en la tasación oficial de sus propiedades, negociando cada caso con el Instituto de Reforma Agraria, y además podían recurrir a los Tribunales (lo que en la práctica suponía aumentar el dinero que recibirían los propietarios en concepto de indemnización). Por otro lado se limitaron aún más los fondos del IRA para las indemnizaciones, con lo que solo podrían asentarse dos mil campesinos por año, y se detuvo la confección del Registro de la Propiedad Expropiable. Sin embargo, la ley introducía una novedad: la posibilidad de llevar a cabo expropiaciones por motivos de «utilidad social», un artículo que sería ampliamente utilizado por los gobiernos del Frente Popular en los primeros meses de 1936.
Las organizaciones socialistas de jornaleros quedaron completamente desmanteladas, los jurados mixtos en el campo dejaron de funcionar y más de 2000 ayuntamientos socialistas y republicanos de izquierda, el 20 % del total, fueron sustituidos por comisiones gestoras nombradas por el gobierno entre miembros del Partido Republicano Radical y la CEDA. Todo ello se tradujo en un notable deterioro de las condiciones de vida de los jornaleros, que tuvieron que aceptar salarios más bajos si querían tener trabajo.
Tras la «Revolución de Octubre» y la dura represión que la siguió, se suspendieron los Jurados Mixtos y más tarde se aprobó una normativa que reducía el poder de los vocales obreros lo que favoreció la capacidad de presión de los patronos en la negociación de los salarios y de las condiciones laborales. La ofensiva contra los sindicatos continuó con la aprobación el 1 de diciembre de 1934 de un Decreto que declaraba ilegales las «huelgas abusivas» (las que no fueran estrictamente laborales o no contaran con autorización gubernativa). En enero de 1935 el ministro de Trabajo, el cedista José Oriol Anguera de Sojo presentó un proyecto de ley que limitaba la acción de los sindicatos, aunque finalmente no sería aprobada. Miles de obreros fueron despedidos con el pretexto de haber participado en las huelgas de la «Revolución de Octubre» o simplemente por pertenecer a un sindicato.
Las consecuencias de la «contrarreforma socio-laboral» fueron la congelación de los salarios, e incluso su disminución en determinados sectores, y el aumento de la jornada laboral en otros. Si a esto se le une el incremento del paro como consecuencia de la depresión económica se comprenderá la difícil situación que vivieron las clases trabajadoras en aquellos años.
Respecto del desempleo el gobierno intentó poner en marcha algunas medidas de alcance muy limitado, pero se estrellaron ante la restrictiva política presupuestaria que se adoptó, imposibilitando, por ejemplo, el «Plan de Obras Públicas Pequeñas» que intentó poner en marcha el cedista Luis Lucia para crear empleo.
En el cambio de gobierno de mayo de 1935 Gil Robles exigió para sí mismo el cargo de Ministro de la Guerra y desde ese puesto acentuó la política iniciada por el ministro Diego Hidalgo de reforzar el papel de los militares de dudosa lealtad hacia la República, a pesar del juramento que todos ellos habían hecho. Así los más significados ocuparon los puestos clave en la cúpula militar. El general Fanjul, un conocido monárquico ultraderechista, ocupó la subsecretaría del Ministerio; el general Franco, fue el Jefe del Estado Mayor Central (a pesar de la oposición del presidente de la República que comentó: «los generales jóvenes son aspirantes a caudillos golpistas»; y en donde estaban destinados los dos oficiales que dirigían la semiclandestina y antirrepublicana Unión Militar Española, [UME], el teniente coronel Valentín Galarza y el capitán Bartolomé Barba Hernández); el general Emilio Mola ocupó la jefatura del Ejército de Marruecos; el general Goded, la dirección general de Aeronáutica. Todos estos generales serán los que encabezarán la sublevación de julio de 1936 que inició la guerra civil española. En cambio los militares más fieles a la República, como el general Riquelme, el general Romerales o el general Eduardo López Ochoa, fueron cesados de sus puestos y los oficiales considerados «izquierdistas» sufrieron represalias profesionales.
Uno de los acuerdos pactados entre los cuatro partidos que formaban el nuevo gobierno de Lerroux (CEDA, Partido Agrario, Partido Republicano Demócrata-Liberal y Partido Republicano Radical) formado en mayo de 1935 fue presentar un proyecto de «revisión» de la Constitución (que era el punto más importante del «programa mínimo» de la CEDA con el que se presentó a las elecciones). A pesar de que el centro-derecha republicano y la CEDA discrepaban sobre el alcance de la reforma de la Constitución de 1931, a comienzos de julio de 1935 llegaron a un principio de acuerdo y Lerroux presentó en las Cortes un anteproyecto que proponía el cambio o la supresión de 41 artículos: se recortaba el alcance de la autonomía de las «regiones» con aumento de su control por el gobierno central; se abría el camino a la supresión del divorcio; se anulaba la posibilidad de socialización de la propiedad privada; se reformaban los artículos 26 y 27, que eran sobre los que más insistían los cedistas, eliminado gran parte de su contenido «persecutorio» de la Iglesia católica; se establecía un Senado, como segunda cámara de las Cortes. Sin embargo los debates se eternizaron porque el anteproyecto no satisfacía plenamente a ningún partido.
El 1 de septiembre de 1935 en una concentración de las Juventudes de la CEDA (las JAP), Gil Robles declaró que aspiraba a la «revisión total» de la Constitución y añadió que, si no la aprobaban, «son Cortes muertas que deben desaparecer», discurso que siempre combinó con declaraciones en las que se sometía a la legalidad, haciendo un discurso conscientemente confuso.
La cuestión del alcance de la reforma de la Constitución y la de la devolución a la Generalidad catalana de algunas de las competencias que habían sido suspendidas con motivo de la «Revolución de Octubre» abrió una crisis en el gobierno. Así el 17 de septiembre, Lerroux aprovechó la dimisión del ministro de Marina, Antonio Royo Villanova, un furibundo anticatalanista miembro del Partido Agrario que exigía la derogación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, al que le siguió su compañero de partido Nicasio Velayos Velayos, para disolver su gobierno y renunciar a seguir al frente del mismo.
Lerroux fue sustituido por un hombre de confianza del presidente de la República Alcalá Zamora, el financiero liberal Joaquín Chapaprieta, que mantuvo la alianza radical-cedista con Lerroux y Gil Robles en el gobierno, e incluyó un ministro de la Lliga Regionalista, para ampliar la base parlamentaria del mismo. Pero este gobierno, formado el 25 de septiembre, se vio afectado por el estallido del escándalo del estraperlo, que provocó la salida de Lerroux del gabinete el 29 de octubre y del resto de ministros radicales, y más tarde por el asunto Nombela que constituyó el golpe definitivo para el Partido Republicano Radical, del que no se recuperaría.
El hundimiento de los radicales como consecuencia del escándalo del estraperlo y del asunto Nombela, convenció a Gil Robles de que había llegado el momento de poner en marcha la tercera fase de su estrategia para alcanzar el poder y retiró el apoyo al gobierno de Chapaprieta, con el pretexto de su desacuerdo con el proyecto de reforma fiscal. El 9 de diciembre de 1935, el día en que se cumplían cuatro años de la Constitución de 1931 (por lo que a partir de ese momento no era necesaria la mayoría de 2/3 de los diputados para modificar la Constitución sino que era suficiente con la mayoría absoluta), exigió para sí mismo la presidencia del Gobierno. Pero el presidente de la República Alcalá Zamora se negó a dar el poder a una fuerza «accidentalista» que no había proclamado su fidelidad a la República con su voto a favor en las Cortes Constituyentes. Alcalá-Zamora aprovechaba una interpretación propia de la Constitución y maniobraba formando efímeros gobiernos independientes que gobernaban durante algunas semanas con el parlamento cerrado. Cuando este se reunía, censuraba el nombramiento y el proceso se repetía de nuevo. Las diferencias entre el presidente de la República y Gil-Robles se volvieron muy tensas la tarde del 11 de diciembre de 1935, cuando Alcalá-Zamora amenazó con disolver las Cortes y convocar elecciones, en un último intento para que la CEDA permitiera gobernar al presidente de otro partido. Gil-Robles no cedió y recriminó severamente a Alcalá-Zamora su postura, que consideraba contraria a las normas de un régimen parlamentario, a pesar de que el diseño constitucional de la presidencia permitía la existencia de gobiernos no aprobados por la cámara. En esas circunstancias, el general Fanjul ofreció a Gil Robles dar un golpe de estado militar en su apoyo, ofrecimiento que este declinó y que además no contaba con el apoyo suficiente entre los militares. En esas circunstancias, el presidente de la República encargó la formación de gobierno a un independiente de su confianza, Manuel Portela Valladares, que formó el 15 de diciembre un gabinete republicano de centro-derecha excluyendo a la CEDA. De nuevo, se comprobó que esa opción no contaba con el suficiente respaldo en las Cortes y, finalmente, Alcalá Zamora disolvió el Parlamento el 7 de enero y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936, la primera vuelta, y 1 de marzo, la segunda.
La propuesta de la vuelta a la alianza republicano-socialista del primer bienio surgió por iniciativa de los republicanos de izquierda, y más concretamente de su líder Manuel Azaña, que se había convertido tras su injusta detención por los sucesos de octubre en un «mártir político» y en un símbolo para la izquierda. Tras producirse la entrada en el gobierno en mayo de 1935 de más ministros de la CEDA (con su líder Gil Robles al frente), Azaña recorrió el país dando tres mítines multitudinarios: el del campo de Mestalla (Valencia), el 26 de mayo; el de Baracaldo (Vizcaya), el 14 de julio, y el de Comillas (Madrid), el 20 de octubre, con el fin de conseguir una «inteligencia republicana» que devolviera al régimen sus valores democráticos.
En abril de 1935, Azaña había alcanzado un pacto de «Conjunción Republicana» entre su propio partido (que ahora se llamaba Izquierda Republicana al fusionarse Acción Republicana el año anterior con el Partido Radical-Socialista «independiente» de Marcelino Domingo y la ORGA de Santiago Casares Quiroga) y la Unión Republicana de Diego Martínez Barrio, que se había escindido en 1934 del Partido Republicano Radical de Lerroux, y el Partido Nacional Republicano de Felipe Sánchez Román. A mediados de noviembre de 1935 Azaña ofreció al PSOE la formación de una coalición electoral en base al acuerdo de conjunción de las fuerzas de la izquierda republicana.
Mientras que el sector socialista encabezado por Indalecio Prieto defendía el acuerdo, el sector encabezado por Francisco Largo Caballero era reticente al mismo y para reforzar la parte «obrera» de la coalición impuso la inclusión del Partido Comunista de España (PCE) en el mismo, lo que motivó la salida de la Conjunción Republicana del partido de Sánchez Román. El PCE, por su parte, había variado su posición respecto de los socialistas (a los que hasta entonces había considerado como «enemigos» de la revolución) tras el VII Congreso de la III Internacional celebrado en Moscú en el verano de 1935, donde Stalin había lanzado la nueva consigna de formar «frentes antifascistas». La firma del pacto de la coalición electoral entre los republicanos de izquierda y los socialistas tuvo lugar el 15 de enero de 1936. El PSOE cuando estampó su firma lo hizo también en nombre del PCE y de otras organizaciones obreras (el Partido Sindicalista de Ángel Pestaña y el POUM).
El programa de la coalición, que comenzó a ser llamada «Frente Popular», a pesar de que ese término no aparecía en el documento firmado el 15 de enero y de que era un nombre que nunca aceptó Azaña,primer bienio y la reanudación de los procesos de autonomía de las «regiones», que llevaba aparejada la reforma del Tribunal de Garantías Constitucionales. El gobierno estaría formado exclusivamente por republicanos de izquierda y los socialistas le darían su apoyo desde el parlamento para cumplir el programa pactado. Así pues, la alianza de 1936 era circunstancial, limitada a las elecciones, y por tanto bien diferente a la de 1931.
era el de los republicanos de izquierda (y solo se mencionaban las aspiraciones de las fuerzas «obreras» con las que los republicanos de izquierda no estaban de acuerdo). El programa incluía, en primer lugar, la amnistía para los delitos «políticos y sociales» (el excarcelamiento de todos los detenidos por la «Revolución de Octubre»), la continuidad de la legislación reformista delFrente a la coalición electoral de las izquierdas, conocida con el nombre de «Frente Popular» (que en Cataluña incluyó también a la Esquerra Republicana de Cataluña y a otros partidos nacionalistas catalanes y adoptó el nombre de «Front d’Esquerres»; frente al que las derechas formaron un «Front Català d’Ordre» integrado por la CEDA, la Lliga, los radicales y los tradicionalistas), las derechas no pudieron oponer como en 1933 un frente homogéneo, porque la CEDA, en su intento de obtener el poder y evitar el triunfo de la izquierda, se alió en unas circunscripciones con las fuerzas antirrepublicanas (monárquicos alfonsinos, carlistas) y en otras con el centro-derecha republicano (radicales, demócrata-liberales, republicanos progresistas), por lo que fue imposible presentar un programa común. Lo que pretendía formar Gil Robles era un «Frente Nacional Antirrevolucionario» o un «Frente de la Contrarrevolución», basado más en consignas «anti» que en un programa concreto de gobierno, para sumar el mayor número de fuerzas políticas e impedir el triunfo de la izquierda («Contra la revolución y sus cómplices», fue uno de sus eslóganes; «¡Por Dios y por España!» fue otro; y planteó la campaña como una batalla entre la «España católica... y la revolución espantosa, bárbara, atroz»). No se reeditó, pues, la Unión de Derechas de 1933 como exigían los monárquicos, por lo que los alfonsinos de Renovación Española se presentaron en varias circunscripciones en solitario con el nombre de Bloque Nacional, cuyo líder era José Calvo Sotelo. A las elecciones también se presentó una tercera opción «centrista» encabezada por el presidente del gobierno Portela Valladares y auspiciada por quien le había nombrado, el presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora, que pretendía consolidar un centro republicano que superara la bipolarización surgida de la Revolución de Octubre.
Las elecciones registraron la participación más alta de las tres elecciones generales que tuvieron lugar durante la Segunda República (el 72,9 %), lo que se atribuyó al voto obrero que no siguió las habituales consignas abstencionistas de los anarquistas. Según el estudio realizado por el historiador Javier Tusell sobre las elecciones, que se sigue considerando todavía hoy como el mejor análisis de las mismas, el resultado fue un reparto muy equilibrado de votos con una leve ventaja de las izquierdas (47,1 %) sobre las derechas (45,6 %), mientras el centro se limitó al 5,3 %, pero como el sistema electoral primaba a los ganadores esto se tradujo en una holgada mayoría para la coalición del «Frente Popular». Además de la gran novedad de la desaparición electoral del Partido Radical (que pasó de 104 diputados en 1933 a solo 5 en 1936), los resultados mostraron la consolidación de tres grandes fuerzas políticas: los republicanos de izquierda (con 125 diputados: 87 de Izquierda Republicana y 38 de Unión Republicana), más la CEDA por su derecha (pasó de 115 diputados en 1933 a 88, mientras el Partido Agrario pasaba de 36 a 11); y el PSOE por su izquierda (de 58 diputados pasaba a 99). El PCE entraba en el parlamento con 17 diputados, también el Partido Sindicalista y el POUM, con un diputado cada uno. En total el «Frente Popular» contaba con 263 diputados, la derecha tenía 156 diputados y los partidos de centro-derecha sumaban 54 diputados.
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