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España en la Primera Guerra Mundial



España en la Primera Guerra Mundial se mantuvo neutral durante todo el conflicto, pero este tuvo importantes consecuencias económicas, sociales y políticas para el país, hasta tal punto que se suelen situar en los años de la guerra el inicio de la crisis del sistema de la Restauración, que en 1923 se intentaría resolver mediante un golpe de Estado que dio paso a la instauración de la dictadura de Primo de Rivera.

Cuando se inició el conflicto europeo el 28 de julio de 1914, España era un país económicamente atrasado, con solo el País Vasco y Cataluña con una industria importante; un país que tras el Desastre del 98 y el posterior tratado con Alemania en 1899 se había quedado sin territorios de ultramar en América, Asia y Oceanía, estaba moralmente destrozado, con el sistema de gobiernos del «turno» cuestionado, con un ejército que se encontraba anticuado, casi sin armada naval, y con el problema de Marruecos que desembocaron en crisis y huelgas como la Semana Trágica en 1909.

Además, España no pertenecía ni a la Entente Cordiale ni a la Triple Alianza. En 1906, tras la Conferencia de Algeciras, a España se le asignó un territorio del norte de Marruecos, que se convirtió en una fuente de problemas militares continuos y que tras el inicio de la ocupación española en 1909, no se consiguió pacificar hasta pasados quince años.

Marruecos y el reparto de África fueron escenario de dos graves crisis políticas y militares entre las principales potencias (Reino Unido, Alemania y Francia principalmente), que estuvieron a punto de desencadenar la Primera Guerra Mundial, con unos pocos años de antelación: la Primera Crisis Marroquí ocurrió en 1904 y se solucionó con la Conferencia de Algeciras de 1906 y la Segunda Crisis Marroquí, en 1911 resuelta tras un acuerdo franco-alemán en ese mismo año.

En 1912, tras la asignación del Protectorado español de Marruecos el ejército español empezó a ocupar el territorio y se vio envuelto en la guerra del Rif, que no finalizaría hasta 1927 con la pacificación total del territorio.

El 7 de agosto de 1914, la Gaceta de Madrid publicaba un real decreto por el que el gobierno del conservador Eduardo Dato se creía en el «deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del derecho público internacional».

     Liberalismo progresista      Liberalismo conservador

Durante los tres primeros años de la contienda (mediados 1914-mediados 1917) solo hubo dos gobiernos, algo normal teniendo en cuenta que en el sistema de alternancia bipartidista de la Restauración la duración media en el poder de cualquiera de esos dos partidos era entre uno y tres años. Pero a partir de 1917, debido a la grave crisis que atravesaba el país, se sucedieron en cascada gobiernos que apenas duraban meses debido a la gran inestabilidad institucional.

El gobierno conservador de Eduardo Dato decidió mantener a España neutral, porque en su opinión, compartida por la mayoría de la clase dirigente, [2]​ carecía de motivos y de recursos para entrar en el conflicto.[3]​ El rey Alfonso XIII también estuvo de acuerdo, aunque según confesó al embajador francés, le habría gustado que España entrara en la guerra del lado aliado a cambio de «alguna satisfacción tangible» —probablemente Gibraltar, Tánger y también manos libres en Portugal— pero que se encontraba rodeado de «cerebros de gallina» —es decir, acusaba a los políticos de pensar como cobardes— y que él «estaba en una posición muy difícil».[4]

Muy pocos se opusieron a la neutralidad. El caso más notorio fue el Diario Universal, órgano del liberal conde de Romanones, que publicó un artículo sin firma —aunque todo el mundo lo atribuyó a Romanones, a pesar de que este negó haberlo escrito— titulado «Neutralidades que matan» en el que defendía la participación de España en la guerra del lado de los aliados, en coherencia con la política exterior española alineada con Francia y Gran Bretaña desde 1900. «Es necesario que tengamos el valor de hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como el nuestro y su vencimiento como propio», se decía en el artículo. Pero «la más estricta neutralidad» se impuso, respaldada por el rey.[5]

España era un Estado de segundo rango, que carecía de la potencia económica y militar suficiente como para presentarse como un aliado deseable a cualquiera de las grandes potencias europeas en conflicto (Alemania y Austria-Hungría, por un lado; Gran Bretaña, Francia y Rusia, por otro).[6]​ Por eso ninguno de los países beligerantes protestó por la neutralidad española. "No dejaba de ser una declaración de impotencia… puesto que se basaba en lo que todo el mundo admitía con mayor o menor sonrojo: que España carecía de los medios militares necesarios para afrontar una guerra moderna", afirma Javier Moreno Luzón. Así lo reconoció el primer ministro Dato en una nota dirigida al rey, en la que añadió otra consideración (las tensiones sociales que provocaría): «Con solo intentarla [una actitud belicosa] arruinaríamos a la nación, encenderíamos la guerra civil y pondríamos en evidencia nuestra falta de recursos y de fuerzas para toda la campaña. Si la de Marruecos está representando un gran esfuerzo y no logra llegar al alma del pueblo, ¿cómo íbamos a emprender otra de mayores riesgos y de gastos iniciales para nosotros fabulosos?».[7]

El estado precario del ejército fue fundamental para decidir la neutralidad. Se acababa de meter en la aventura del protectorado del norte de Marruecos. Se trataba de un ejército de tierra anticuado, mal armado y que, debido al número excesivo de oficiales que tenía, gran parte del dinero destinado al ejército se redistribuía entre la nómina de los oficiales, con lo que el país se había visto incapacitado para librar una carrera armamentística a principios del siglo XX, como habían hecho gran cantidad de países e imperios europeos. Por otro lado, la armada había sido considerada una de las principales culpables de la derrota del 98 y había perdido dos escuadras enteras en esa guerra. Fue olvidada hasta 1908, cuando durante el gobierno largo de Antonio Maura se aprobó la construcción de los acorazados Clase España y otros buques menores en el denominado Plan Ferrándiz.

El estallido de conflictos sociales, debido a la cada vez mayor conciencia de clase de los obreros, y el desarrollo y crecimiento de sindicatos y partidos de izquierda, sobre todo republicanos, ajenos al «turno» característico de esta época política del país, cobraba mayor importancia debido a episodios como la Semana Trágica de Barcelona de 1909 o el asalto de miembros del ejército a periódicos catalanes en 1905. Si España intervenía en la guerra y el desarrollo de la guerra no era favorable, se podría producir un estallido como el de la Revolución rusa.

Después de que la Primera Crisis Marroquí fortaleciera los lazos de España con Gran Bretaña y Francia, el gobierno español llegó a un acuerdo con esos países para un plan de defensa mutua. A cambio del apoyo británico y francés para la defensa de España, la flota española apoyaría a la Armada francesa en caso de guerra con la Triple Alianza contra las flotas combinadas de Italia y Austria-Hungría en el mar Mediterráneo. Producto de esa colaboración fue la construcción de los acorazados de la clase España[8]​.

La declaración inicial de neutralidad del Reino de Italia fue un factor determinante para que España pudiera mantener su neutralidad en la Gran Guerra.[9]​ Italia no participó en el bando de la Triple Alianza porque era una alianza defensiva y fue Austria-Hungría la que inició la guerra. Durante un año negoció con ambos bandos para elegir en cual participar, y en mayo de 1915 acabó entrando en la guerra en el bando de la Entente para luchar contra sus antiguos aliados de la Alianza.

Desde el punto de vista político, la Gran Guerra acentuó el enfrentamiento entre las derechas («germanófilos» que veían en Alemania y en Austria-Hungría los representantes del orden y de la autoridad) y las izquierdas («aliadófilos», que veían en Gran Bretaña y en Francia, «el derecho, la libertad, la razón y el proceso contra la barbarie», en palabras del republicano Lerroux).[11]​ Como ha señalado Manuel Suárez Cortina, "las principales voces germanófilas del país eran las del clero, el ejército, la aristocracia, las élites terratenientes, la alta burguesía, la corte, los carlistas y los mauristas. Por el contrario, los partidarios de los aliados eran los regionalistas, los republicanos, los socialistas, los profesionales de clase media y los intelectuales, que vieron en la guerra un instrumento para forzar en España una transición hacia una verdadera democracia".[12]

En Cataluña se formó un contingente de voluntarios que combatió en las filas del Ejército francés.[13]​ Por otro lado, los dos bandos contendientes desplegaron durante toda la guerra una intensa campaña diplomática y propagandística, que incluyó la financiación de periódicos para garantizar el apoyo español a su causa.[12]​ Además los imperios centrales enviaron agentes al Protectorado español de Marruecos para alentar levantamientos antifranceses de las cabilas y boicotear el suministro de materias primas y manufacturas a los aliados.[14]​ La neutralidad solo estuvo en peligro cuando los submarinos alemanes comenzaron a hundir barcos mercantes españoles.

En el bando aliadófilo se destacaron intelectuales como Álvaro Alcalá-Galiano y Osma, Rafael Altamira, Vicente Blasco Ibáñez, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Ramón del Valle-Inclán, Dionisio Pérez Gutiérrez, Luis Araquistain, Ramiro de Maeztu, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Felipe Trigo, Hermógenes Cenamor o Miguel de Unamuno.[15]​ Una nueva generación de intelectuales afines al internacionalismo como Manuel Azaña, Corpus Barga, Salvador de Madariaga o Luis de Zulueta también se declaró aliadófila.[16]

Pío Baroja y Jacinto Benavente, germanófilos, fueron notables excepciones a la aliadofilia predominante en el ámbito intelectual.[17]

En el campo anarquista se tendió a mantener la posición ortodoxa de neutralidad, contraria a decantarse por Francia y Gran Bretaña, defendida por anarquistas europeos como Sébastien Faure o Errico Malatesta, si bien el conflicto de posturas no tuvo tanta incidencia como en otros ámbitos; hubo, sin embargo, algún caso de publicismo aliadófilo como Federico Urales o Ricardo Mella.[18]

Posteriormente, el interés por la guerra disminuyó, registrándose un mayor interés por él exclusivamente en los grandes acontecimientos. La disminución de interés también se debió a que la gente estaba ya más centrada en la crisis social que estaba teniendo lugar, y que desembocó en un periodo de movilizaciones de trabajadores conocido como Trienio Bolchevique.[1]

Hasta entonces era frecuente el modelo de prensa decimonónica de partido y, durante la guerra, se actualiza hacia un periodismo empresarial, que había sido ya adoptado por los Estados Unidos y Gran Bretaña. En el periodismo empresarial el periódico se entiende como un negocio, dando más cabida a la publicidad, lo que les permitía independencia de lo político a costa de ser atractivos a clientes. Los periódicos, sostenidos por empresas periodísticas, aumentaron la información frente a la opinión y mejoraron la tipografía de los titulares y añadieron más fotografías, lo que llevó a comprar nuevas rotativas para las imprentas.[1]

Se crearon nuevas empresas periodísticas y periódicos, sobresaliendo El Sol en Madrid. Se dio más importancia a la figura del corresponsal. Grandes figuras periodísticas, literarias y políticas trabajaron de corresponsales en la I Guerra Mundial, como Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu o Julio Camba.[1]​ Aunque el Gobierno impulsó la neutralidad, existía gran interés por saber lo que pasaba en Europa, sobre todo en la Primera Guerra Mundial.

El Gobierno aprobó la Real Orden del 4 de agosto de 1914 que imponía la obligación de no atacar en la prensa a ninguno de los contendientes y el Real Decreto del 29 de marzo de 1917, tras haberse producido la Revolución rusa, suspendió las garantías constitucionales y autorizó la censura previa. El 7 de agosto de 1918 se aprueba la Ley de Represión del Espionaje, que también hablaba de censura previa y que establecía duras penas para los periódicos que la incumplieran.[1]

La información de lo que ocurría en la guerra, además de los corresponsales, provenía de información pasada a la agencia Fabra, que a su vez la obtenía de la agencia francesa Havas. También se obtenía información de los partes de guerra de las embajadas, los despachos telegráficos y las conferencias telefónicas.

Para contener el precio de la subida del papel se promulgó un decreto el 19 de octubre de 1916, por el que la Hacienda Pública adelantaba a la Central Papelera el dinero suficiente para cubrir la diferencia entre el precio que tenía el papel en 1914 y el precio que se fuera fijando. Este anticipo se fijó para los periódicos que tuvieran más de cinco años de antigüedad y más de 2000 ejemplares de tirada y luego se extendió a algunas revistas. El anticipo se mantuvo hasta 1921. Tardó muchos años en pagarse. De hecho, Prensa Española (editora de ABC) todavía debía más de 9 millones de pesetas en 1975.[1]

A pesar de la neutralidad procurada por el Estado, los periódicos fueron tomando su propia postura. Como ejemplo, en la ciudad de Sevilla El Correo de Andalucía era activamente germanófilo, El Liberal era aliadófilo y El Noticiero Sevillano neutral.[1]

La armada apenas era una sombra de lo que había llegado a ser. Sus mejores unidades era los acorazados dreadnought España, Alfonso XIII y el pre-dreadnought Pelayo y, en construcción, el Jaime I. La armada contaba asimismo con los cruceros acorazados Carlos V, Princesa de Asturias, Cataluña, y los cruceros protegidos Río de la Plata, Extremadura, Reina Regente y, en construcción, el Victoria Eugenia, además de siete destructores: cuatro de clase Furor y tres de nueva factura de clase Bustamante, a los que se unían los cuatro cañoneros de Recalde y de la clase Álvaro de Bazán, además de otros más antiguos como el Mac-Mahón, el Infanta Isabel o el Temerario.

Por último, se inició la construcción masiva de torpederos de la clase T-1, de los que ya se habían alistado seis, junto con los más viejos torpederos Orión, Habana y Halcón, y finalmente el típico conglomerado de remolcadores, escampavías y pequeñas lanchas cañoneras. En definitiva, la armada estaba formada por los buques que no fueron hundidos en Cuba y Filipinas, bien porque sobrevivieron a los combates navales o bien debido a que formaban parte de la flota del almirante Cámara, que finalmente no intervino en el conflicto y por eso se libraron de su posible pérdida. Otros buques eran de reciente construcción gracias al Plan Ferrándiz.

Por su parte el ejército terrestre era anticuado respecto a los modernos ejércitos europeos. Su composición era la siguiente:

El fusil principal del ejército español en esta época es una versión del Mauser fabricado en Oviedo en calibre 7 mm conocido, como fusil Mauser Modelo 1893. A eso se añadía una pequeña cantidad de ametralladoras como las Maxim-Nordenfelt, Hotchkiss e incluso la Colt. Pero el número de ametralladoras por compañía o división era muy inferior al del resto de los países europeos. La mayoría se estaban utilizando en el conflicto de Melilla. La artillería la componían cañones fabricados por Krupp o varias versiones del cañón Schneider fabricadas en Trubia y Sevilla.

La Aeronáutica Militar acaba de ser creada en 1913, por lo que contaba con pocas unidades. Todos los aviones eran bombarderos, ya que los cazas no aparecieron hasta bien entrada la guerra. De biplanos contaba con Farman MF.7, Farman MF.11, Lohner B-1 Pfeil; y de monoplanos con varios Morane-Saulnier G y Nieuport II, que en su conjunto formaban la Aeronáutica Militar, a la que posteriormente se añadirían unos pocos más biplanos y los primeros hidroaviones de la Aeronáutica Naval.

La neutralidad española dejó al país al margen de los avances tecnológicos derivados de las necesidades bélicas, por lo que, al terminar la contienda a finales de 1918, la Aviación Militar española se encontraba en una situación de clara inferioridad de medios respecto a las de los demás países de su entorno.

En comparación con las colonias de otras potencias europeas, España poseía pequeños territorios en África, tanto en el continente o en islas cercanas, debido al reparto de África y al deseo de querer colonias para compensar las pérdidas ultramarinas tras el desastre del 98.

Tras la Conferencia de Algeciras, Francia cedió el norte del actual Marruecos, un territorio montañoso de unos 20 000 km² que fue escenario de una guerra en 1909 (guerra de Melilla). En 1912 se convirtió en el Protectorado español de Marruecos, que consistía en dos territorios, los cuales ocupaban la zona norte, conocida como el Rif, y la zona sur conocida como Cabo Juby, que tenía frontera con el Sáhara español. El conflicto no se solucionó del todo y se convirtió en una guerra de desgaste (guerra del Rif). No se pacificaría totalmente hasta mediados de la década de los años 1920.

En el centro del Protectorado francés de Marruecos se le había asignado a España la pequeña colonia de Ifni, emplazada alrededor de la ciudad de Santa Cruz de la Mar Pequeña (Sidi Ifni), si bien este territorio no sería ocupado hasta 1934.

Tras delimitarse las fronteras con Francia en el 1900, el territorio fue colonizado y dividido en dos provincias, Río de Oro y Saguia el Hamra. En total los territorios ocupaban un área de unos 466 000 km², 282 000 km² y 184 000 km² respectivamente. Estaba habitado por tribus bereberes. Su único asentamiento era Villa Cisneros, hasta que en 1916 el gobernador Francisco Bens ocupa Cabo Juby, poniéndole el nombre de Villa Bens (llamada Tarfaya por los nativos) a la capital de la zona. El interior de la región apenas se había explorado, comenzando en esa época a lanzarse expediciones hacia el interior para reforzar la presencia española, y hacerla formal y no solo nominal (en 1920 se funda La Güera en Cabo Blanco).

En 1900, en el contexto mundial del reparto de África, el Gobierno español negoció con las potencias y obtuvo en 1900 un territorio de 26 000 km² en el continente africano, Río Muni, que se llamó «Guinea Continental Española» y que, junto con las islas de Fernando Poo (hoy llamado Bioko) y Elobey, Annobón y Corisco, se unificó posteriormente en el territorio de Guinea Española (hoy Guinea Ecuatorial). La presencia española fue al principio casi puramente testimonial. El territorio continental estaba habitado por la tribu de los fang. Al estallar la guerra en 1914, Río Muni estaba totalmente rodeada por la colonia alemana de Camerún y no muy lejos del África ecuatorial francesa, de manera que cuando empezaron los combates entre las tropas coloniales, hubo miedo por parte de las autoridades españolas de que esos combates se trasladaran a Río Muni. Para solucionar el problema, el gobernador Ángel Barrera hizo instalar cuatro puestos militares (Mibonde, Mikomeseng, Mongomo y Ebibeyín) muy simples (sin emisoras de radio o ametralladoras y con muy pocos soldados), pero que fueron suficiente para mostrar los límites simbólicos de la soberanía española y cumplieron su función, evitando la extensión de la guerra hacia la Guinea Continental. Posteriormente esas bases se convirtieron en focos de crecimiento comercial y desde allí se lanzaron ataques contra los fang que se resistían a la colonización. En 1918, y con el conflicto mundial a punto de finalizar, ocurrió una rebelión indígena en el interior de Río Muni, que fue reprimida por las tropas coloniales españolas. No obstante, los conflictos armados que a menudo rebasaban las fronteras de la colonia convencieron a las autoridades para empezar una verdadera colonización del territorio. Al término de la Gran Guerra comenzarían a establecerse misiones, plantaciones y puestos militares en a lo largo del interior del territorio guineano, mientras se lanzaban expediciones para someter a las tribus.

No hubo importantes consecuencias negativas iniciales, debido a la ausencia de grandes presiones políticas, que sí sufrieron otros países que proclamaron la neutralidad al principio de la guerra, como Grecia o Italia. El mayor problema consistió en el hundimiento de mercantes españoles por parte de los submarinos alemanes. Se calcula que estos submarinos hundieron en toda la guerra entre 139 000 y 250 000 toneladas, el 25 % de la flota mercante española. El español más ilustre que moriría debido a estos ataques fue el compositor Enrique Granados.

La neutralidad tuvo importantes consecuencias económicas y sociales ya que se produjo un enorme impulso del proceso de "modernización" que se había iniciado tímidamente en 1900, debido al aumento considerable de la producción industrial española a la que de repente se le abrían nuevos mercados (los de los países beligerantes). Sin embargo, la inflación se disparó mientras que los salarios crecían a un ritmo menor y se produjeron carestías de los productos de primera necesidad, como el pan, lo que provocó motines de subsistencias en las ciudades y crecientes conflictos laborales protagonizados por los dos grandes sindicatos, CNT y UGT, que reclamaban aumentos salariales que frenaran la disminución de los salarios reales debido a la inflación.[22]​ Según los datos del Instituto de Reformas Sociales en 1916 los precios de los productos básicos se habían incrementado entre un 13,8 % la leche, hasta un 57,8 % el bacalao, pasando por un 24,3 % el pan, un 30,9 % los huevos o un 33,5 % la carne de vacuno.[23]

Así pues, superado el impacto negativo inicial, la Primera Guerra Mundial produjo un auténtico despegue económico en España, gracias a la declaración de neutralidad. Los países beligerantes necesitaban alimentos, armas, uniformes, metal y carbón. Además, desapareció la competencia extranjera. El crecimiento fue notable, sobre todo en la industria textil catalana, la minería del carbón asturiana, la siderurgia vasca y la agricultura de cereales. Crecieron también la industria química y la construcción naval. La industria de armas ligeras también experimentó un gran crecimiento, aunque no la de armas pesadas. Se fabricaron enormes cantidades de pistolas y fusiles que principalmente fueron producidos para los aliados, hasta el punto de que el modelo de pistola español Pistola Campo Giro llegó a ser reglamentaria en el Ejército francés; también se vendieron grandes cantidades de fusiles Mauser a los aliados.

El espionaje (y contraespionaje) por parte de los bandos beligerantes se convirtió en una actividad importante en todo el país. Barcelona se llegó a convertir en un verdadero nido de espías, y la propia Mata Hari llegó a estar espiando al embajador alemán. Las principales actividades realizadas tenían que ver con las embajadas de los países rivales y las operaciones de los submarinos alemanes. Los británicos llegaron a descubrir los códigos de los mensajes que las embajadas españolas enviaban a la capital y así averiguar los propósitos del Gobierno español.[24]

Como consecuencia de todo esto, se produjo un claro superávit de la balanza comercial y un notable incremento de los beneficios empresariales. Gracias a ello, se canceló la deuda externa española y se acumuló oro en el Banco de España, en Madrid. Por primera vez en su historia moderna, España no estaba en déficit comercial respecto al comercio con el exterior.

Sin embargo, a partir de 1917, se entra en un cierto periodo de crisis, debido al agotamiento de la guerra: las exportaciones generaron escasez de alimentos en el interior del país y se dispararon los precios muy por encima de los salarios. Fue precisamente la falta de alimentos y el escándalo que se produjo con la especulación uno de los causantes de la crisis española de 1917 y de la huelga general que se produjo. Además, la población se tuvo que enfrentar a la epidemia de gripe de 1918, más conocida como gripe española. Adoptó este nombre debido a que la pandemia recibió una mayor atención de la prensa en España que en el resto del mundo, ya que España no se vio involucrada en la guerra y por tanto no censuró la información sobre la enfermedad. En España hubo cerca de 8 millones de personas infectadas en mayo de 1918 y alrededor de 300 000 fallecimientos (aunque las cifras oficiales redujeron las víctimas a «solo» 147 114).

A pesar de la crisis, en general el impacto fue positivo, debido al desarrollo del sector textil catalán, la siderurgia y la industria química, que se modernizaron. Otras industrias y empresas pasaron a ser de capital nacional.

Una de las consecuencias menos conocidas fue que, tras el final de la contienda, la República de Weimar alemana entregó a España una serie de mercantes en compensación por los buques hundidos por sus submarinos. Uno de esos mercantes, el inicialmente bautizado como España nº 6, sería el futuro Dédalo, el primer portaaeronaves de la Armada española, que intervendría en el desembarco de Alhucemas.

Según el historiador Manuel Suárez Cortina, "los efectos sociales y políticos de la guerra representaron un factor decisivo en la crisis definitiva del sistema parlamentario tal como venía funcionando desde 1875. La escasez de alimentos, el dislocamiento económico, la miseria social, la precariedad y la inflación estimularon el despertar político y la militancia ideológica de las masas. Bajo estas condiciones, la modalidad clientelar y caciquil de la política española se descompuso. Tras la guerra ya no fue posible restaurar el viejo orden".[2]​ La historiadora Ángeles Barrio, por su parte, afirma que la guerra "no fue sin embargo la causa inmediata del hundimiento del bipartidismo. El sistema de partidos estaba ya en descomposición cuando estalló la contienda, y la coyuntura especial de la neutralidad solo aceleró su declive en medio de un ambiente progresivamente crítico contra el régimen. Era la sociedad la que, en pleno proceso de cambio, comenzaba a reclamar el derecho efectivo a la representación, el final definitivo de la «vieja política», con lo que ello suponía de amenaza de impugnación para el sistema".[25]



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