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Países occidentales



Occidente es una expresión surgida en el siglo xvi[4]​ para referirse a las culturas de base cristiana ubicadas en la zona occidental de Eurasia y por extensión utilizada para referirse también a aquellos países que, en el proceso de expansión europea, adoptaron su cultura (cultura occidental) y conformaron la llamada civilización o bloque occidental.[5][6]​ Su relación con la ubicación geográfica es incierta y relativa, variando según las épocas y la política internacional, pudiendo abarcar desde una región limitada de Europa, hasta una amplia área abarcativa la totalidad de los continentes europeo y americano, partes considerables de Oceanía y Asia y algunos países de África.[7]​ Durante la Guerra Fría, «Occidente» se identificó con el capitalismo enfrentado con el mundo comunista.[8]​ En la actualidad se entiende por «Occidente» a la Unión Europea, el Reino Unido y los Estados Unidos, y aquellos países que se encuentran bajo su esfera de influencia.[9][10]

No existe un alcance único del concepto de Occidente, variando considerablemente según la época y la persona o cultura que lo utilice. En su acepción más restrictiva, se limita a la región occidental de Europa, tal como se definió durante la Edad Media europea, agrupando las monarquías que se encontraban bajo el mando político y religioso de la Iglesia católica. En su acepción más amplia, incluye prácticamente todo el mundo actual, transformado por la cultura europea mediante el proceso de occidentalización.[11][12]

La historiografía occidental suele identificar las bases de la civilización occidental con el nacimiento de las sociedades históricas (con escritura) afroasiáticas, a partir de las ciudades sumerias del IV milenio a. C., y su extensión al Antiguo Oriente Próximo, especialmente al Antiguo Egipto; culminando en la cultura grecorromana o clásica de la Antigua Grecia y la Antigua Roma.[13]

La idea de Occidente se contrapone a la idea de "Oriente", utilizada para englobar un grupo muy diverso de civilizaciones o culturas del Asia; no obstante, la de Occidente tampoco incluye otras civilizaciones ubicadas en la región occidental del mundo, como las civilizaciones africanas o las culturas originarias americanas; incluso tampoco incluye propiamente muchas civilizaciones de la propia Europa antigua y altomedieval, como los "bárbaros del norte", los vikingos o los magiares hasta su incorporación a la cristiandad latina medieval.[14]​ La oposición Occidente-Oriente se expresa en el concepto de “orientalismo”, el estereotipo occidental de esas otras culturas.[15]​ El caso eslavo, sobre todo el de Rusia, es peculiar al constituirse como intermedio en tensión entre Occidente y Oriente.[16]

Es usual identificar Occidente en términos religiosos y de luchas religiosas, haciéndolo coincidir con la extensión del cristianismo o de la tradición judeocristiana, y es habitual oponer la noción de Occidente al islam;[17]​ pero también con solo una parte de la cristiandad: la cristiandad occidental o latina (católicos y protestantes), por oposición a la cristiandad oriental (ortodoxos).

Algunos autores utilizan la categoría "Extremo Occidente" para referirse a las Antillas y América Latina sin incluir en la misma a las culturas indígenas, cuyo origen es anterior a la conquista y colonización europea de América.[18]​ Para otros autores, América Latina se convirtió en un “Tercer Mundo de Occidente” debido a su posición sociopolítica a nivel regional e internacional, generalmente antioccidental.[3][19]​ Por esta razón, España y Portugal son clasificados como los únicos países hispano-lusófonos de Occidente.[3]​ Al contrario, se encuentra el caso de la angloesfera (por parte de Australia, Canadá, los Estados Unidos y Nueva Zelanda con el Reino Unido) y en la francofonía por parte de Quebec (Canadá) con Francia, ya que son países excoloniales que comparten sociedades de mayoría demográfica europea sin influencia indígena y, por lo tanto, son clasificados en la definición fija de Occidente.[20]

En la filosofía de la liberación se suele distinguir "lo occidental" de "lo occidentalizado", a la vez que se utiliza la categoría de la división Norte Sur (o "Norte global" y "Sur global") para precisar los componentes de dominación y dependencia poco visibles en la categoría "Occidente".[21]

En el pensamiento católico fue usual distinguir las categorías de Iglesia oriental e Iglesia occidental. Sin embargo, desde mediados del siglo XX la teología latinoamericana de la liberación desarrolló una tercera categoría definida como "Iglesia latinoamericana", con características teológicas, culturales, políticas y antropológicas propias, en tanto que el papa Francisco diferenció la "Iglesia del sur", de sus precedentes oriental y occidental.[22][23]

El término «Occidente»" surgió como una contraparte del «Oriente», que Lutero utilizó por primera vez en su traducción de la Biblia, y fue introducido en el idioma alemán por Kaspar Hedio en 1529.[4]

Hasta el siglo XVII, la narración de la historia universal se realizaba en Europa en términos eurocéntricos, del mismo modo que cada civilización lo había hecho en sus propios términos (por ejemplo, sinocéntricos en la civilización china). Así, cuando Cristóbal Cellarius propuso una periodización, consideró los hechos y procesos de la historia europea para establecer los hitos divisorios de las edades Antigua, Media y Moderna. Pero, simultáneamente a los descubrimientos geográficos y al establecimiento del primer y moderno sistema mundial, se desarrolló la introspección y la autoconciencia de la especificidad de la civilización europea frente a la alteridad del resto del mundo, tanto en sentido positivo como negativo: junto con el imperialismo y el racismo surgió la valoración e incluso la defensa de los colonizados y la crítica a la colonización por los propios colonizadores (“mito del buen salvaje”, “polémica de los naturales”).

Gobineau distinguía siete civilizaciones en la historia, incluyendo a la civilización occidental; no precisamente en pie de igualdad, puesto que consideraba explícitamente la “desigualdad de las razas humanas” (1853-1855). Las principales potencias europeas establecieron en el siglo XIX su indiscutible superioridad económica y militar (Revolución Industrial, Diplomacia de cañonero) sobre la totalidad del mundo; e incluso la independencia de las nuevas naciones del continente americano, protagonizada por las élites europeas locales, reforzaba la misma idea: La idea de progreso surgida con la Ilustración, e incluso la extensión de las teorías evolucionistas fuera de su ámbito biológico (el llamado darwinismo social), parecían identificarse con la imposición de la civilización occidental sobre las demás; más aún, con el triunfo del mismo concepto europeo de “civilización” sobre otros grados necesariamente menores de desarrollo social (el “salvajismo” y la “barbarie”). Esa imposición no era vista como un premio, sino como una responsabilidad (“la carga del hombre blanco”).

La época de optimismo tocó a su fin con la Belle Époque y la paz armada. El estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), inicialmente entre entusiastas movilizaciones nacionalistas que acallaron las minoritarias protestas pacifistas, dio en poco tiempo paso a la conciencia del desastre sin precedentes que trajo consigo: un aparente suicidio de la civilización. En este ambiente Oswald Spengler publicó La decadencia de Occidente (1918-1923),[24]​ donde concibe las civilizaciones como entes cerrados que nacen, crecen, luchan por la supervivencia y mueren, distinguiendo claramente al mundo occidental del mundo helénico. Sus ideas fueron adoptadas y perfeccionadas por Arnold J. Toynbee en su magno tratado Estudio de la Historia (12 tomos, 1933-1961, revisado en 1972).[25]​ en donde conceptualiza a Occidente como una civilización cristiana con su época de esplendor en la Edad Media.

El concepto decimonónico de civilización (que, en términos hegelianos, había llegado a la realización del “espíritu absoluto” en la historia: el Estado nacional o liberal –para Hegel, en su versión prusiana–) quedaba desafiado por los totalitarismos soviético y fascista, y se destruía por tanto ese pretendido “fin de la historia”. Para Ortega y Gasset era el tiempo de La rebelión de las masas (1929) y La deshumanización del arte (1925). La crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y la Guerra Fría (1945-1989) pusieron sucesivamente al mundo entero en trances que se percibían como posibles catástrofes apocalípticas. La descolonización y el tercermundismo cuestionaron nuevamente la centralidad de Occidente en términos de civilización.

En 1989, el hundimiento del bloque comunista y el surgimiento de una nueva era de globalización, hizo resurgir el concepto hegeliano del “fin de la historia” en una única civilización mundial, reelaborado por Francis Fukuyama (El fin de la Historia y el último hombre, 1992). En respuesta a ello, la concepción toynbeana de un Occidente más o menos cerrado y unido por una tradición cultural cristiana y europea, fue reasumida por Samuel Huntington en su tesis del “choque de civilizaciones” (1993), que adquirirá una nueva popularidad después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 provocados por radicales islámicos.[26]

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pero en el libro de Niall Ferguson (Civilización: Occidente y el resto, 2012) hay una ausencia que, me parece, contrarrestaría mucho su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en mi opinión, es el rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la única que, a lo largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e impugnadores como valedores, y entre aquellos, a buen número de sus pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno amenazaban con hundirla. A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que, como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e impermeabilidad a la crítica, Occidente —mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura permitía— tuvo siempre, en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus políticos, a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía ganar batallas que parecían ya perdidas.

El término civilización occidental es un concepto que, según el contexto en que se use, puede incluir o excluir a ciertos países por razones políticas, culturales o históricas, por lo cual existen distintas acepciones de qué países, naciones o zonas geográficas pertenecen a esta.

En la Antigua Grecia, el mundo estaba dividido entre los pueblos griegos y los bárbaros. Esta división se transformó en una definición geográfica según los territorios ubicados en la zona occidental (Grecia, las islas del mar Egeo y la Magna Grecia), en contraste al oriente de Egipto, Anatolia y Persia, por ejemplo. Las Guerras Médicas, por lo tanto, son consideradas como uno de los primeros hechos bélicos entre Occidente y el Oriente.

La cuenca del Mediterráneo, unificada por el Imperio romano, mantuvo una división este-oeste, entre los pueblos occidentales de predominancia latinas, contrapuesto al Mediterráneo oriental, donde predominaba la cultura griega. Diocleciano dividió el imperio en dos regiones en el 292. La parte oriental evolucionó posteriormente al Imperio bizantino, mientras el occidente se derrumbó por las invasiones bárbaras dando origen a diversos reinos bajo el poder del papado, principalmente.

La división que se produjo en el cristianismo, mantuvo la división del Oriente con Occidente durante la Edad Media. Así, nació un sentimiento de cristiandad, que se afianzó durante las Cruzadas contra los árabes y turcos. Sin embargo, los bizantinos también fueron considerados como una cultura distinta por parte de los occidentales, a pesar de su origen común, debido a su ruptura con el patriarcado romano tras el Cisma de Oriente, distinción que se hace resaltar hasta nuestros días y de la cual su mayor expresión es la rama del cristianismo que predomina en estos países, la Iglesia ortodoxa (y sus diferentes patriarcados, habitualmente divididos por nación), a diferencia de la Europa católica-protestante, considerada parte de Occidente.

El descubrimiento y conquista de América y Oceanía, el "Nuevo Mundo" como se los conocía durante y entre los siglos XV y XIX, integrándolos en la Cristiandad y en la civilización de los conquistadores y sobre todo los colonos europeos (sobrepuesta a las civilizaciones autóctonas), supuso su incorporación a los países occidentales, situación que a diferencia de África y Asia, no solo no cambió con la Independencia, sino que se agudizó, transformándose durante el siglo XIX las antiguas colonias en Estados nación modernos, algunos de los cuales llegaron a ser grandes potencias que rivalizaban con las europeas, especialmente los vastos territorios de Australia, Canadá y Estados Unidos, colonias británicas, y en el caso de Canadá también francesa; Argentina, Chile, Colombia, México, Perú y Venezuela, colonias españolas; y Brasil, colonia portuguesa.

Durante la llamada Guerra Fría surgió un nuevo concepto que representaba a la metafórica división del mundo en tres mundos: el primer mundo, compuesto por los estados miembros de la OTAN y los aliados de Estados Unidos, como Corea del Sur, Israel, Japón o Tailandia; el segundo mundo, compuesto por los estados miembros del Pacto de Varsovia y los aliados de la Unión Soviética, como Cuba o Mongolia, más China y otros estados socialistas asiáticos, como Camboya, Corea del Norte, Laos y Vietnam; y el tercer mundo, que hace referencia a los estados que no estaban alineados con ninguno de los dos bloques, como Arabia Saudita, Latinoamérica o la India.

La partición del mundo de acuerdo con su alineación política, sin embargo, produjo muchas contradicciones. Así, Suiza, Suecia e Irlanda, considerados como parte del primer mundo, se mantuvieron neutrales durante todo el período. Finlandia, que limitaba al este con la Unión Soviética y por tanto pertenecía a su esfera de influencia, se mantuvo neutral. Nunca fue un Estado socialista ni perteneció al Pacto de Varsovia o al CAME. Austria también mantuvo una política de neutralidad a partir de 1955, encontrándose al oeste de la Cortina de Hierro y por tanto en la esfera de influencia estadounidense. Turquía, miembro de la OTAN, tampoco se podía establecer que era un país del Primer Mundo o de la civilización occidental. Así, se definió posteriormente al mundo occidental como al primer mundo incluyendo las excepciones de los países del Bloque Occidental y excluyendo a Turquía.

Tras el fin de la Guerra Fría, el uso del término segundo mundo cayó en desuso, mientras que los dos otros mundos evolucionaron a otros conceptos. El primer mundo continuó designando al mismo grupo de estados, pero según criterios económicos antes que políticos. En cambio, el tercer mundo se convirtió en sinónimo de países pobres y en vías de desarrollo.

Desde un enfoque cultural y sociológico, la civilización occidental tiende a ser definida a partir de algunos elementos fundamentales, como la filosofía griega, el derecho romano, la religión cristiana, el arte renacentista y el pensamiento ilustrado y "moderno". El colonialismo, la vocación universalista y la expansión global de los idiomas y la cultura occidental también juegan un importante papel en la definición de Occidente. Algunas categorías como la democracia liberal, el capitalismo, el socialismo, el individualismo, el Estado de derecho, el Estado de bienestar, los derechos humanos y el feminismo, tienen una fuerte relación con la noción de Occidente.

Los trabajos que tradicionalmente se hacen sobre historia del arte normalmente tienen como objeto de estudio la evolución de la historia del arte occidental, fruto del eurocentrismo. Dichos trabajos suelen excluir incluso algunos periodos artísticos como bizantino o el árabe clásico aun cuando parte de estos se desarrollaron en territorio europeo. Este estudio, no obstante, al considerar la cultura occidental como elemento fundamental de la vida contemporánea, se hace necesario a fin de comprender el alcance del arte alrededor del mundo, recibiendo influencias y siendo influenciado por otros movimientos.

Sin querer realizar un análisis exhaustivo sobre esta civilización podemos identificar las siguientes características:

Los estudios sobre historia del arte, por otro lado, suelen centrarse en la pintura, la arquitectura y la escultura, dejando de lado otras ramas como la literatura, la música, la orfebrería, el ballet, el teatro, el cine, la artesanía y la fotografía, las cuales son estudiadas en trabajos más especializados.

La cultura occidental está vinculada con las antiguas Grecia y Roma. Sus ideales de belleza y arte tuvieron allí su raíz. Su filosofía se basó en la de Aristóteles y Platón. Su literatura, más que nada la poesía y el drama europeos, se formaron a partir de las antiguas tradiciones grecolatinas. Desde la Edad Media, Europa y después América han recurrido a Grecia y a Roma para llevar a cabo su instrucción y obtener inspiración. El cristianismo es otro gran legado cultural llevado a América en mayor medida por España y Portugal, especialmente a Latinoamérica, y el legado grecolatino más presente en la esfera cultural sur de la Europa Católica que en el ámbito cultural Británico del norte. Sin embargo, Latinoamérica se autoexcluyó tanto política como socialmente de Occidente, por lo que, la herencia occidental de Europa ha sido correspondida únicamente en la angloesfera de América Septentrional (incluyendo Quebec) y Australasia, territorios excoloniales que comparten una mayoría demográfica europea.[28][3]

La literatura romana no dejó de ejercer influencia durante el Medievo. Siguieron leyéndose las obras de Virgilio, Ovidio, Horacio y Cicerón. Esta influencia aumentó en los siglos XIV y XV, cuando se conoció un número mayor de obras romanas; en ese mismo momento histórico se recuperaba, de a poco, la literatura superviviente de Grecia.

En la literatura, al igual que en otros campos (sobre todo la escultura), los artistas occidentales medievales o renacentistas tenían la ventaja de poder estudiar y, si así lo querían, copiar los modelos de la Antigüedad. Tenían ante ellos los auténticos poemas o estatuas de aquella época. No pasaba igual con la música.



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