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Juliano el Apóstata



Flavio Claudio Juliano (en latín: Flavius Claudius Iulianus;[n. 2]Constantinopla, 331[1]​ o 332[2]​ – Maranga, 26 de junio de 363), conocido como Juliano II o, como fue apodado por los cristianos, «el Apóstata». Fue emperador de los romanos desde el 3 de noviembre de 361 hasta su muerte.

Hijo de un hermanastro de Constantino el Grande fue, junto a su hermano Galo, el único superviviente de la purga que acabó con los familiares de su dinastía en 337.[3]​ Tras pasar su infancia y juventud apartado del poder, su primo Constancio II lo nombró César de la pars occidentalis en 355, menos de un año después de la ejecución de su hermano, que también ostentaba la dignidad de César. Constancio le encargó rechazar la invasión germánica de la Galia, tarea que realizó con gran efectividad.

En 361 aprovechó sus éxitos para usurpar la dignidad de Augusto, preparándose para la guerra civil. Sin embargo, la repentina muerte de su primo le convirtió en el legítimo heredero antes de que rompieran las hostilidades. Renegó entonces públicamente del cristianismo, declarándose pagano y neoplatónico, motivo por el cual fue tratado de apóstata. Juliano depuró a los miembros del gobierno de su primo y llevó a cabo una activa política religiosa, tratando de reavivar la declinante religión pagana según sus propias ideas, y de impedir la expansión del cristianismo, pero fracasó.[4]​ Así mismo, intentó revivir las costumbres republicanas del principado, se negó a asumir el título de "dominus" como había sido corriente en la dinastía flaviana adoptando el título de cónsul y emprendió un proyecto para la construcción del Tercer templo de Jerusalén, lo cual le valió el apoyo de los judíos dispersos por el imperio a quienes se les permitió congregarse en el monte sacro tras el exilio impuesto por sus antecesores, lo cual generó una mayor animosidad por parte de los cristianos[5]​. En palabras de Theodor Mommsen (s.f.), muy crítico con este emperador, intentó:

En su último año de reinado emprendió una infructuosa campaña contra el Imperio sasánida. Descartada la toma de su capital, Ctesifonte, para evitar verse atrapado entre las murallas de la ciudad y el ejército móvil de Sapor emprendió una marcha por tierra quemada,[6][7]​ mientras trataba de unirse al resto de las fuerzas romanas comandadas por Procopio, que culminó con su muerte en una escaramuza.[8]​ Su fin fue asimismo el de la dinastía constantiniana.

Aunque su reinado fue breve y acabó en desastre, la figura de Juliano ha despertado un gran interés entre historiadores y literatos debido a su peculiar personalidad y a su intento de restaurar el paganismo en el Imperio Romano.

La fecha real de nacimiento se desconoce y se estima durante 331,[1]​ o de mayo a junio de 332,[2]​ aunque actualmente se acepta más la primera.[9]​ Juliano fue hijo de Julio Constancio, hermanastro del emperador Constantino I, y su segunda esposa Basilina. Sus abuelos paternos fueron el emperador Constancio Cloro (que gobernó durante la tetrarquía) y su segunda esposa, Flavia Maximiana Teodora a su vez hijastra del emperador Maximiano. Su abuelo materno fue Cayonio Juliano Camenio, o quizá Julio Juliano.

Siendo niño, Juliano fue testigo del asesinato de su familia en un motín militar promovido por su primo y emperador Constancio II en 337. Esto, como él mismo afirmó, dio inicio a su desconfianza hacia el cristianismo. Su hermanastro, Galo y él fueron llevados a la espléndida residencia imperial de Macelo, en un solitario paraje de Capadocia, donde ambos vivieron durante seis años, en una especie de exilio dorado, dedicados al estudio y la caza. Los dos recibieron una educación cristiana, llegando incluso a ser ordenados de menores.

Posteriormente se le permitió completar su educación intelectual en Constantinopla y Nicomedia, donde asistió a las prestigiosas escuelas de retórica de Nicocles y Hecebolio. Tras el nombramiento como césar de su hermano Galo, Juliano dispuso de mayor libertad de movimientos, frecuentando las escuelas filosóficas de Atenas y Asia Menor. La enseñanzas de Edesio, famoso seguidor de Jámblico, y sus discípulos (Eusebio de Mindo, Crisantio y, sobre todo, Prisco y Máximo de Éfeso) introdujeron a Juliano en la corriente neoplatónica más afín a las prácticas teúrgicas y místicas, por entonces en pleno auge, que se había convertido en el gran bastión del paganismo de las élites cultas. De entonces data su apostasía del cristianismo. Sin embargo, Juliano ocultó su conversión pagana hasta bastantes años después, tras su abierta rebelión contra Constancio.

Después de que su hermano Constancio Galo fuera hecho César en Oriente (351), y ejecutado en el año (354) por Constancio II, Juliano fue llamado a presencia del emperador en Mediolanum (Milán). En noviembre de 355, a los veinticuatro años de edad, fue nombrado César de la parte occidental del Imperio y casado con la hermana de Constancio, Helena. Sin duda, el aprecio que hacia él sentía la emperatriz Eusebia debió ser decisivo para vencer las reticencias de Constancio y sus consejeros para nombrar César al hermano de Galo. Sin embargo, el Emperador seguía temiendo la inexperiencia de gobierno del nuevo César, cargo que veía como el grado más alto del funcionariado. Por ello, rodeó a Juliano de un conjunto de oficiales y funcionarios directamente nombrados por él. Sin embargo, no hay motivos razonables para creer en una sistemática desconfianza de Constancio hacia su primo, como la propaganda de Juliano afirmaría posteriormente.

Juliano en un principio contaba con una fuerza de poco más de 300 guardias, lo que resultaba demasiado pequeña para la tarea encomendada, pero Constancio no contaba con la pericia militar de Juliano, entrenado por Salustio. Sorprendentemente, aquel hombre amante de las letras y la filosofía demostró ser un buen militar. En los siguientes años luchó contra las tribus germánicas que trataban de introducirse en el imperio. Juliano llegó a Vienne y desde allí se dirigió a la amenazada Autun, donde llegó a fines de junio de 356, y después hacia Troyes, librando escaramuzas. Ese mismo año logró una paz, siquiera precaria, con los francos. Después reagrupó sus fuerzas en Reims y marchó hacia el Rin librando varios combates hasta alcanzar Colonia Agripina (la actual ciudad de Colonia), que fue reconquistada ese mismo año.

Invernó en Senona (la actual ciudad de Sens), siendo cercado por una fuerza superior de alamanes. A pesar de que le había abandonado el maestre de la caballería Marcelo, indócil a su autoridad, Juliano resistió a los sitiadores y los derrotó. Constancio envió por fin refuerzos en la primavera del 357 comandados por el magister peditum Barbacio (25 000 hombres). Los romanos planearon atrapar a los bárbaros en un movimiento de tenaza, pero debido a los problemas de coordinación, los germanos rechazaron a Barbarcio, que se retiró. A pesar de esta derrota parcial, Juliano con su ejército de 13 000 hombres, atacó con decisión a los invasores, 35 000 de los cuales campaban por Alsacia con su rey Chonodomario, obteniendo sobre ellos una completa victoria al noroeste de Argentorato (actual Estrasburgo). La llamada batalla de Estrasburgo fue, sin duda, el mayor triunfo militar de Juliano en la Galia, aunque los dos años siguientes aún hubo de realizar campañas menores de castigo en territorio alamánico. La expedición de 358 se dirigió contra los francos del bajo Rin. Tras penetrar en la actual Bélgica, derrotó a los chamavos, que se disponían a invadir la Galia, restableció las defensas romanas, sobre todo con nuevos fortines levantados en el curso inferior del Mosa y el reforzamiento de la flota de avituallamiento procedente de Britania. En el verano siguiente Juliano penetró en territorio germánico desde Mogontiacum (Maguncia), sin encontrar excesiva resistencia. Así, hacia el 360, la frontera del Rin parecía asegurada.

Ganado el aprecio de sus soldados, se aplicó en reducir a límites tolerables la capitación, el aplastante sistema fiscal bajoimperial. Demostró así ser un buen gestor y contar con dotes de organización y economía, aplicando lo aprendido de Mardonio.

El historiador Amiano Marcelino, que acompañó a Juliano durante estas campañas, ha resaltado el carácter moderado de este. El joven César prohibió que se sirvieran platos suntuarios en los banquetes, alimentándose él mismo del rancho de los soldados. Dormía poco y, cuando terminaba de atender los asuntos del estado, se dedicaba al cultivo de la filosofía, la poética y la retórica.[10]

A medida que pasaba el tiempo y aumentaban sus éxitos, el césar Juliano iba sintiéndose más molesto con una situación que consideraba de injusta subordinación, falta de autonomía y asfixiante vigilancia por parte de los altos funcionarios civiles —principalmente el prefecto del pretorio Florencio y el maestre de los oficios Pentadio—, fieles a los dictados de Constancio. A ello contribuyó el carácter de Juliano, al que tantos años de ocultar sus verdaderas creencias habían convertido en intolerante, violento y susceptible; por otro lado, sus recientes éxitos le habían hecho pensar que le aguardaba un brillante destino bajo la protección de sus dioses.

Este ambiente de tensión y de creciente recelo y sospecha mutua entre Juliano y Constancio fue patente en el panegírico pronunciado por el primero en honor de su primo en el verano de 358. Finalmente la chispa que encendió el conflicto fue la reclamación de Constancio, a principios del 360, de un tercio de las tropas galas de Juliano, con destino a la guerra contra Persia. Los amigos de Juliano prepararon entonces un motín de las tropas centradas en París, en el que el César fue proclamado Augusto por sus soldados. Con prudencia, el usurpador Juliano trató de llegar a un acuerdo con su primo enviándole explicaciones por escrito de lo sucedido, aunque sin dejar duda de lo irrevocable de su promoción a Augusto.

En ese año de 360 Juliano reforzó su prestigio en la Galia realizando una nueva campaña al otro lado del Rin contra los francos y alamanes, tal vez incitados a la guerra por Constancio. Al tiempo, fortificó y restauró el antiguo limes renano.

Mientras tanto, Juliano había conseguido la adhesión de numerosos medios occidentales, entre ellos la aristocracia senatorial romana y de las provincias balcánicas. En todo caso la negativa de Constancio a admitir la promoción de Juliano como colega suyo decidió a este a marchar a Oriente para zanjar por las armas el contencioso. Pero cuando Juliano se encontraba en Naiso (la actual ciudad de Nîs en Serbia), se enteró de la repentina muerte de su primo en Tarso y difundió de inmediato la noticia, cierta o no, de que Constancio le había designado sucesor en el lecho de muerte, adoptando el título de Victor ac triumphator perpetuus semper augustus. De esta manera legitimó su poder y, honrando la memoria del difunto, ganó la pronta aceptación por el ejército y las provincias orientales.

El primer acto del nuevo emperador fue verdaderamente simbólico. Llegado a Constantinopla a finales del año 361, procedió al nombramiento de una comisión depuradora de los consejeros de Constancio, compuesta principalmente por militares. En los llamados juicios de Calcedonia, por el lugar de su celebración, dieron buena cuenta de la administración civil de Constancio. Con esta purga, Juliano se libraba de la tutela burocrática para caer en manos de la aristocracia militar, que se tomaba así la revancha tras ser postergada en el reinado de Constancio.

Instalado en Antioquía, Juliano generó la hostilidad del ejército sirio y la población antioqueña, en su mayor parte cristianos. Tanto las clases acomodadas, de amplia cultura helénica, como el pueblo bajo se sintieron vejados por las acciones anticristianas del emperador, a pesar de que Juliano quiso favorecer enormemente a Antioquía en perjuicio de la cristianísima Constantinopla, vendiendo trigo a bajo precio e imponiendo precios máximos en los tiempos de escasez.

Tras su llegada a la capital siria, y dado que el templo de Apolo había sufrido un incendio, Juliano creyó a los cristianos responsables, por lo que les cerró su iglesia principal. El santoral católico narra también una historia sobre sus guardaespaldas cristianos: cuando Juliano llegó a la capital siria, dio órdenes de esparcir sangre procedente de la adoración de los ídolos por todos los comestibles del mercado, así como en los depósitos de agua. Esto habría hecho que los cristianos de la ciudad no pudieran comer ni beber sin violar sus creencias. Ambos guardaespaldas se opusieron a esta orden, por lo que fueron ejecutados por orden de Juliano. La Iglesia ortodoxa los incorporó a su santoral como Juventino de Antioquía y Máximo.

Al fin, Antioquía vivió un ambiente de exaltación de la memoria de su predecesor Constancio II, a pesar de haber sido unánimemente odiado en todo Oriente, como el propio Juliano reconocería en su amargo panfleto titulado Misopogon (en griego: El que odia al hombre de la barba), poco antes de partir en su campaña contra los persas.

En este clima de crecientes dificultades, Juliano fue pasando de una actitud liberal a medidas cada vez más represivas contra el cristianismo. La constitución del 17 de junio de 362 prohibía a los cristianos la enseñanza de la gramática y la retórica, pretextando el contenido pagano de los libros de texto. El edicto afirmaba que si quieren enseñar literatura, tienen a Lucas y a Marcos: que vuelvan a sus iglesias y los comenten.[11]​ Era un durísimo golpe para la Iglesia, pues implicaba la marginación de los cristianos de toda la tradición cultural grecorromana; la destrucción, en una palabra, de la gran obra de los apologetas de los siglos anteriores. Juliano podría haber visto un acto de hipocresía en el hecho de que las escuelas cristianas enseñaran la Biblia como única fuente de conocimiento mientras que de forma simultánea enseñaban también los textos clásicos.

Las medidas posteriores fueron más puntuales y violentas: el exilio de obispos recalcitrantes, como Atanasio; la incitación a motines anticristianos; la creación de impuestos especiales y la confiscación de bienes eclesiásticos, haciendo temer la vuelta de las persecuciones.

En 363, Juliano se dirigió a Persia, deteniéndose en las ruinas del templo de Salomón en Jerusalén. Manteniendo su política de fortalecimiento de otras religiones no cristianas, Juliano ordenó la reconstrucción del templo. Uno de sus amigos personales, Amiano Marcelino, escribió sobre este particular:

El fracaso en reconstruir el templo fue atribuido a un terremoto, muy comunes en la región, y a la ambivalencia de los judíos sobre el proyecto. Se especula también con la posibilidad de un sabotaje, así como de un fuego accidental. Para los historiadores de la iglesia de la época, el fracaso se debió a la intervención divina.

Para evitar una larga guerra de posiciones y desgaste —que se suponía beneficiaba a los persas—, Juliano contaba con la alianza del rey armenio Arsaces II. La intención de esta gran expedición de 65 000 hombres parecía ser la instalación en el trono persa del príncipe Hormizd, hermano del rey persa Sapor II, que había huido al Imperio romano en 324.

Los testimonios de Zósimo y Amiano Marcelino permiten una reconstrucción bastante precisa de la marcha del ejército romano, iniciada en marzo de 363. Una gran victoria lograda cerca de Seleucia del Tigris permitió a Juliano alcanzar la capital sasánida, Ctesifonte, sin mayores contratiempos. Pero ante la imposibilidad de tomarla por asalto, decidió marchar hacia el norte y unirse con la columna conducida por su lugarteniente Procopio. Para conseguir una mayor rapidez de movimientos, ordenó inopinadamente la quema de la flota, que hasta entonces había acompañado al ejército a lo largo del Tigris, lo que sin duda desmoralizó a la tropa. En el curso de una marcha agotadora, continuamente hostigado por un enemigo que se negaba a presentar batalla, Juliano sucumbió en una escaramuza el 26 de junio de 363, alcanzado en la espalda por la jabalina de un soldado al servicio de los persas.[n. 4]

Se ha planteado la posibilidad de que la jabalina fuera en realidad proveniente de sus propias filas. En esta línea se ha especulado con un posible complot del sector asiático del ejército, encabezado quizás por el Conde Víctor, general de Juliano, y otros oficiales cristianos, entre los cuales se ha sugerido la hipotética implicación de Valentiniano, con posterioridad Emperador de Occidente. La tradición histórica posterior no tuvo inconveniente en aceptar la versión de que el soldado que dio muerte al Emperador era cristiano.[12]

El Emperador fue llevado a su tienda donde fue atendido por su médico personal Oribasio de Pérgamo, que no pudo hacer nada por salvarlo, ya que tenía perforados el hígado y los intestinos. Después de conferenciar con algunos de sus oficiales, el Emperador falleció. El corto reinado de Juliano terminaba así en un completo fracaso. El ejército eligió como su sucesor a Joviano, un oficial cristiano de origen panonio, que se encontró en una situación desesperada, en territorio hostil y rodeado por un enemigo superior. Ansioso por llegar a territorio romano y confirmar su nombramiento, firmó una paz muy desfavorable con los persas, a quienes cedió Nísibis y gran parte de la Armenia conquistada por Diocleciano en 298 a cambio del paso franco hasta el territorio romano.

Los restos de Juliano fueron sepultados en Tarso, y posteriormente trasladados a la Iglesia de los Santos Apóstoles, en Constantinopla, siendo depositados en un gran sarcófago de pórfido. Aunque la iglesia fue destruida por los turcos y sus restos vejados y expoliados, el sarcófago aún se conserva en el Museo Arqueológico de Estambul.

Con el paso del tiempo, la Iglesia cristiana atribuyó la muerte de Juliano a un hecho milagroso, a un castigo divino. Este castigo habría sido ejecutado por la mano de un santo militar, Marcur o Mercurio, al que se venera por tal hecho y por diversos milagros tanto en la Iglesia católica como en la ortodoxa. En el ámbito copto, Mercurio (Marcur o Biet Mercoreos para los etíopes) es el santo ejecutor, un santo militar al estilo de san Jorge, y se le representa montado en un caballo alanceando a Juliano, quien yace en el suelo herido. En torno a esta atribución milagrosa, durante los siglos V y VI, la Iglesia oriental, en especial en el área sirio-anatolia, construyó una leyenda muy compleja que terminó por configurar un mito sobre la muerte de Juliano por la justicia divina.

El mito, en su forma más difundida, cuenta que san Basilio el Grande, estando en oración junto a unos compañeros religiosos, habría tenido un sueño en el que habría visto a Mercurio coger sus armas y dirigirse a matar a Juliano siguiendo las órdenes de Dios. A la mañana siguiente, Basilio fue hasta una iglesia cercana en la que se veneraba a Mercurio y vio que faltaban las armas del santo. Tres días después, la noticia de la muerte del emperador llegó a Antioquía. Ni Basilio ni ninguno de los escritores de la Iglesia contemporáneos suyos refiere este episodio. Sí aparece en la obra de Juan Malalas (siglo VI) y en dos manuscritos coptos de atribución apócrifa que parecen haber sido elaborados en los siglos V y VI,[13]​ así como en otros autores posteriores.[14]​ A partir de ahí, el mito fue haciéndose cada vez más complejo, enalteciendo la figura de Mercurio y la intervención divina y denigrando la de Juliano.

Por unas causas o por otras, el mito del sueño de Basilio creó dos figuras contrapuestas que le fueron de mucha utilidad a la Iglesia oficial: Mercurio como salvador de la humanidad y Juliano como villano y personificación del mal. En la complejidad de la leyenda, ni siquiera está claro que Mercurio sea el santo a quien primero se atribuyese el magnicidio, pues en las versiones más antiguas de un sueño premonitorio de la muerte de Juliano, el texto anónimo Romance de Juliano, escrito en siríaco,[15]​ el protagonista de tal sueño es un santo llamado Curión (Mar Curio en siriaco), identificado con uno de los cuarenta mártires de Sebaste. La manipulación de los hechos que rodearon a la muerte de Juliano, bastante confusos, sirvió a las jerarquías de la Iglesia en Oriente para ejemplificar el fin del paganismo gracias la intervención divina. Juliano no solo había muerto, sino que sus ideas paganas habían sido derrotadas y todo ello por intervención divina. Y de pasó también tuvo unos efectos políticos, pues Juliano era el ejemplo perfecto para mostrar que cualquier emperador que se apartase de los designios de la Iglesia caería víctima de la justicia divina.[16]

La política religiosa de Juliano ha sido la parte de su reinado que ha despertado tradicionalmente más interés entre los historiadores, en particular su fallido intento de restaurar el paganismo grecorromano. Nada más conocer la muerte de Constancio, Juliano había hecho públicas sus creencias paganas: dio solemnemente las gracias a los dioses paganos y reunió en torno suyo a los intelectuales paganos más famosos del mundo helenístico.

Las creencias religiosas del nuevo emperador estuvieron determinadas en gran medida por la formación recibida en su juventud. El propio Juliano atestigua en su correspondencia con el rétor antioqueno Libanio que el cristianismo le había sido impuesto desde niño por su intolerante tío, el emperador Constancio, pero que en su fuero interno nunca había aceptado realmente ninguna religión hasta que leyó los poemas homéricos, que están entre los textos más importantes de la religión griega. De Porfirio (c. 234–301/305) y Jámblico (c. 250–330) tomó posiblemente la concepción de igualar helenismo con paganismo. Para Juliano, la antigua literatura helénica era la fuente principal de la cultura, siendo imposible separar su belleza formal de su contenido ideológico-religioso, todo lo contrario de lo que preconizaban los intelectuales cristianos coetáneos, como Gregorio de Nacianzo y Basilio el Grande, a los que conoció durante sus estudios en Atenas.

Las convicciones religiosas de Juliano son motivo de considerables disputas, ya que no llegó a practicar el paganismo propio de los primeros años del Imperio, sino una especie de aproximación esotérica a la filosofía clásica identificada por algunos como teúrgia o neoplatonismo. Reducía lo fundamental de la filosofía helénica a Pitágoras, Platón y, sobre todo, a Jámblico y sus discípulos. De tal forma que Juliano pretendía ser filósofo hasta en el atuendo físico, era un hombre propenso al misticismo, a la teúrgia y a las prácticas adivinatorias. Detestaba por igual a los paganos agnósticos, como los cínicos, y a los cristianos, a los que en cierta manera consideraba ateos. Juliano, que en su juventud había recibido una importante formación cristiana, basaba su crítica al cristianismo en acusaciones como la discordancia de los evangelios, la oposición entre el monoteísmo judío y el trinitarismo cristiano, el carácter tribal y no universal del Yahvé veterotestamentario, etc. Hijo de su tiempo, también concedía un lugar importante en su concepción religiosa a los populares misterios de Atis y Mitra y a los sortilegios del culto de Hécate.

Juliano tampoco olvidó la utilización política de su religión, que practicó intensamente, haciéndose descendiente del dios Sol, anunciando además que recibía visiones directas de este o del Genio del Estado. De acuerdo con el historiador cristiano Sócrates Escolástico, Juliano se creía a sí mismo Alejandro Magno, reencarnado en otro cuerpo por vía de la transmigración de almas, como proponían Platón y Pitágoras.[17]

En consecuencia con su ideología, uno de los primeros actos del nuevo emperador fue proclamar la libertad de cultos y religiones, suprimiendo toda la legislación represiva que de facto había hecho del cristianismo la religión del Estado. A pesar de que Constantino había legalizado el cristianismo, este no fue declarado religión oficial del Estado hasta que Teodosio I lo hizo en 380 en virtud del Edicto de Tesalónica. Constantino y su inmediato sucesor habían prohibido la conservación de los templos paganos, y algunos de estos templos fueron destruidos o convertidos en templos cristianos. Juliano terminó con la cristianización y con la destrucción de los templos, al tiempo que decretó la restauración de cultos paganos y la consiguiente devolución de los bienes confiscados por Constantino y sus sucesores, ordenando además la reconstrucción de los templos paganos arruinados. Estas reconstrucciones no fueron de hecho muchas, dadas las limitaciones económicas y temporales, aunque sí tuvieron una clara intencionalidad contra el cristianismo.

Además, Juliano se propuso la tarea urgente de organizar una especie de anti-Iglesia pagana, capaz de atraer nuevos prosélitos. Trató así de reorganizar el clero pagano de forma similar a la Iglesia católica. A tal efecto, instauró en cada provincia una especie de archisacerdotes paganos, reivindicando para sí, como cabeza de la nueva Iglesia pagana, el antiguo título de Pontifex Maximus. Al clero pagano le concedió también privilegios fiscales e intentó fomentar en él las dos virtudes que consideraba válidas en la moral cristiana: la pureza de costumbres y la caridad, que él denominaría filantropía, disponiendo algo semejante a la excomunión para aquellos sacerdotes paganos que no cumpliesen con sus deberes.

Con ello trataba de minimizar la capacidad de los cristianos para organizarse en una resistencia contra el restablecimiento de las creencias paganas en el Imperio. Lo cierto es que la proclamada libertad de culto y religión tenía un fin último muy claro: la erradicación del cristianismo. Por de pronto Juliano suprimió las rentas concedidas al clero cristiano por Constantino, así como la jurisdicción episcopal, al tiempo que volvía a unir a sus curias a los clérigos ligados de ellas en virtud de su ministerio. Pero además, reclamó de vuelta a los obispos cristianos considerados heréticos, que habían sido exiliados por los edictos de la Iglesia, reavivando así los disturbios y cismas internos en el seno de la Iglesia. Cuando se produjo el asesinato del obispo arriano de Alejandría, Jorge de Capadocia (su antiguo tutor en Macelo), Juliano no intervino, mostrando satisfacción por la eliminación de un «enemigo de los dioses».

A pesar de todo, la Iglesia cristiana resistió estos esfuerzos. Incluso en el turbulento Egipto, desgarrado por las luchas entre docenas de tendencias, Atanasio logró unirlas momentáneamente contra su enemigo común. Pese a las recompensas ofrecidas por el emperador, las apostasías fueron escasas.

Se considera que la famosa anécdota, según la cual Juliano se arrancó la lanza que le había herido y la arrojó hacia el cielo, pronunciando la famosa frase: «Vicisti Galilæ» («Has vencido, Galileo»), es de origen apócrifo. Según Gore Vidal, el invento pertenece al apologista cristiano Teodoreto, quien lo escribió un siglo después de la muerte de Juliano. La frase da comienzo al poema de 1866 «Himno a Proserpina», de Algernon Swinburne, donde el poeta inglés se lamenta del triunfo del cristianismo por cuya culpa «el mundo se volvió gris».

La vida de Juliano inspiró también las piezas de teatro Juliano Apóstata de Luis Vélez de Guevara, Emperador y Galileo, de Henrik Ibsen y Juliano en Eleusis: misterio dramático en un prólogo y dos retablos (1981) de Fernando Savater, así como las novelas históricas del simbolista ruso Dmitri Merezhkovski (1861-1945) La muerte de los dioses (1896), Juliano, de Gore Vidal (1964), Dioses y legiones, de Michael Curtis Ford (2002) y El último pagano de Adrian Murdoch (2004).




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